-Conmemoración de todos los fieles difuntos-
(Rm 6,3-9; Sal 114: 1Jn 3,14-16; Mt 25,31-46)
En estos días del mes de noviembre mucha gente visita los cementerios, llevan flores a las tumbas, recuerdan a sus muertos con cariño y, si son creyentes, rezan por ellos. Tenemos conciencia de que nuestros familiares difuntos han ocupado un lugar importante en nuestra vida y muchas de las cosas que usamos aún están cargadas de su recuerdo y su presencia. Es que queda aún muy vivo el recuerdo y el cariño de ellos. Muchas cosas nos siguen vinculando a nuestros familiares difuntos. Para nosotros no están muertos del todo. Pero, además, los cristianos sabemos por la fe que nuestros muertos viven en el Dios de la Vida. Y por eso hacemos oración por ellos. En las tumbas de los “cementerios” y “cenizarios” queda lo que siempre hemos llamado «los restos mortales» o las “cenizas”. Recordemos, para quienes tienen poca fe, que nuestros muertos no están en los cementerios, sino que allí están sólo sus restos mortales, seguramente restos cargados de significación para nosotros, pero sólo restos y cenizas.
Ante la muerte, el enigma de la condición humana alcanza su culmen. El hombre no solo es atormentado por el dolor y la progresiva disolución del cuerpo, sino también, y aun mas, por el temor de la extinción perpetua. Juzga certeramente por instinto de su corazón cuando aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición definitiva de su persona. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia, se revela contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica, aunque muy útiles, no pueden calmar esta ansiedad humana; la prolongación de la longevidad biológica no puede satisfacer ese deseo de vida ulterior que ineluctablemente está arraigado en su corazón (GS, 18,1).
Por eso la religión cristiana no celebra el culto a la muerte sino a la vida. Todo el conjunto de la liturgia de hoy nos habla de la Resurrección y Vida; la referencia omnipresente es la Resurrección de Cristo, de la que participa el cristiano por la fe y los sacramentos. A la luz de la Resurrección del Señor el cristiano sabe y vivencia, desde ahora, que la muerte física, inevitable, no es el final del camino sino la puerta que se nos abre a la liberación definitiva con Cristo resucitado.
Además, por la fe, estamos convencidos que la muerte no es algo definitivo ni para siempre. No es dejar de existir para caer en la nada. La muerte es el paso a una nueva forma de vivir con el Señor. Sabemos que nuestros muertos están en las manos de Dios. Ese es su sitio y su premio, su fiesta y su descanso. Esto nos proporciona una gran confianza y mitiga en los creyentes la amargura por la separación que produce la muerte.
Para los primeros cristianos la muerte era como entrar en un sueño del que nos despertaríamos en las manos de Dios. Cementerio significa dormitorio, sitio de descanso y de espera hasta «despertar» para la Vida. Aún en nuestras oraciones hablamos de nuestros seres queridos difuntos como de los que «duermen ya el sueño de la paz» o de los que «durmieron con la esperanza de la Resurrección» o de los que «se durmieron en el Señor». Sabemos que al final de esta historia nuestra nos espera Dios, nuestro Padre, que prepara para nosotros una fiesta hermosa, un gran banquete, un paraíso o una casa grande donde todos tenemos un sitio a su lado.
¿Por qué creemos estas cosas tan consoladoras? No es engaño bienintencionado para poder soportar la dureza de la muerte sin caer en la desesperación y en la amargura. En nosotros resuenan las palabras de Jesús agonizante que decía: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». Su vida no terminaba en el último suspiro desde la cruz. Muchas veces, en las misas de difuntos hemos leído estas palabras de Jesús. «No pierdan la calma: crean en Dios y crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias. Voy a prepararles un sitio. Luego volveré y los llevaré conmigo para que donde yo esté, estén también ustedes». Parece que Jesús quería enseñarnos que nuestra fe confiada en Dios era el remedio contra la turbación y la angustia del corazón. Venía a decirnos: No me voy a separar de ustedes para siempre. Viviremos juntos. En la casa de mi Padre hay sitio para todos. Cuando nos hablaba de la otra vida siempre la comparaba con cosas hermosas. Decía que era como una fiesta, como un banquete o como un paraíso. Por eso, nosotros pensamos que nuestra vida es como un caminar hacia la vida, hacia el descanso y la alegría con Dios. Nosotros no desesperamos como los seres sin esperanza. Celebramos que nuestros difuntos ya saborean el Amor inmenso de Dios y a esa fiesta también nosotros estamos llamados.