(Corpus Christi C 2022)

Libro del Génesis (Gn 14,18-20)

“En aquellos días, Melquisedec, rey de Salem, ofreció pan y vino. Era sacerdote del Dios Altísimo. Y bendijo a Abrahán diciendo:

– Bendito sea Abrahán de parte del Dios Altísimo, que creó el cielo y la tierra.

Y bendito sea el Dios Altísimo, que ha entregado tus enemigos a tus manos.

Y Abrahán le dio el diezmo de todo.”

Salmo Responsorial (Salmo 109)

R/. Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.

Oráculo del Señor a mi Señor;
“Siéntate a mi derecha,
y haré de tus enemigos
estrado de tus pies.”

Desde Sión extenderá el Señor
el poder de tu cetro:
somete en la batalla a tus enemigos.

“Eres príncipe desde el día de tu nacimiento,
entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío,
antes de la aurora.”

El Señor lo ha jurado y no se arrepiente:
“Tú eres sacerdote eterno,
según el rito de Melquisedec.”

Primera Carta de san Pablo a los Corintios (1Cor 11,23-26)

“Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez les he transmitido:

Que el señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomo pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo:

“Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía.”

Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo:

“Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cada vez que lo beban, háganlo en memoria mía.”

Por eso, cada vez que comen de este pan y beben de este cáliz, proclaman la muerte del Señor, hasta que vuelva.”

Aleluya

Aleluya, aleluya.

“Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo -dice el Señor-; quien coma de este pan vivirá para siempre”

Aleluya.

Evangelio según san Lucas (Lc 9,11b-17)

“En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios, y curó a los que lo necesitaban.

Caía la tarde y los Doce se le acercaron a decirle:

– Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida; porque aquí estamos en descampado.

Él les contestó:

– Deles ustedes de comer.

Ellos replicaron.

No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío.

(Porque eran unos cinco mil hombres.)

Jesús dijo a sus discípulos:

– Díganles que se echen en grupos de unos cincuenta.

Lo hicieron así, y todos se echaron.

Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.”

Reflexión

Esta fiesta ha sido ya celebrada el Jueves Santo, con los ritos de intensa piedad y de emoción particular, pero la sucesión litúrgica nos ha conducido en seguida al recuerdo dramático y desgarrador del Viernes Santo, y posteriormente a aquel otro jubiloso y glorioso de la Pascua de Resurrección. La Iglesia se ha dado cuenta de que el Jueves Santo nos ha dejado una maravillosa y misteriosa realidad sacramental, vinculada con nuestra vida en el tiempo, y por ello en un cierto sentido, permanente, siempre presente y jamás bastante meditada, apreciada, celebrada. Entonces, la Iglesia ha establecido esta Fiesta, como una reflexión del Jueves Santo, convencida como está de que jamás llegará a agotar la riqueza, la comprensibilidad de este misterio eucarístico. Por ello lo recuerda de nuevo, por ello lo honra con nuevos ritos y lo estudia con nueva atención.

Esta fiesta es la Misa, es la Eucaristía que es sacrificio, el sacrificio de Cristo sobre la cruz, reflejado, reproducido y perpetuado en Ella.

Comprender este gran misterio es un Don del Espíritu Santo. Para recibirlo, es necesario estar iniciados en los secretos de la Caridad divina, como pueden hacerlo los santos. Es llegar a saber cuál es la amplitud, la extensión, la altura y la profundidad del Amor de Cristo, que supera todo conocimiento, como escribe San Pablo (cfr. Ef 3,17,19).

Cristo Jesús nos ha amado y se ha sacrificado por nosotros sobre la Cruz, para borrar el pecado del mundo. Este sacrificio es actualizado en el tiempo en la Eucaristía y, a su vez, hace posible que los hombres de esta generación participen también en él. La proclama de «He aquí el Cordero de Dios, he aquí el que quita el pecado del mundo» de Juan Bautista (Jn 1,29) a la llegada de Jesús de Nazaret, retumba aún en nuestros días.

