Píldora de Meditación 559

La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro origen. Es espiritual.

Se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacío mal definido.

Esta situación no debería impedirnos hablar de la alegría, esperar la alegría, conocer la alegría, escuchar su canto… compartimos profundamente la pena de aquellos sobre quienes la miseria y los sufrimientos de toda clase arrojan un velo de tristeza… los que se encuentran sin recursos, sin ayuda, sin amistad, que ven sus esperanzas humanas desvanecidas. Ellos deberían estar presentes más que nunca en este tiempo en nuestras oraciones y en nuestro afecto.

Es necesario un esfuerzo paciente para aprender a gustar simplemente las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro camino: la alegría exaltante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado; la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de estas como Cristo ha anunciado el Reino de los Cielos.

Es el hombre -varón y mujer-, en su alma, el que se encuentra sin recursos para asumir los sufrimientos y las miserias de nuestro tiempo.

La alegría es siempre imperfecta, frágil, quebradiza… más allá de todos los placeres transitorios, la verdadera felicidad, incluye también la certeza de que no hay dicha perfecta.

El frío y las tinieblas están en primer lugar en el corazón del ser humano que siente la tristeza.

Se puede hablar aquí de la tristeza de los no creyentes, cuando el espíritu humano, creado a imagen y semejanza de Dios, y por tanto orientado instintivamente hacia él como hacia su Bien supremo y único, queda sin conocerlo claramente, sin amarlo, y por tanto sin experimentar la alegría que aporta el conocimiento de Dios (“nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en Ti” -Agustín-)… El varón y la mujer pueden verdaderamente entrar en la alegría acercándose a Dios y apartándose del pecado.

El hombre experimenta la alegría cuando se halla en armonía con la naturaleza y sobre todo la experimenta en el encuentro, la participación y la comunión con los demás. Con mayor razón conoce la alegría y felicidad espirituales cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e inmutable.

(Cfr. S.S. Pablo VI, Exh. Apost. Gaudete in Domino, sobre la alegría cristiana)

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