(Asunción de María 2022)
Libro del Apocalipsis (Ap 11,19ª; 12,21-6ª.10)
“Se abrieron las puertas del templo celeste de Dios y dentro de él se vio el Arca de la Alianza.
Hubo rayos y truenos y un terremoto: una tormenta formidable.
Después apareció una figura portentosa en el cielo: Una mujer vestida del sol, la luna por pedestal, coronada con doce estrellas. Estaba encinta, le llegó la hora, y gritaba entre los espasmos del parto.
Apareció otro portento en el cielo: Un enorme dragón rojo, con siete cabezas y diez cuernos y siete diademas en las cabezas.
Con la cola barrió del cielo un tercio de las estrellas, arrojándolas a la tierra.
El dragón estaba enfrente de la mujer que iba a dar a luz dispuesto a tragarse el niño en cuanto naciera.
Dio a luz un varón, destinado a gobernar con vara de hierro a los pueblos.
Arrebataron al niño y lo llevaron junto al trono de Dios. Mientras tanto la mujer escapaba al desierto.
Se oyó una gran voz en el cielo: “Ya llega la victoria, el poder y el reino de nuestro Dios, y el mando de su Mesías”.
Salmo Responsorial (Salmo 44)
R/. De pie a tu derecha está la reina enjoyada con oro.
Escucha, hija, mira: inclina el oído,
olvida tu pueblo y la casa paterna.
Prendado está el rey de tu belleza;
póstrate ante él, que él es tu señor.
Las traen entre alegría y algazara,
van entrando en el palacio real.
Primera Carta de san Pablo a los Corintios (1Cor 15,20-26)
“Hermanos:
Cristo ha resucitado, primicia de todos los que han muerto.
Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección.
Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Pero cada uno en su puesto: primero Cristo como primicia; después, cuando él vuelva, todos los cristianos; después los últimos, cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino, una vez aniquilado todo principado, poder y fuerza.
Cristo tiene que reinar hasta que Dios “haga de sus enemigos estrado de sus ´pies´. Porque dice la Escritura: ´Dios ha sometido todo bajo sus pies´”.
Aleluya
Aleluya, aleluya.
“Hoy es la Asunción de María: se alegra el ejército de los ángeles”.
Aleluya.
Evangelio de san Lucas (Lc 1,39-56)
“En aquellos días, María se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
En cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel del Espíritu Santo y dijo a voz en grito:
– ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!
¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. ¡Dichosa tú, que has creído! , porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.
María dijo:
– Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,
porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo.
Y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación.
El hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes;
a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia
–como lo había prometido a nuestros padres–,
en favor de Abrahán y su descendencia para siempre.
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.”
Reflexión
El día 1º de noviembre de 1950, fiesta de todos los santos durante el Año Santo que entonces se celebraba, el Papa Pío XII, proclamó el dogma de la asunción corporal a los cielos de la bienaventurada Virgen María, Madre de Cristo, Madre del Verbo de Dios Encarnado y, por tanto, Madre de Dios, y para nosotros Madre de la Iglesia, Madre nuestra y Madre, como una nueva Eva, de toda la Humanidad, en orden a su salvación.
Esta Fiesta de la Asunción de María a los cielos que estamos celebrando en este domingo 14 de agosto, los cristianos de Oriente la llaman «La dormición de María”. La Virgen al acabar su vida mortal se «durmió» en el Señor, siendo glorificada en cuerpo y alma.
De la misma forma que la historia de Jesús estaría incompleta sin la Resurrección (más aun esa historia empieza precisamente por el anuncio de que el sepulcro de Cristo está vacío), la de María culmina y adquiere todo su sentido en el acontecimiento de la Asunción. Es lo que celebramos en la Iglesia Católica, cada 15 de agosto: la glorificación de la Virgen al término de su vida mortal.
