Domingo de Guzmán nació en Caleruega (España), alrededor del año 1170.
Estudió teología en Palencia y fue nombrado canónigo de la Iglesia de Osma.
Con su predicación y con su vida ejemplar, combatió con éxito la herejía albigense.
Con los compañeros que se le adhirieron en esta empresa,
fundó la Orden de Predicadores o Comunidad de los Padres Dominicos.
Murió en Bolonia el día 6 de agosto del año 1221.

La Iglesia universal celebra su fiesta el día 8 de agosto.

En la fiesta de Santo Domingo de Guzmán, Fundador de los padres dominicos, que son quienes dirigen en Colombia el Santuario de la Virgen de Chiquinquirá, varias Parroquias, algunos colegios, la Universidad Santo Tomás y otras misiones, les quiero ofrecer esta sencilla reflexión sobre el “espíritu apostólico de Domingo de Guzmán”.

Búsqueda incesante de Dios

Santo Domingo fue un hombre de oración intensa y continua: Oraba en todas partes. Guardaba silencio en el camino, a determinadas horas del día, sin dejar de andar. A veces, se detenía y permanecía de rodillas en un bosque que le inspiraba, «sin preocuparse de las fieras». Si oía llamar a la oración en un monasterio cercano al camino, acudía a unirse al canto de los monjes. Si llegaba a un gran santuario como Castres o Rocamadour, oraba allí todo el día, o la noche entera, algunas veces hasta el éxtasis. Oraba, evidentemente, ante todo, en el convento, en la celebración de la Eucaristía, en la que el ayudante le veía emocionarse hasta las lágrimas. También en el rezo de los Maitines, en la mesa y en el comedor. Pero, sobre todo, es en la soledad nocturna de la capilla cuando se abandonaba plenamente a su vocación orante. Acostumbraba pasar en ella toda la noche, hasta el punto de que en Bolonia no se le conoció que tuviese pieza o cama personales. Domingo acompañaba su oración interior con gestos de su cuerpo y con gemidos que llegan en ocasiones a ser clamores. Vencido por el sueño, reposaba su cabeza en el escalón del altar; luego, volvía a su oración.

Su oración era un coloquio con el Salvador. Con razón el célebre fraile dominico pintor Fra Angélico representa con frecuencia a santo Domingo al pie de la cruz abrazándola. La cadena de hierro de tres ramas que vio Juan de Navarra y con la que Domingo se mortificaba en sus vigilias, expresaba también su voluntad de no separar su destino del de su Maestro crucificado. Profundizó su encuentro con el Salvador en el Evangelio de San Mateo y en las Cartas de San Pablo, que siempre llevaba consigo. Tan grande era su familiaridad con el texto sagrado, tan directo su trato con personas evangélicas, que vivió plenamente el evangelio.

La oración de intercesión era la característica principal de la oración de santo Domingo. Su diálogo con Cristo estaba siempre orientado a las almas, por las que Cristo dio su vida: sus hermanos, los fieles, clérigos y laicos, los judíos, los sarracenos, los paganos, instalados en las tinieblas «y hasta los condenados, por quienes vertía abundantes lágrimas. Los descarriados, que pierden su alma, eran objeto privilegiado de su oración. Su grito por la noche, que en ocasiones llegaba hasta el dormitorio y despertaba a los hermanos, «conmovía a algunos hasta las lágrimas». «Señor, repetía, ¿qué va a ser de los pecadores?”

La ambición por la salvación de todos

Domingo, de día iba al encuentro del prójimo. Él no fue un eremita, sombrío y solitario. Le encantaba la compañía fraterna. Gustaba de reunirse con sus hermanos, sus frailes, los vecinos a los que mendigaba el pan de la comunidad, los peregrinos y caminantes, los enfermos que visitaba, las comunidades, las muchedumbres a las que, al pasar dirigía la palabra de Dios. Con todos se sentía a gusto y encontraba siempre la palabra oportuna para hablarles de las cosas de Dios. Se apreciaba en él una persona muy asequible, la sencillez de su comportamiento sin reservas. Su rostro, de ordinario sereno, se crispaba instintivamente ante la miseria.

Durante la hambruna de 1195-1198 vendió su mobiliario y hasta su Biblia de pergamino, anotada de su mano (tesoro de toda una vida de estudio), para sostener una casa de limosna o de misericordia. Dos veces se ofreció como esclavo, una para rescatar a un cristiano, caído en manos de los sarracenos, otra para auxiliar a un hombre cuya miseria ligaba peligrosamente al auxilio de los cátaros. Pero su compasión espiritual era más vasta. Le estremecía el pensamiento de los que corren el riesgo de perderse eternamente por sus pecados, por el cisma o la herejía. «Había en su corazón una ambición sorprendente y casi increíble por la salvación de todos los hombres. Ambicionaba un martirio largo y cruel que, con su imaginación medieval, no dudaba en representárselo bajo la figura de su pobre cuerpo ciego, amputado de sus miembros, agonizando lentamente en un baño de sangre ¿No es la muerte en la cruz el punto de partida de la salvación?

