(XXXII° Dom. Ord. B 2024)

Libro primero de los Reyes (1Re 17,10-16)

“En aquellos días, Elías se puso en camino hacia Sarepta y al llegar a la puerta de la ciudad encontró allí una viuda que recogía leña. La llamó y le dijo:

– Por favor, tráeme un poco de agua en un jarro para que beba.

Mientras iba a buscarlo le gritó:

– Por favor, tráeme también en la mano un trozo de pan.

Respondió ella:

– Te juro por el Señor tu Dios que no tengo ni pan; me queda sólo un puñado de harina en la orza y un poco de aceite en la alcuza. Ya ves que estaba recogiendo un poco de leña. Voy a hacer un pan para mí y para mi hijo; nos lo comeremos y luego moriremos.

Respondió Elías:

– No temas. Anda, prepáralo como has dicho, pero primero hazme a mí un panecillo y tráemelo; para ti y para tu hijo lo harás después.

Porque así dice el señor Dios de Israel: La orza de harina no se vaciará, la alcuza de aceite no se agotará, hasta el día en que el Señor envíe la lluvia sobre la tierra.

Ella se fue, hizo lo que le había dicho Elías y comieron él, ella y su hijo.

Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías”.

Salmo Responsorial (Salmo145)

R/. Alaba, alma mía, al Señor.

Alaba, alma mía, al Señor.
Que mantiene su fidelidad perpetuamente,
que hace justicia a los oprimidos,
que da pan a los hambrientos.

El Señor liberta a los cautivos,
el Señor abre los ojos al ciego.
El Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos,
el Señor guarda a los peregrinos.

El Señor sustenta al huérfano y a la viuda
y transforma el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tú Dios, Sión, de edad en edad.

Carta a los Hebreos (Hb 9,24-28)

“Cristo ha entrado no en un santuario construido por hombres, imagen del auténtico, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros.

Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces como el sumo sacerdote que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena; si hubiese sido así, Cristo tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo–, de hecho, él se ha manifestado una sola vez, en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.

El destino de los hombres es morir una sola vez. Y, después de la muerte, el juicio.

De la misma manera Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos.

La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar definitivamente a los que le esperan”.

Aleluya

Aleluya, aleluya.

“Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos.”

Aleluya.

Evangelio de san Marcos (Mc 12,38-44)

“En aquel tiempo, enseñaba Jesús a la multitud y les decía:

– ¡Cuidado con los letrados! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas con el pretexto de largos rezos. Ésos recibirán una sentencia más rigurosa.

Estando Jesús sentado enfrente del cepillo del templo, observaba a la gente que iba echando dinero: muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales. Llamando a sus discípulos les dijo:

– Les aseguro que esa pobre viuda ha echado en el cepillo más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”.

Reflexión

La sociedad actual vive momentos difíciles, mientras cae de bruces a un abismo sin fondo carente de valores sólidos. Esta situación exige de nosotros los cristianos, vivir realmente el Evangelio; lo que supone una auténtica conversión, que implica la restitución de la primacía y del protagonismo de los pobres y violentados en sus derechos, los pisoteados y oprimidos, los desposeídos y desplazados, los que carecen de voz para pronunciarse, los débiles e indefensos, los que no cuentan para nada bueno dentro de la sociedad.

Esto fue lo que realizó el Señor en el templo de Jerusalén y nos lo recuerda el evangelio de san Marcos de este domingo, al elogiar delante de sus discípulos la actitud de una pobre viuda carente de lo fundamental para vivir, sentado delante del tesoro donde se recogía las limosnas que daban las personas. El Señor compara el comportamiento de los ricos y el comportamiento de los pobres. Jesús elogia a la pobre viuda porque ella sabe compartir más y mejor que todos los ricos. La persona pobre, tú y yo lo sabemos, es mucho más generosa y solidaria con el necesitado, que quien posee más recursos.

Jesús critica a los doctores de la ley y llama la atención a los discípulos sobre el comportamiento hipócrita y aprovechado de algunos de ellos (cfr. Mc 12,38-40). “Doctores” o Escribas eran aquellas personas que enseñaban a la gente la Ley de Dios únicamente de palabra, porque el testimonio de sus vidas mostraba lo contrario. Sólo les interesaba tener el reconocimiento humano y aparentaban ser gente importante, usando sus conocimientos y profesión como medio para subir la escala social y enriquecerse aprovechándose de los más pobres; les gustaba entrar en las casas de las viudas y recitar largas oraciones a cambio de dinero. El sentido de servicio y solidaridad con el necesitado no pasaba por su mente. Por esto, Jesús termina diciendo: “¡Esta gente recibirá un juicio severo!”

