(XV° Dom. Ord. C 2022)

Libro del Deuteronomio (Dt 30,10-14)

“Habló Moisés al pueblo diciendo:

– Escucha la voz del Señor tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos, lo que está escrito en el código de esta ley; conviértete al Señor tu Dios con todo el corazón y con toda el alma.

Porque el precepto que yo te mando hoy no es cosa que te exceda ni inalcanzable; no está en el cielo, no vale decir: “¿Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?” Ni está más allá del mar, no vale decir: “¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos?” El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.”

Salmo Responsorial (Salmo 68)

R/. Busquen al Señor, y vivirá tu corazón.

Mi oración se dirige a ti,
Dios mío, el día de tu favor;
que me escuche tu gran bondad,
que tu fidelidad me ayude.

Respóndeme, Señor, con la bondad de tu gracia,
por tu gran compasión vuélvete hacia mí.
Yo soy un pobre malherido,
Dios mío, tu salvación me levante.

Alabaré el nombre de Dios con cantos,
proclamaré su grandeza con acción de gracias.
Mírenlo, los humildes, y alégrense,
Busquen al Señor, y vivirá tu corazón.

Que el Señor escucha a sus pobres,
no desprecia a sus cautivos.
El Señor salvará a Sión,
reconstruirá las ciudades de Judá.
La estirpe de sus siervos la heredará,
lo que aman su nombre vivirán en ella.

Carta de san Pablo a los Colosenses (Col 1,15-20)

“Cristo Jesús es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura; porque por medio de él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres, visibles e invisibles. Tronos, Dominaciones, Principados, Potestades; todo fue creado por él y para él. Él es anterior a todo, y todo se mantiene en él. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo. Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. Y por él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz.”

Aleluya

Aleluya, aleluya

“Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. Tú tienes palabras de vida eterna.”

Aleluya.

Evangelio de san Lucas (Lc 10,25-37)

“En aquel tiempo, se presentó un letrado y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:

– Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?

Él le dijo:

– ¿Qué está escrito en la Ley?, ¿qué lees en ella?

El letrado contestó:

– “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.”

Él le dijo:

– Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.

Pero el letrado, queriendo aparecer como justo, preguntó a Jesús:

– ¿Y quién es mi prójimo?

Jesús dijo:

– Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo.

Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:

– Cuida de él y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta. ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?

El letrado contestó:

– El que practicó la misericordia con él.

Le dijo Jesús:

– Anda, haz tú lo mismo.”

Reflexión

Hoy recuerdo una “píldora de meditación” que me gusta mucho contarla en los encuentros de los jóvenes para su reflexión:

“cierto día, después de almorzar, la jovencita María Clara al salir de casa a caminar por los alrededores de su vivienda, vio a tres hombres con largas barbas blancas sentados frente a la entrada del jardín. No los reconoció, pero, sin embargo, se dirigió a ellos diciéndoles: «Creo que no les conozco, pero deben tener hambre. Si lo desean, pueden entrar a la casa y comer algo».

«¿Están tus papás dentro?, preguntaron.

«¡No! Están trabajando”, respondió María Clara.

«Entonces no podemos entrar», contestaron en coro los tres ancianos.

Al anochecer, cuando regresaron a casa los papás de la niña, ella les contó lo que le había sucedido.

El papá le dijo a su hija: «Ve e invítalos a entrar». La niña salió y los invitó, pero ellos le dijeron: «Nosotros no entramos en una casa los tres a la vez» y se apartaron un poco.

«¿Por qué?», muy curiosa, les preguntó María Clara.

Uno de los tres le explicó, diciéndole: Mira, «ese que está caminando hacia las rosas es el señor Riqueza y aquel que está más allá mirando los peces es el señor Éxito y yo soy el señor Amor”. María Clara dio media vuelta y entró rápido en casa preguntándole a su papá, a quién de los tres señores quería que entrara en la vivienda.

¡Qué interesante! Exclamó el papá al escuchar lo que le decía su hija, y sin pensarlo mucho le dijo: Invita al señor Riqueza y que nos llene la casa con sus riquezas.

Como no estaba de acuerdo con la determinación del papá y le había caído bien el señor Éxito, le dijo a su papá: «¿Por qué no invitamos, más bien, al señor Éxito? La mamá que estaba escuchando la conversación, se acercó diciendo: «¿No sería mucho mejor invitar al señor Amor y así nuestra casa se llenaría de amor»?

Los tres se pusieron de acuerdo e invitaron al señor Amor.

El Amor se levantó y se dirigió hacia la casa. Los otros dos también se acercaron y le siguieron. Sorprendida María Clara preguntó al señor Riqueza y al señor Éxito: «Sólo invité al señor Amor, ¿por qué quieren entrar también ustedes?»