Si María hizo la peregrinación de la fe durante toda su vida, siguiendo los pasos de Jesús, compartiendo con Él el sufrimiento de la cruz, también debió seguirle en la resurrección y en la victoria sobre la muerte. Si Dios decidió hacer inmaculada y llena de gracia a la Madre de su Hijo, también debió concederle el privilegio de no pasar por la corrupción del sepulcro. Si ella no conoció el pecado y si supo ser completamente fiel a Dios, tampoco debió conocer la consecuencia principal del pecado, que es la muerte y la disolución del cuerpo.
María es la única criatura humana, después del Señor Hijo suyo, Jesús, que entró en el Paraíso, con alma y cuerpo, al final de su vida terrena. Esta realidad excepcional nos invita a hacer esta breve meditación, que deberá alimentar y enriquecer constantemente nuestra devoción a la Sma. Virgen María, es decir, a su particularísima relación con Cristo, relación que ha supuesto una cadena gloriosa de gracias muy singulares, conferidas a la humilde esclava del Señor (cfr. Lc 1,38; 1,48), gracias dispuestas en escala ascendente que muestran una intención divina orientada a modelar en María el «tipo» de una Humanidad nueva, predestinada a una salvación trascendente (cfr. L.G. cap. VIII), comenzando por las dos concepciones milagrosas, de las que María es, en una doble vertiente, protagonista; Inmaculada Concepción, que la distingue de todo el género humano que nace con una triste herencia del pecado de Adán, del que María es preservada milagrosamente; y la misteriosa y virginal concepción de Cristo en el seno de María, por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35); y si el pecado es causa de la muerte (Rm 5,13), de la que el hombre, según la idea primitiva de Dios, debía estar exento, he aquí que la inocencia, restablecido en la bendita entre todas las mujeres, constituye un primer título para la inmortalidad, incluso física, de la Virgen.
Posteriormente, el gran misterio de la Encarnación, es decir, de la maternidad inefable y humana por la que María se convierte en Madre de Jesucristo, que es Dios, es tan connatural para Ella, que ya llega a ser definida «Virgen Madre, hija de su Hijo» (al decir de Dante Alighieri en su obra la Divina Comedia, el primer verso del último canto del Paraíso); nuevo y máximo título que inserta a María en el plan de la Redención y en tan gran medida, que la volveremos a encontrar en el Calvario (cfr. Lc 2,35; Jn 19,26-27), y posteriormente en el Cenáculo el día de Pentecostés.
María, iluminada por el Espíritu profético, en el canto del «Magnificat», previó y proclamó: «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). Ella ha subido a lo alto de los cielos y hoy la llamamos “Reina del Cielo”.
Por otra parte, la Asunción de María, manifiesta la luz de Cristo que, desde la esfera escatológica, nos habla de la vida futura, que nos espera también después de la muerte.
Para quienes carecen de nuestra fe, la muerte produce, desgraciadamente, la inconsolable ilusión de que la existencia corporal es todo para ellos y termina en la amargura y en el sin sentido de la existencia, en vez de ser estimulada a la posesión de bienes eternos: ¡la verdad, la perfección, el amor, la vida! Para quienes creemos, una voz nos parece oír en las profundidades de nuestro corazón que repite el mensaje de la revelación: «¿Dónde está, oh muerte!, tu victoria?» (1Cor 15,55). Es la trompeta de la resurrección: «He aquí que os comunico un misterio; todos nosotros resucitaremos verdaderamente (1Cor 15,51). La ágil, triunfal y santísima figura de María viva, resucitada, se nos aparece en el esplendor de su Asunción; Ella es la primicia anticipada de nuestra futura resurrección, esperanza y garantía de nuestro verdadero y real destino.
La luz es tan virginal, dulce y cándida, tan perfumada de bondad maternal, tan penetrante de nuestra escena temporal y humana, que puede incrementar el grado mismo de valor de la vida presente, reconstruida en el orden que se resuelve en el gozo prometido de la vida eterna, pero desde ahora para nosotros feliz por un don que justamente María asunta nos ofrece, llevada por las manos de Cristo; el don de la esperanza.
¡Oh María, de nuestra esperanza, en ti confío!