(XIX° Dom. Ord. A 2023)
Primer Libro de los Reyes (1Re. 19,9.11-13)
“En aquellos días, al llegar Elías al monte de Dios, al Horeb, se refugió en una gruta. El Señor le dijo:
– Salga y aguarde al Señor en el monte, que el Señor va a pasar.
Pasó antes del Señor un viento huracanado, que agrietaba los montes y rompía los peñascos: en el viento no estaba el Señor. Vino después un terremoto, y en el terremoto no estaba el Señor. Después vino un fuego, y en el fuego no estaba el Señor. Después se escuchó un susurro.
Elías, al oírlo, se cubrió el rostro con el manto y salió a la entrada de la gruta.”
Salmo Responsorial (Salmo 84)
R/. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Voy a escuchar lo que dice el Señor.
Dios anuncia la paz.
La salvación está ya cerca de sus fieles
y la gloria habitará en nuestra tierra.
La misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se besan;
la fidelidad brota de la tierra
y la justicia mira desde el cielo.
El Señor nos dará la lluvia
y nuestra tierra dará su fruto.
La justicia marchará ante él,
la salvación seguirá sus pasos.
Carta de san Pablo a los Romanos (Rm 9,1-5)
“Hermanos: Como cristiano que soy, voy a ser sincero; mi conciencia, iluminada por el Espíritu Santo, me asegura que no miento. Siento una gran pena y un dolor incesante, pues por el bien de mis hermanos, los de mi raza y sangre, quisiera incluso ser un proscrito lejos de Cristo.
Ellos descendientes de Israel, fueron adoptados como hijos, tienen la presencia de Dios, la alianza, la ley, el culto y las promesas. Suyos son los patriarcas, de quienes, según lo humano, nació el Mesías, el que está por encima de todo: Dios bendito por los siglos. Amén.”
Aleluya
Aleluya, aleluya.
“Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra.”
Aleluya.
Evangelio de san Mateo (Mt 14,22-33)
“Después que se sació la gente, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se adelantaran a la otra orilla mientras él despedía a la gente.
Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo.
Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. De madrugada, se les acercó Jesús andando sobre el agua. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma.
Jesús les dijo en seguida:
– ¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!
Pedro le contesto:
– Señor, si eres tú, mándame ir hacia ti andando sobre el agua.
Él le dijo:
– Ven.
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
– Señor, sálvame.
En seguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
– ¡Qué poca fe! ¿Por qué has dudado?
En cuanto subieron a la barca amainó el viento.
Los de la barca se postraron ante él diciendo:
– Realmente eres Hijo de Dios.”
Reflexión
Como consta a todos y lo vemos a diario y en todas partes, el hombre –sea varón o mujer– prescinde con mucha facilidad de Dios y busca simples motivos humanos para apoyarse e incluso, en muchas ocasiones, hasta para aceptar a Dios.
Pero tenemos que saber que el único apoyo firme que nos ofrece el Señor es la fe en su palabra, aun cuando nos parezca inconsistente, frágil. Recordemos la palabra del Señor: «Ven» dice a Pedro y le invita a caminar sobre las aguas.
El texto del primer Libro de los Reyes, cuenta una experiencia del profeta Elías, quien fue un luchador incansable en tiempos difíciles. Trabajó duro para que su pueblo no abandonara la verdadera fe. Por eso fue perseguido a muerte. Tuvo que huir por el desierto y llegó hasta desearse la muerte, cansado de tanto luchar. Parece que había llegado ya al límite de su resistencia cuando arribó al Monte de Dios, al monte Horeb, y se refugió en una cueva. ¿Qué iba a hacer allí? A rezar, a encontrarse con Dios por el que había luchado hasta el límite de sus fuerzas. Esperaba que un día Dios se le acercara, le ayudara, le curara sus heridas y le animara. Tenía sed de Dios y le buscaba en cada guiño de la naturaleza. Estaba atento a las señales de Dios. Un día apareció un viento huracanado, pero Elías no sintió en él la presencia de Dios. En otro momento hubo un terremoto e incluso vino fuego, pero tampoco allí sentía el profeta la presencia de Dios. Por fin, sintió una brisa muy suave como un susurro y entonces Elías salió de la cueva y se cubrió el rostro con su manto, porque allí estaba el Señor. En aquel momento, Elías encontró lo que de verdad necesitaba su alma. En la soledad del monte Horeb sintió la presencia de Dios a su lado.
