(XIII° Dom. Ord. A 2023)

Segundo Libro de los Reyes (2R 4,8-11. 14-16ª)

“Un día pasaba Eliseo por Sunem y una mujer rica lo invitó con insistencia a comer. Y siempre que pasaba por allí iba a comer a su casa. Ella dijo a su marido:

–  Me consta que ese hombre de Dios es un santo; con frecuencia pasa por nuestra casa. Vamos a prepararle una habitación pequeña, cerrada, en el piso superior; le ponemos allí una cama, una mesa, una silla y un candil y así cuando venga a visitarnos se quedará aquí.

Un día llegó allí, entró en la habitación y se acostó. Dijo a su criado Guiezi:

– ¿Qué podemos hacer por ella?

Contestó Guiezi:

–  No tiene hijos y su marido ya es viejo.

Él le dijo:

–  Llama a la Sunamita.

La llamó y ella se presentó a él.

Eliseo dijo:

–  El año que viene, por estas mismas fechas abrazarás a un hijo.”

Salmo Responsorial (Salmo 88)

R/. Cantaré eternamente las misericordias del Señor.

Cantaré eternamente las misericordias del Señor,
anunciaré tu fidelidad por todas las edades.
Porque dije: “Tu misericordia es un edificio eterno,
más que el cielo has afianzado tu fidelidad.”

Dichoso el pueblo que sabe aclamarte:
caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro,
tu nombre es su gozo cada día,
tu justicia es su orgullo.

Porque tú eres su honor y su fuerza,
y con tu favor realzas nuestro poder.
Porque el Señor es nuestro escudo,
y el santo de Israel nuestro rey.

Carta de san Pablo a los Romanos (Rm 6,3-4. 8-11)

“Hermanos: Los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a su muerte.

Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva.

Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre, y su vivir es un vivir para Dios.

Lo mismo ustedes considérense muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús.”

Aleluya

Aleluya, aleluya.

“Ustedes son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, para proclamar las hazañas del que les llamó a salir de las tinieblas y a entrar en su luz maravillosa.”

Aleluya.

Evangelio de san Mateo (Mt 10,37-42)

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles:

–  El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que los recibe a ustedes, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado. El que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, se lo aseguro.”

Reflexión

La fe es una opción radical. La llamada de la fe se resume en una sola palabra: «Sígueme». La respuesta es sin condiciones. Ni el enterrar a los muertos, ni el querer a los padres, ni otras ataduras, deben impedir la opción de la fe. En esta opción, uno se juega la vida. Pero sepamos apostar bien, porque, en la fe, “el que pierde por Cristo la vida es el que la gana”.

El precepto del Señor que nos presenta san Mateo en su evangelio, parece duro y gravoso; pero no lo es, ya que el mismo Señor nos ayuda a cumplirlo. Él ha dicho: «Mi yugo es suave y mi carga ligera». El Amor hace que sea leve lo que de duro tiene este precepto.

Para ser discípulo de Jesús, para «ser digno de Él» hay que amarle. Sólo su Amor explica la renuncia a la familia y la aceptación de la cruz incluso hasta el sacrificio como los mártires.

«Tomar la cruz y seguir al Señor, seguir sus pasos”, no es otra cosa que soportar con Amor y Fe todos aquellos padecimientos que se nos van presentando en nuestro andar diario en la fe: hallaremos muchos contradictores, muchos que querrán impedirnos el seguimiento de Cristo y disuadirnos de la verdad del Evangelio, y ello entre los mismos que parecen acompañar a Cristo. Recordemos cómo con Cristo iban aquellas personas que querían hacer callar a los ciegos. Si queremos seguir al Señor, la cruz serán las amenazas, las seducciones, los obstáculos de cualquier clase. Para cuando se presenten estas situaciones el consejo del Señor es: soporta, aguanta, mantente siempre firme en la fe y… “quien persevere hasta el final, se salvará”.

El discípulo y enviado de Jesús tiene la misión de representarle realmente ante los hombres de toda clase y condición. Así como existe una comunión del Padre con Cristo así también se ha de dar la comunión de Cristo con el enviado. La recompensa llegará a su tiempo hasta para el gesto amable más sencillo con los enviados de Jesús, que se presentan indefensos, carentes de poder y «pequeños» ante el mundo (cfr. Lc 12,32).

