Profecía de Isaías (Is 52,13-15; 53,1-12)

“Miren, mi siervo tendrá éxito, subirá y crecerá mucho.

Como muchos se espantaron de él, porque desfigurado no parecía hombre, ni tenía aspecto humano; así asombrará a muchos pueblos: ante él los reyes cerrarán la boca, al ver algo inenarrable y contemplar algo inaudito.

¿Quién creyó nuestro anuncio? ¿A quién se reveló el brazo del Señor? Creció en su presencia como un brote, como raíz en tierra árida, sin figura, sin belleza.

Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado, y evitado por los hombres, como un hombre de dolores, acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros; despreciado y desestimado.

Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado, traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable vino sobre él, sus cicatrices nos curaron.

Todos errábamos como ovejas, cada uno siguiendo su camino, y el Señor cargó sobre él todos nuestros crímenes.

Maltratado, voluntariamente se humillaba y no abría la boca; como un cordero llevado al matadero, como oveja ante el esquilador, enmudecía y no abría la boca. Sin defensa, sin justicia, se lo llevaron. ¿Quién meditó en su destino? Lo arrancaron de la tierra de los vivos, por los pecados de mi pueblo lo hirieron.

Le dieron sepultura con los malhechores; porque murió con los malvados, aunque no había cometido crímenes, ni hubo engaño en su boca.

El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento. Cuando entregue su vida como expiación, verá su descendencia, prolongará sus años; lo que el Señor quiere prosperará por sus manos.

A causa de los trabajos de su alma, verá y se hartará; con lo desprendido, mi siervo justificará a muchos, cargando con los crímenes de ellos.

Por eso le daré una parte entre los grandes, con los poderosos tendrá parte en los despojos; porque expuso su vida a la muerte y fue contado entre los pecadores, y él tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores.”

Salmo Responsorial (Salmo 39)

R/. Aquí estoy para hacer tu voluntad.

Cuántas maravillas has hecho,
Señor Dios mío,
cuántos planes en favor nuestro:
Nadie se te puede comparar.
Intento proclamarlas, decirlas,
pero superan todo número.

Tú no quieres sacrificios ni ofrendas,
y en cambio me abriste el oído;
no pides sacrificio expiatorio,
entonces yo digo: “Aquí estoy
-como está escrito en mi libro-,
para hacer tu voluntad”.

Dios mío, lo quiero,
y llevo tu ley en las entrañas.
He proclamado tu salvación
ante la gran asamblea;
no he cerrado los labios:
Señor, tú lo sabes.

No me he guardado en el pecho tu defensa,
he contado tu fidelidad y tu salvación;
no he negado tu misericordia y tu lealtad,
ante la gran asamblea.

Carta a los Hebreos (Hb 10,11-18)

“Hermanos: Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio; está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies.

Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados.

Esto nos lo atestigua también el Espíritu Santo. En efecto, después de decir: “Así será la alianza que haré con ellos después de aquellos días”, añade el Señor: “Pondré mis leyes en sus corazones y las escribiré en sus mentes, y no me acordaré ya de sus pecados ni de sus culpas.”

Donde hay perdón, no hay ofrenda por los pecados.

Teniendo entrada libre al santuario, en virtud de la sangre de Jesús; contando con el camino nuevo y vivo que él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne; y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura.

Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa.”

Aleluya

Aleluya, aleluya.

“He aquí mi siervo, en quien me apoyo, en el que se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre él, traerá la ley a las naciones.”

Aleluya.

Evangelio de san Lucas (Lc 22,14-23.56)

“Llegada la hora, se sentó Jesús con sus discípulos, y les dijo:

– He deseado enormemente comer esta comida pascual con ustedes antes de padecer, porque les digo que ya no volveré a comer hasta que se cumpla en el Reino de Dios.

Y, tomando una copa, dio gracias y dijo:

– Tomen esto, repártanlo entre ustedes; porque les digo que no beberé desde ahora del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios.

Y, tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo:

– Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes; hagan esto en memoria mía.

Después de cenar, hizo lo mismo con la copa diciendo:

– Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes.”

Reflexión

Jesucristo es sacerdote para nosotros porque presenta al Padre eterno las plegarias y los anhelos de todos los seres humanos, varones y mujeres; Jesucristo es también víctima en favor nuestro, ya que sustituye al pecador.

«Porque tenemos un sumo sacerdote que penetró y está en los cielos, Jesucristo, mantengamos firme la fe que profesamos. No tenemos un sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, al contrario, él mismo pasó por todas las pruebas a semejanza nuestra», menos en el pecado (Hb 4,14ss).

Esta realidad es la que nos anota el profeta Isaías en la primera lectura: «¡Eran nuestras dolencias las que Él llevaba, y nuestros dolores los que soportaba! Nosotros le tuvimos por azotado, herido de Dios y humillado. Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con su sangre hemos sido curados. El Señor descargó sobre él la culpa de todos nosotros. Por nuestros pecados fue entregado a la muerte. Por sus desdichas justificará mi Siervo a muchos, y las culpas de ellos él soportará».

Por esto nuestra actitud ahora es exclamar con el salmista: «¡Cuántas maravillas has hecho, Señor, Dios mío; cuántos planes en favor nuestro: nadie se te puede comparar…!»

Jesucristo ofreció un sacrificio, en la Alianza nueva con su sangre, pactando con nosotros: «pondré mis leyes en sus corazones, y en su mente las grabaré… y de sus pecados e iniquidades no me acordaré más». Por esto mantengamos firme la esperanza en su infinita misericordia.

El sacrificio que ofreció nuestro Señor, la Nueva Alianza, donde se manifiesta lo augusto de su sacerdocio y de la sublimidad de la víctima, es lo que celebramos sacramentalmente en la Eucaristía, siguiendo el mandato del Señor que nos encomendó hacer: «Esto es mi Cuerpo, que va a ser entregado por ustedes; hagan esto en representación mía».

Esta celebración de Cristo Sumo y eterno Sacerdote, nos invita y nos exige a tener los mismos sentimientos que el Señor. El mismo san Pablo nos exhorta a «tener entre nosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús». Tenemos que reproducir en nosotros, en cuanto lo permite la naturaleza humana, el mismo estado de ánimo que tenía nuestro Redentor cuando se ofrecía en sacrificio: la humilde sumisión del espíritu, la adoración, el honor, la alabanza y la acción de gracias a Dios. Exige que reproduzcamos en nosotros las condiciones de víctima: la abnegación propia, el voluntario y espontáneo ejercicio de la penitencia, el dolor y la expiación de los pecados. Exigen, en una palabra, nuestra muerte mística en la cruz con Cristo, para que podamos decir con san Pablo: «Estoy crucificado con Cristo».