Píldora de Meditación 538

Al final de la tarde fría, recibo la visita inesperada de mis dos hijos. Uno es médico, el otro ingeniero. Ambos exitosos en sus profesiones.

Hace menos de una semana sufrí la muerte de mi amada esposa. Todavía me siento abatido por la pérdida que cambió el rumbo y el sentido de la vida para mí.

Sentados en la mesa de la sala de una casa sencilla y simple, donde vivo ahora solo, empezamos a hablar. El tema es sobre mi futuro. Un frío me recorre la espalda. Pronto ellos tratando de convencerme de que lo mejor para mí es vivir en un hogar para ancianos.

Reacciono… Argumento que la sombra de la soledad no me asusta y la vejez, mucho menos. Pero, mis hijos insisten «¿preocupados»? Lamentan, mientras tanto, que las dependencias de sus amplios apartamentos junto al mar estén ocupadas y por lo tanto yo no pueda estar ni con uno, ni con otro… así dicen ellos. Además, mis hijos y mis nueras viven muy ocupados. Así que no tendrían como verme. Eso sin contar con mis nietos, estudian casi todo el día, es imposible.

En mi favor, argumento ya sin mucha convicción que, en ese caso, ellos bien podrían ayudarme a pagar una cuidadora. Frente a mí, el médico y el ingeniero dicen que serían necesarias, en realidad, «tres cuidadoras en tres turnos y todas con cartera firmada». Lo que sería, en tiempos de crisis, una pequeña fortuna al final de cada mes.

Me niego aceptar la propuesta de vivir en un refugio. Y aquí viene otra sugerencia: me piden que debo vender la casa.

El dinero servirá para pagar los gastos del hogar a donde iré por un buen tiempo, para que nadie se preocupe. Ni ellos, ni yo.

Me rindo a los argumentos por no tener más fuerzas para enfrentar tanta ingratitud y frialdad. Cerré mis labios y no hablé del sacrificio que hice durante toda mi vida para financiar los estudios de ambos hijos. No dije nada de cómo dejé de viajar con la familia a algún paseo, de frecuentar buenos restaurantes, de ir a un teatro o cambiar de coche para que nada les faltara a ellos. No valdría la pena alegar tales hechos a esa altura de la conversación. De ahí, sin decir una sola palabra, decidí juntar mis pertenencias. En poco tiempo, vi toda una vida resumida en dos maletas.

Con ellas, me embarco hacia otra realidad, mucho más dura. Un hogar para ancianos, lejos de los hijos y los nietos.

Hoy, en los brazos de la soledad, reconozco que pude enseñar valores morales a mis hijos. Pero no pude transmitir a ninguno de los dos hijos una virtud llamada gratitud.

La culpa es nuestra por cuanto siempre le estuvimos dando lo que los hijos querían o pedían, cuando debíamos haberles enseñado que debían «ganárselo». ¿Cómo? Trabajando con esfuerzo, ayudando a limpiar la casa, cocinando, lavando los platos, etc., para que cuando llegaran a adultos supieran que las cosas se consiguen con esfuerzo y fueran responsables y gratos, y quisieran a sus padres por haberles enseñado a ser buenos hijos.

La juventud actual te busca cuando quiere algo, cuando te necesita, pero como es lógico existen sus excepciones.

La gratitud hay que forjarla, no viene incluida en el corazón de los humanos, a no ser que se le haya inculcado amor y temor a Dios, primeramente.  Pido disculpas por manifestar lo que pienso, pero deben saber que cuando lleguen a ser «viejos» querrán ser bien tratados por sus hijos y/o nietos y eso no se consigue con dinero sino con la bondad sembrada en sus corazones.

Pueden existir padres que están a tiempo de forjar sentimientos.

Dios tenga misericordia de las nuevas generaciones. «Para los últimos tiempos habrán ijos amadores de sí mismos, indiferentes, egoístas, vanagloriosos, desleales que gozan de la injusticia y se apartan de la verdad»

Loloars Avalos.

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