Y los dos respondieron al unísono: «Si usted hubiera invitado al señor Riqueza o al señor Éxito, los otros dos se habrían quedado afuera, pero como invitaste al señor Amor, adonde él va también vamos nosotros.

Ahora bien, donde hay amor hay también riqueza y éxito.  ¿A quién de los tres invitarías? Al amor, por supuesto. La verdad es que si miramos a nuestro alrededor son pocas las personas que invitan al amor a su mesa. Nos da más seguridad la riqueza, el éxito y la fama que el amor. El amor no es el calor del nido, sino la intemperie de todos los vientos, y las incomodidades de todos los hermanos.

Supongo que han entendido bien la parábola hermosa de Jesús, la parábola del Buen Samaritano, que nos presenta el evangelio de san Lucas (Lc 10,25-37). El diccionario define al Buen Samaritano como «una persona excepcionalmente caritativa o servicial».

Todos los creyentes en Jesucristo sabemos que Dios es Amor, que Jesús nos amó y dio su vida por todos para rescatarnos de la muerte y el pecado. Sabemos que Dios no tiene acepción de personas y que la única alabanza y la única fiesta es la del Amor.

También sabemos que los gestos de Amor valen más que todas las palabras de amor que se puedan pronunciar, y que sólo se salvan los que Aman y son Misericordiosos con los necesitados, como lo fue Jesús.

El maestro de la ley que quiso poner a Jesús en apuros ya sabía la respuesta a su pregunta: “¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?» Y como una cotorra citó dos textos bíblicos. Y a la respuesta del conocedor de la ley, Jesús le respondió: «Vete, haz tú lo mismo».

Tenemos que saber que el Evangelio de Jesús no es el libro del saber sino del hacer. Es hacer el bien a todos.

Amar a Dios, para muchas personas que se dicen ser cristianos católicos, es algo simple, algo barato: es ir a una misa de vez en cuando, un grito aquí, una alabanza allá, una oración de petición, una promesa a medio cumplir… Se ha olvidado que Dios como las madres lo da todo y no pide nada a cambio. Estoy convencido que Dios se contenta con poco, pide muy poco para Él. Pero, cuando se trata de sus hijos e hijas, a Dios todo le parece poco.

Volvamos nuevamente al texto de la parábola: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de los bandidos»… Los sabios de la ley de Israel pasaron de largo. Un samaritano, un hereje, un ateo, uno que no conocía ni le interesaba las normas judías del templo, lo vio y se compadeció.

Esto es lo que Dios quiere que hagamos: el buen samaritano, que ve, se compadece y actúa. Mientras el amor humano ve y los ojos se llenan de lujuria y quiere poseer, el amor samaritano ve, se compadece y actúa. Mientras el amor humano ama a los suyos, el amor samaritano a los extraños los convierte en amigos. Mientras el amor humano pone límites y quiere respuesta, el amor samaritano no busca recompensa y no se queda pensando en el costo.

El amor samaritano es el Amor de Jesús. Él es el Buen Samaritano que sale a nuestro encuentro en el viaje de la vida. Y lo da todo por cada hija o cada hijo que tiene.

Repito una vez más, El evangelio de Jesús no es el libro del saber, es el libro de hacer el bien. ¿A quién? A Todas las personas. Jesús no dice que este samaritano sea un santo, no le llama tampoco héroe. Le llama con un nombre mucho mejor: lo llama “prójimo”. Los héroes hacen cosas maravillosas y hay pocos. Los santos nos parecen lejanos y dedicados sólo a Dios y sus cosas, y nadie les hace caso. Dios quiere que seamos prójimo de todos y siempre. Por eso le dice al maestro de la ley: «¡Vete, haz tú lo mismo!».

El Señor en el Evangelio de san Lucas (Lc 10,25-37) nos invita a no decir nada, como el buen samaritano no dijo nada y simplemente hacer el bien al herido.

Igualmente, a través de un gesto, una ayuda, una sonrisa, un apretón de manos o un abrazo, un saludo fraterno, una visita, seamos prójimo de alguien al que nadie quiere y vive en la soledad y aislado de todos.

Practiquemos el Amor, no el simple amor humano, sino el Amor del samaritano, el Amor y la Misericordia de Jesús, en todo momento, donde nos encontremos y con toda persona necesitada que se nos acerque. El mejor culto a Dios no es el que le damos en el templo, sino el que le damos en el servicio y ayuda a nuestros hermanos necesitados con quienes nos encontramos continuamente en el camino de la vida. Invitemos al “señor Amor” a nuestra mesa.