Predicación de San Juan Bautista (c.1665), de Mattia Preti

Llamado también el Bautista o Juan el Bautista, es el precursor de nuestro Señor Jesucristo.

El Evangelio de San Lucas inicia su narración precisamente con el nacimiento de San Juan Bautista y las circunstancias maravillosas que lo precedieron. Isabel, estéril y muy anciana, vio cumplirse sus deseos de descendencia al anunciar el ángel Gabriel a Zacarías, su esposo, que Isabel le daría un hijo, al que habría de llamar Juan.

Cuando, después de la Anunciación, la Virgen María fue a visitar a su parienta Isabel, “el niño saltó de gozo en el seno de Isabel” e iluminada por el Espíritu Santo, exclamó: “¿Y de dónde a mí esto: que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1:41-44). Todas estas circunstancias realzan el papel que se atribuye a San Juan Bautista como prefiguración de Jesucristo y anunciador de su venida.

Ya en su juventud, las inquietudes religiosas y espirituales de Juan, según parece, lo llevarían a liderar una secta judía emparentada con los esenios. De reglas muy estrictas, los esenios eran una de las muchas sectas y comunidades monásticas judaicas de la época (como las de los saduceos, fariseos y celotes) que esperaban la llegada de un Mesías. Entre los esenios había un grupo, llamado de los bautistas, que daba gran importancia al rito bautismal. Gracias a los evangelios se conoce la historia del grupo liderado por Juan Bautista, que llevaba una vida ascética en el desierto de Judá, rodeado por sus discípulos.

Juan Bautista fue el cumplidor de una profecía de Isaías. Hacia el año 28, el Bautista comenzó a ser conocido públicamente como profeta; su actividad se desarrolló en el bajo valle del río Jordán, donde predicaba la “buena nueva” y administraba el bautismo en las aguas del río. En sus predicaciones, que tuvieron gran acogida por parte del pueblo, exhortaba a la penitencia, basándose en las exigencias de los antiguos profetas bíblicos.

Juan administró el bautismo a numerosos judíos, a quienes pretendía purificar y preparar para la inminente llegada del Mesías; la penitencia que predicaba no debía ser meramente formal y externa, sino que conllevaba un auténtico cambio en la forma de vivir y de actuar. Poco después de la iniciación de su ministerio, Jesús de Nazaret recibió el bautismo de manos de Juan, pese a que el Bautista no quería hacerlo aduciendo que “soy yo quien debería ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?” (Mt 3:14). Este bautismo “con agua” es distinto del bautismo realizado por Jesús “en Espíritu Santo” (Hch 1:5).

Tras el pasaje del bautismo de Cristo en el río Jordán, se narra la muerte de Juan Bautista. El tono mesiánico del mensaje de Juan el Bautista causó mucha inquietud en las autoridades de Jerusalén, y Juan fue encarcelado por Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, cuyas inmoralidades el mismo Juan había denunciado.

Según los evangelios sinópticos, Herodes, en efecto, había apresado a Juan, lo había encadenado y lo había metido en la cárcel a causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, porque Juan le decía que no le era lícito tenerla por esposa. Y aunque quería matarlo, tenía miedo del pueblo porque lo consideraban un profeta. El día del cumpleaños de Herodes salió a bailar Salomé, la hija de Herodías, y le gustó tanto a Herodes, que juró en presencia de todos los invitados darle cualquier cosa que pidiese. Ella, instigada por su madre, dijo: Dame aquí, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista. El rey se entristeció, pero por el juramento hecho y por los comensales ordenó dársela. Y mandó decapitar a Juan en la cárcel. Trajeron su cabeza en una bandeja y se la dieron a la muchacha, que la entregó a su madre (cfr. Mt 14:1-12, Mc 6:14-29 y Lc 9:7-9). Acudieron luego sus discípulos, tomaron el cuerpo muerto, lo enterraron y fueron a dar la noticia a Jesús.

La arbitrariedad de esta acción la evoca asimismo Flavio Josefo cuando dice que Herodes, temeroso de que la autoridad del Bautista «indujera a sus súbditos a rebelarse, pues el pueblo parecía dispuesto a seguir sus consejos, consideró más seguro (…) quitarlo de en medio; de lo contrario, quizás tendría que arrepentirse más tarde, si se produjera alguna conjuración. Así que, por estas sospechas de Herodes, fue encarcelado y enviado a la fortaleza de Maqueronte». Por eso también, cuando Herodes fue aplastado por el rey de los nabateos, «los judíos creyeron que fue en venganza de su muerte [de Juan Bautista] por lo que fue derrotado Herodes, ya que Dios quería castigarlo.

Más adelante, cuando Herodes Antipas, escuchó las historias de Jesús, pensó que Juan el Bautista había resucitado de los muertos.

Como fuente no bíblica, el historiador judío Josefo también relata que Herodes mandó encarcelar y matar a Juan, afirmando, sin embargo, que la verdadera razón que tuvo Herodes para hacerlo fue «la gran influencia que Juan tenía sobre el pueblo», que podría persuadir a Juan «a levantar una rebelión (pues parecían dispuestos a hacer cualquier cosa que él aconsejara)». Josefo afirma además que muchos de los judíos creían que el desastre militar que más tarde cayó sobre Herodes era el castigo de Dios por su comportamiento injusto hacia Juan.

Así pues, como afirmara el teólogo católico alemán, Friedrich Justus Knecht, San Juan Bautista murió mártir de su vocación. Habiendo sido llamado por Dios para ser predicador de la penitencia, le representó el pecado de Herodes y le recordó la ley de Dios. Por este motivo murió violentamente a la edad de treinta y dos años. A él se aplica la octava bienaventuranza: «Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia». La Iglesia le honra como a un gran Santo, y el 24 de junio celebra su natividad, porque nació sin pecado original.