Seguir a Jesús es seguirle con la cruz a cuestas. Este seguimiento puede tener múltiples formas: persecución, angustia, desprecio, calumnia, dolor, pobreza, desolación, tristeza, soledad, desprecio, enfermedad, desatención, sufrimiento y muerte en sus más diversas formas.

Estas palabras están destinadas a todos y cada uno de los cristianos en el lugar en que se encuentren y en la tarea o función que desempeñen: Los esposos como esposos, los solteros como solteros, los religiosos como religiosos, los presbíteros como presbíteros, los padres como padres, los hijos como hijos…

Hoy, “la palabra de Dios” nos pide que dejemos atrás o que nos despojemos de cosas que, aunque son buenas, no son necesarias para entrar en el Reino de Dios. Pero, en ocasiones no nos sentimos interpelados por esta palabra y no hacemos caso.

Si tú no te sientes obligado por lo que Cristo ha sufrido y hecho por ti, compadécete por lo menos de su pobreza. Si no quieres compadecerte de la pobreza, déjate doblegar por la enfermedad o la cárcel; si ni esto te lleva a ser humano, accede al menos por la insignificancia de lo que te pide. Cristo no nos pide nada costoso, sino tan sólo pan, cobijo, unas palabras de consuelo. Si, con todo, permaneces inflexible, que te mueva al menos el premio que nos tiene prometido: el Reino de los cielos. Y si ni esto te toca el corazón, por lo menos, déjate ablandar por tus sentimientos naturales: cuando veas un pobre, un desnudo, un encarcelado, un desplazado por la violencia y la injusticia, un sediento, alguien que nos pide misericordia, piensa en que Cristo sufrió esto mismo en el Calvario por ti, y ahora lo continúa sufriendo en la persona de los pobres. Cristo no nos exige esto como pago de una deuda, sino que nos lo premia como una dádiva y, a cambio de tan poca cosa, nos da el Reino de los cielos. No nos pide cosas imposibles; tan sólo pide pan, vestido, una palabra de consuelo en la necesidad de los hermanos.

Si el hermano está encarcelado, no nos pide que rompamos sus cadenas y le saquemos fuera de la cárcel, sino que vayamos a verle allí donde lo tienen recluido; esto será suficiente para que nos dé el cielo prometido. Aunque Él nos ha librado de pesadas cadenas, el Señor estará contento con que le visitemos en la cárcel.

A través de la cruz encuentra también respuesta la pregunta más oscura de la vida del ser humano: la pregunta por el sentido del sufrimiento y del poder de la muerte.

«Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad» (GS, 22). Pero no se trata de una respuesta que disipe cualquier duda racional, ni de una armonía superior, ni de una solución que deje ventilado todos los problemas. Tampoco debemos refugiarnos en la cruz para buscar en ella un consuelo fácil. El sufrimiento de Dios en la cruz nos obliga a los cristianos a llevar la carga del prójimo y a luchar, siempre que sea humanamente posible, por evitar o disminuir su sufrimiento.

La cruz no es sólo la fórmula abreviada y el símbolo de todo el Evangelio, también es signo auténtico de la vida cristiana.

Te invito a elevar esta súplica a Dios, por quienes cargan la cruz pesada de defensa y testimonio de la fe en Jesucristo nuestro Salvador.

¡Dios y Señor mío!
Dios de la misericordia y del perdón,
que no quieres la muerte del pecador, sino que viva:
cuando se acerque el momento de nuestra muerte
ábranos el corazón a la promesa de Cristo que venció la muerte.
Que la muerte violenta de las víctimas de la guerra, de la opresión y del odio,
unida a la de Cristo en la cruz, nos libre del egoísmo.
Y que la participación en el misterio del Cuerpo y de la Sangre de tu Hijo
nos haga partícipes de su vida sin fin.
Te lo pedimos por el mismo Jesucristo, tu Hijo y Señor nuestro.
Amén.