Santo Domingo de Guzmán fue un hombre amante del diálogo. Se preocupó por aprender rápido el dialecto de Oc, del centro de Francia, para defender la fe. Después de caminar durante un día con peregrinos alemanes, logró aprender suficientemente su lengua para dirigirles la palabra de Dios. Le parecía más insoportable la incomprensión humana, nacida de la diversidad de esperanzas y creencias. Buscaba entablar contacto, superar divergencias, reencontrar la comunidad profunda que debe existir entre todos los hombres llamados a una misma salvación. Tenía un deseo apasionado por la salvación de los hombres y del amor de Cristo. Pensaba que sólo sería en realidad miembro de Cristo el día en que pudiera entregarse enteramente, con todas sus fuerzas, a ganar almas, como el Señor Jesús, Salvador de todos los hombres, se consagró enteramente a nuestra salvación. Más allá de las palabras, también buscó el contacto del corazón y de las inspiraciones fundamentales de la vida en donde se juega nuestro destino, «presto a dar razón de la fe y de la esperanza que en sí llevaba» (1Pe 3,15). Se comentaba cómo hospedado en una posada dialogó hasta convertir al posadero que era hereje.

Imitó profundamente la vida de los Apóstoles, asumiendo gozoso la predicación itinerante y mendicante para contrarrestar a los valdenses y albigenses. Esta vuelta a las fuentes evangélicas, este evangelismo, no sólo en el género de vida, sino en la idea misma de la Orden de Predicadores, tiene una gran importancia en la hora actual.

El celo ardiente por la santidad de todos

Domingo, el «gran consolador», no se contentaba con llegar, ni siquiera con convertir: nutría y educaba. Para Domingo de Guzmán, consolar no era adormecer las penas, sino exaltar las fuerzas interiores dando a cada uno el sentido de sus responsabilidades, sobre todo reanimando la conciencia de las realidades divinas por la presentación de la verdad. Se hacía todo para todos: Jóvenes o viejos, hombres y mujeres, infieles, herejes o buenos cristianos y a los extranjeros. Su ministerio fue universal en sus destinatarios y en su fin inmediato, su medio de acción fue preciso: no era la acción pastoral, era la predicación. Conducía, unía a Cristo.

Voluntad de comunicación fraterna

La preocupación por sacar del hombre lo mejor de sí mismo, llevó a Domingo a cultivar su voluntad de comunión fraterna. Domingo nunca ocultó la autoridad suprema que le confería el cargo de Maestro de los Predicadores. En este tema es admirable su resolución viril y reflexiva, como se palpa en la dispersión de los Predicadores en 1217, contra el parecer de todas las autoridades e incluso de sus frailes: «¡No se opongan! ¡Sé lo que hago!». Era constante en el cumplimiento de los asuntos que había juzgado razonables ante Dios, que casi nunca, aceptaba modificar una decisión tomada después de madura reflexión. Mas, cuando se trataba de actividad en grupo, de legislación o de control, Domingo se oscurecía ante la comunidad fraterna, en quien tenía puesta su confianza espontánea.

Íntima unión con la Iglesia jerárquica

Domingo de Guzmán no fue un franco-tirador, Domingo fue un hombre de Iglesia.

Domingo evitaba en sus predicaciones la exasperación de los clérigos, a los que corregía en privado, como un padre. Ayudaba a numerosos clérigos en su esfuerzo por alcanzar a Dios, y, trababa con algunos, profunda amistad espiritual, fundamentada en la comunidad de celo apostólico. Lo que compartía con ellos es lo mejor del clérigo: el sentido de responsabilidad frente a cada uno de los hombres. En 1206 renunció a la tentación de su apostolado personal para dedicarse plenamente a la predicación contra los albigenses casi doce años; y luego, en 1216/17, removió la Orden, que comenzaba a arraigar en tierra albigense, para convertirla en una Orden universal de Predicadores, extendida hasta los confines del mundo. Todo esto fue recompensado por la posición del Papa. Honorio III agradeció a los clérigos de París el que hubiesen puesto su capilla a la disposición de los Predicadores; y pidió a los obispos de la cristiandad que cooperaran con todo celo al éxito del ministerio de los Predicadores en la salvación de las almas.

La inspiración evangélica

«Hablando con Dios o de Dios, entre sí o con el prójimo». En realidad, no se le ocurrió nunca a Domingo el que pudiera haber incompatibilidad entre estas dos facetas del quehacer del Predicador. Pues vio practicar igualmente estos dos actos a los Apóstoles, a quienes vio sin cesar ante sus ojos como modelos de su género de vida, y, detrás de ellos, al mismo Salvador.

Es sorprendente la unidad de inspiración evangélica que invadía la mente y corazón de Domingo. Gregorio IX decía de Santo Domingo en el momento de su canonización: «en él conocí a un hombre que observaba en su totalidad la regla de los Apóstoles, y no dudo que esté unido a ellos en el cielo». Domingo adoptó esta actitud evangélica desde los comienzos de su predicación y la conservó hasta su muerte y la dejó plasmada en sus frailes. La genialidad de Domingo consistió en hacer de esta actitud el ideal de una sociedad permanente, descubriendo la posibilidad de hermanarla a la otra forma de imitación de los Apóstoles, la vida de unanimidad fraterna: «No tenían sino un sólo corazón y un alma sola; ninguno llamaba suyo a lo que pudiera tener, pues todo era común en ellos; en todos ellos había copiosas gracias». Esto permitía a los Apóstoles «dar testimonio de la resurrección de Cristo con mayor poder».

El evangelismo de santo Domingo de Guzmán afianzó la unidad de los elementos de su espíritu. Todos ellos se hallaban en el ejemplo de los Apóstoles: la búsqueda de Dios, la consagración a la predicación del Evangelio, el abandono diario a la Providencia, la adhesión a Cristo por la «misión» de la Iglesia, la comunión fraterna en la caridad y la oración pública. Esta es la inspiración riquísima y única de la Orden de Predicadores, querida por santo Domingo.

Fray Luis Francisco Sastoque, o.p.