La santa Eucaristía es Misterio de fe. Jesús, revistiéndose de las apariencias de pan y de vino, se ha hecho presente como cuerpo y sangre de Víctima sacrificada; crucificada y muerta en la cruz, no sólo por nosotros pecadores, sino para nosotros ahora convertidos en comensales de su sacrificio hecho Sacramento de Vida. Misterio de fe, sí, deslumbrante que ilumina los destinos profundos y esenciales de nuestra vida.

Sabemos que el hombre es un ser que tiene hambre y sed, un ser insuficiente por sí mismo, un ser lleno de continuas y múltiples necesidades de nutrición, de cuya satisfacción depende su existencia presente. Desde el comienzo de su existencia el hombre requiere del aire para respirar, de la leche materna apenas traspasa los umbrales de la vida.  Este ser necesita del alimento y la bebida materiales varias veces al día y de otras innumerables cosas a las que tiende su vida por necesidad constitucional, como el saber, el poseer, el gozar… El hombre tiene necesidad de poseer todo aquello que está fuera de su alcance y que le falta a su existencia, para su pleno desarrollo, su salud, su felicidad…

Por esto desea, indaga, estudia, trabaja; por ello quiere, reza, espera, ansía. Siempre está inclinado a cualquier complemento que lo anime y le haga vivir en plenitud y, a ser posible para siempre. Este cuadro de existencia, que es el cuadro real de todos puede ser resumido en una expresión simbólica: el hombre es un ser viviente necesitado de pan, de un pan propio que lo nutra, lo complete, lo amplíe y le prolongue su siempre ávida y caduca existencia. Una existencia orientada a esforzarse por mantenerse y ampliarse, pero condenada a experimentar la propia insuficiencia y caducidad, y a padecer, al fin, una muerte fatal. No existe en la Tierra pan que le baste; no puede obtenerse de la tierra pan que le haga inmortal.

Ante esta sed y hambre del hombre, el Señor nos dice: «Yo soy el Pan de Vida… Yo soy el Pan vivo bajado del cielo. Quien come mi Carne y bebe mi Sangre, posee la Vida eterna y Yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,49; 51.54). La vida humana tiene en Cristo, para todo aquel que cree en su Palabra, su complemento, su garantía de vida inmortal.

Cristo es el Pan de la Vida. Sin embargo, frecuentemente nos asalta la tentación de pensar que Cristo no colma en realidad a las necesidades, deseos y destinos del hombre. Pero, ¡no! Cristo no se cubre con estas apariencias alimentarias para burlar nuestra hambre superior, sino que además se reviste de las apariencias de alimento material para hacernos desear el alimento espiritual, que es Él mismo, para reconocer y para reivindicar las exigencias legítimas de la vida natural. Es Él, no ya bajo las especies de pan y de vino, sino bajo las de todo ser humano, paciente y necesitado, quien descubrirá en el último día, el día del juicio final, que todas las veces que hemos socorrido a alguna persona, le hemos socorrido a Él, el Cristo: «Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber…» (Mt 25,35).

Así pues, la Eucaristía se convierte para nosotros no sólo en alimento para nuestra alma, sino también es estímulo de caridad hacia los hermanos que tienen necesidad de ayuda, de comprensión, de solidaridad, de compañía; hacia quienes son víctima de la injusticia, de la violencia, del despojo, del desplazamiento, de la corrupción…

Hoy hay diversas clases de hambre, incluso en los que están cerca de nosotros: hambre del Espíritu, hambre de Verdad y de Justicia, hambre de Paz y de comprensión, hambre de Jesús, hambre… hambre… hambre…

En la Eucaristía hallamos la fuente de nuestro más serio compromiso en el servicio de Amor y solidaridad efectiva con nuestros hermanos y hermanas más necesitados, para calmar el hambre que sufren, como nos lo enseñó del Señor.