Como anotábamos antes, Jesús y los discípulos, sentados ante el tesoro del Templo, observaban a las personas que daban sus limosnas. Mientras los pobres echaban pocos centavos, los ricos arrojaban monedas de gran valor. Todos aportaban algo para el mantenimiento del culto, para sostener a los sacerdotes y para la conservación del templo mismo. Una pequeña parte de este dinero era usado para ayudar a los pobres -los pobres más necesitados eran los huérfanos y las viudas-, quienes no poseían nada y dependían de la caridad de los otros. Sin embargo, a pesar de no tener nada, se esforzaban para compartir con los otros lo poco que tenían. Este es el caso de la viuda muy pobre que deposita su limosna en el tesoro del templo. ¡Sólo unos céntimos! (cfr. Mc 12,41-42).

Este pequeño episodio presenta un profundo contraste con el precedente reproche a la piedad aparente de los escribas. La pobre viuda con su espíritu de sacrificio y su adoración práctica de Dios avergüenza a la gente de largas oraciones y de palabras altisonantes.

Jesús como los discípulos, que observan a la gente echando su limosna en el cepillo del templo, se preguntan: ¿Qué vale más: los dos céntimos de la pobre viuda o los miles de monedas de los ricos? Para los discípulos, los miles de monedas de los ricos eran mucho más útiles para hacer caridad, que los dos céntimos de la viuda. Ellos pensaban que el problema de la gente se podría resolver con mucho dinero. Cuando la multiplicación de los panes, ellos habían dicho a Jesús: “Señor, ¿qué quieres que compremos con doscientos denarios para dar de comer a tanta gente?” (Mc 6,37). Para aquéllos que piensan así, los dos céntimos de la viuda no servían para nada. Pero Jesús les muestra la voluntad de Dios, y les dice: “Esta viuda ha echado en el tesoro más que todos los otros”. Jesús tiene criterios distintos. Llamando la atención de los discípulos sobre el gesto de la viuda, enseña dónde ellos y nosotros debemos buscar lo que Dios quiere, a saber, en el compartir, el ser solidarios de verdad con el más necesitado.

La enseñanza que Jesús imparte a los discípulos, y con ellos a la comunidad posterior y a nosotros, es clara: la verdadera piedad es una entrega a Dios, un ponerse por completo a su disposición. Esta mujer no dio de lo superfluo, sino de su misma pobreza y de lo que le era necesario. Todo lo que tenía, tal vez -según la expresión griega- lo que necesitaba aquel día para su sustento, lo da sin reservas. Las dos moneditas judías más pequeñas indican que aún podía haberse quedado con algo, pero de hecho lo entregó todo a Dios y con ello a sí misma. Una persona así no puede dejar de mirar por las otras personas indigentes y, si es necesario, comparte con ellas hasta el último bocado de comida.

La pobre viuda ama a Dios “con todas sus fuerzas”, según la interpretación judía, es decir con todos sus bienes y posesiones terrenas. Esta es la gran lección que nos deja el Señor en este domingo.

Frente a la vanidad, la hipocresía y la codicia de los fariseos, Jesús quiere enseñarnos, como a sus discípulos, el valor grande de hacer las cosas desde el corazón. La gente sencilla, la gente que es consciente de su pertenencia y su confianza en Dios como el modo de llegar a la felicidad, empieza a comprender que sólo Dios basta en la vida y que se entrega todos los días a cada uno.

Si hoy compartiésemos nuestros bienes, que Dios ha puesto en el Universo a disposición de la humanidad, no habría ni pobres, ni hambre, ni miseria. Habría suficiente para todos y sobraría también para muchos otros.

La tendencia a la acumulación que es permanente y fuerte en la humanidad y que ha dado origen a los grandes imperios de la historia, está en el corazón de los reinos humanos, como lo podemos palpar en varios países de nuestra región. Ante esta realidad que cierra toda entrada al Reino de Dios, Jesús muestra el camino que nos lleva a Dios: la conversión. Por esto le dice al joven rico: “Ve, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres” (Mc 10,21); “Vende lo que tienes y dalo en limosnas; haz bolsas que no envejecen, y tendrás un tesoro en los cielos, donde los ladrones no llegan y no lo consume el moho -y añade una razón a esta exigencia- “porque donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Lc 12,33-34; Mt 6,9-20).

Si observamos con cuidado, la práctica del compartir, de la limosna y de la solidaridad, es una de las características que el Espíritu Santo ha comunicado en Pentecostés (Hch 2,1-13) y quiere que en las comunidades se realice. El resultado de la efusión del Espíritu es precisamente esto: “Ninguno entre ellos pasaba necesidad, porque cuantos poseían haciendas o casas las vendían, llevaban el dinero de todo lo vendido y lo dejaban a los pies de los apóstoles” (Hch 4,34-35ª; 2,44-45). Estas limosnas recibidas por los apóstoles no se acumulaban, “se distribuía a cada uno según su necesidad” (Hch 4,35b; 2,45).

El llamado del Señor está dirigido a dar la propia vida, a ofrecer lo que somos y lo que tenemos con miras al bienestar y a la felicidad de todos: no es lo que nos sobra, es lo que necesitamos para vivir lo que tenemos que ofrecer a los otros.

Poner a disposición de los demás todo lo que uno tiene para vivir equivale a entregarse. Esto nos hace valiosos a los ojos del Padre Dios.