El evangelio de este domingo, nos narra una experiencia parecida en la vida de Jesús. Él se había retirado hasta un sitio tranquilo y apartado al enterarse de la muerte de Juan el Bautista. Quizás Jesús también estaba cansado de luchar y sufrir. Pero allí le estaba esperando una multitud de gentes con muchas pobrezas a cuestas. Curó a los enfermos y realizó la multiplicación de los panes y los peces. El evangelio cuenta que Jesús despidió a sus discípulos y a la gente porque quería quedarse solo: «Llegada la noche, estaba allí solo». Ya de madrugada, Jesús se acercó nuevamente a sus discípulos caminando sobre el agua, experiencia que también probó Pedro. Hasta ese momento, Jesús había pasado la noche rezando en aquel sitio tranquilo y apartado. Nosotros no sabemos que ocurrió en ese espacio de soledad con Dios. Sólo sabemos que Jesús buscaba ese momento. Llevaba una vida tan intensa y tan dura que necesitaba ese encuentro íntimo y gratificante con Dios. Podemos decir que Jesús, como Elías y como los seres humanos que viven su vida con intensidad y hondura, necesitaba que el Padre se le acercara, le ayudara, le animara, le curara y le diera fuerzas para seguir.
Igual que lo sucedido al profeta Elías, en la realidad diaria de nuestra existencia, todos tenemos necesidad que Dios se acerque, nos ayude, nos anime, nos cure y nos dé la fuerza necesaria para seguirle. ¡Tenemos sed de Dios! Quienes llevan ideales hermosos en el corazón, necesitan a Dios, tienen sed de Dios y lo buscan sinceramente, de forma incansable.
El cristiano camina seguro entre las dificultades de la vida, sólo cuando se aferra a esta Palabra. Esto es lo que nos muestra la actitud de Pedro al caminar sobre las aguas del mar de Tiberiades. Allí no caben actitudes a medias. Cristo exige de cada uno confianza absoluta en Él, en su palabra.
Es verdad que al comienzo la fe de Pedro buscaba su apoyo más en el milagro que en la palabra de Jesús. Era una fe muy imperfecta. La verdadera fe se halla determinada por una apertura total a Dios y una confianza absoluta en su palabra, aún en las necesidades más extremas de la vida. La fe imperfecta, es precisamente aquella que se acepta como consecuencia de algo extraordinario y milagroso.
El texto del evangelio dice que Pedro comenzó a caminar hacia Jesús sin ningún inconveniente. Más después, la violencia del viento y de las olas le distrajeron e hicieron que el apóstol dejara de mirar al Señor, y comenzara la duda e igualmente a hundirse. Dos rasgos que parecen excluirse: caminar hacia Jesús y hundirse. La paradoja se resuelve diciendo que desde que comenzó la duda, dejó de caminar hacia Jesús. Un caminar que no está exento de dudas porque junto a la certeza y seguridad que la palabra de Jesús garantiza, está el riesgo de salir de uno mismo hacia lo que no vemos. Sólo una fe perfecta, como la de Abraham, que salió de su tierra hacia lo desconocido, fiándose exclusivamente en la palabra de Dios, supera el riesgo humano en la seguridad divina.
En un tiempo, como el nuestro hoy, donde nos cuesta encontrar razones para esperar, el cristiano tiene el deber de justificar su esperanza ante los demás. La fuente de esta esperanza está en Dios que solo puede amar y que nos busca incansablemente. Él no abandonará nunca a aquellos que Él ha llamado para entrar en su comunión. Dios es bueno y no cambia nunca su actitud ni nos abandona jamás, sean cuales sean las dificultades que tengamos.
Esta esperanza es a menudo expresada con la noción de promesa. Una promesa es una realidad dinámica que abre nuevas posibilidades en la vida humana. Esta promesa mira hacia lo venidero, pero se arraiga en una relación con Dios que me habla aquí mismo, que me llama a hacer elecciones concretas en mi vida. Las semillas del futuro se encuentran en una relación presente con Dios. San Pablo nos dice que todas las promesas de Dios son ya una realidad en Cristo (cfr. 2 Cor 1,20), en Jesús es el Resucitado que está con nosotros hoy en día. “Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin de los tiempos” (Mt 28,20).
“La esperanza no defrauda, no decepciona, porque el Amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5,5). Lejos de ser un deseo para el futuro sin garantía de realización, la esperanza cristiana es la presencia del Amor divino en persona, el Espíritu Santo, caudal de vida que nos lleva hacia el océano de una comunión en plenitud.