(XV° Dom. Ord. B 2024)
Libro del profeta Amós (Am 7,12-15)
“En aquellos días, dijo Amasías, sacerdote de Betel, a Amós:
– Vidente, vete y refúgiate en tierra de Judá: come allí tu pan y profetiza allí. No vuelvas a profetizar en “casa de Dios”, porque es el santuario real, el templo del país.
Respondió Amós:
– No soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de higos.
El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo de Israel.”
Salmo Responsorial (Salmo 84)
R/. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Voy a escuchar lo que dice el Señor:
“Dios anuncia la paz a su pueblo y a sus amigos.”
La salvación está ya cerca de sus fieles
y la gloria habitará en nuestra tierra.
La misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se besan;
la fidelidad brota de la tierra
y la justicia mira desde el cielo.
El Señor nos dará la lluvia,
y nuestra tierra dará su fruto.
La justicia marchará ante él,
la salvación seguirá sus pasos.
Carta de san Pablo a los Efesios (Ef 1,3-14)
“Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la Persona de Cristo –antes de crear el mundo– para que fuésemos consagrados e irreprochables ante él por el amor.
Él nos ha destinado en la Persona de Cristo –antes de crear el mundo, por pura iniciativa suya– a ser sus hijos, para que la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en su querido Hijo, redunde en alabanza suya.
Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención, el perdón de los pecados. El tesoro de su gracia, sabiduría y prudencia ha sido un derroche para con nosotros, dándonos a conocer el Misterio de su Voluntad. Éste es el plan que había proyectado realizar por Cristo, cuando llegase el momento culminante: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra.
[Con Cristo hemos heredado también nosotros. A esto estábamos destinados por decisión del que hace todo según su voluntad. Y así, nosotros, los que ya esperamos en Cristo, seremos alabanza de su gloria, Y también vosotros –que habéis escuchado la verdad, la extraordinaria noticia de que habéis sido salvados, y habéis creído– habéis sido marcados por Cristo con el espíritu Santo prometido, el cual –mientras llega la redención completa del pueblo, propiedad de Dios– es prenda de nuestra herencia.]”
Aleluya
Aleluya, Aleluya.
“El Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de nuestro corazón, para conocer cuál es la esperanza a la que nos llama.”
Aleluya.
Evangelio de san Marcos (Mc 6,7-13)
“En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto.
Y añadió:
– Quédense en la casa donde entren, hasta que se vayan de aquel sitio.
Y si un lugar no los recibe ni los escucha, al marcharse sacúdanse el polvo de los pies, para probar su culpa.
Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.”
Reflexión
Hoy es el Décimo quinto Domingo del tiempo ordinario. El tema central de la reflexión de hoy es: “la elección y el propósito de Dios para nosotros como sus discípulos.” Esto simplemente apunta a la naturaleza misionera de la iglesia y de nuestro llamamiento como discípulos de Cristo.
Antiguamente, cuando no había teléfono, telégrafo, interné, ningún servicio de correo ni redes, si la gente tenía necesidad de comunicar una noticia a quien estaba lejos, no había otro medio que aprovechar algún viajero amigo que se encargara del llevar el mensaje, salvo los ricos y poderosos, que podían enviar por su cuenta mensajeros que llevaran el sobre, o por medio de gavilanes o palomas mensajeras. Recordemos el emblemático caso del soldado que llevó hasta Atenas la noticia de la victoria de los griegos sobre los persas, en la batalla de Maratón, corriendo los 42 kilómetros de camino, hasta morir exhausto a su llegada. De ahí viene el origen de la famosa carrera pedestre llamada «el maratón».
Dios también envió mensajeros a los hombres, para anunciarles una buena noticia, la victoria de la lucha de la vida contra la muerte. Primero como promesa, mediante los profetas. Después algo ya ocurrido, como nos dice san Pablo en la Carta a los Efesios: «Por este Hijo, por su sangre, hemos recibido la redención».
Desde entonces, el Espíritu Santo continúa enviando mensajeros y mensajeras, con la misión de anunciar a los hombres del mundo entero la Buena Nueva, con el estilo de Jesús: confiados en la providencia, predicando el Evangelio del Reino, curando enfermos y dando testimonio de Amor a los más débiles y necesitados.
Miles de misioneros y misioneras de la Iglesia católica han renunciado a su familia, han dejado su tierra, su profesión, su lengua y su cultura, por anunciar a Jesucristo en las iglesias jóvenes, generalmente en los países más pobres de la tierra…
El profetismo en el sentido estricto de la palabra no es jamás, en el pueblo de Israel, una institución, como los reyes y el sacerdocio: Israel puede darse un rey, pero no puede darse un profeta; éste es un don de Dios, objeto de una promesa asumida libremente. Se llega a ser profeta por una especial llamada e iniciativa divina, no por designación o consagración de los hombres.
El profeta no es un asalariado o empleado. El viento sopla donde quiere, y ningún obstáculo humano puede bloquear su acción… El profeta Amós no es un profeta asalariado del rey, o un «capellán de la corte». Él ha sido escogido por Dios y de ahí su libertad; su único límite es la verdad, la fidelidad a Dios que le ha escogido para una misión específica.
El profeta tiene una vocación especial; mejor aún una misión, que lo pone en una situación especial que no encuentra analogía con otras profesiones humanas. Se trata de un hombre aparentemente arrancado de su mundo y de sí mismo y disponible para anunciar una palabra que no es suya sino de Dios.
Quien anuncia el Evangelio, no debe tener nada que lo aprisione; debe ser ligero y libre, no tanto de bolsa y manto, sino de intereses humanos, de ideologías que defender, de compromisos con los poderes de este mundo. Recuerda, estas cosas no nos permiten ser libres, nos condicionan, limitan nuestro trabajo, hacen surgir los celos, e impiden la credibilidad.
Como la propuesta es de Dios y no de los hombres, el profeta debe liberarse de sí mismo, de no contar con su propia capacidad o espíritu de iniciativa para convertirse en «mensaje», un mensaje que no es otra cosa que la propuesta de un plan cuya iniciativa está solo en Dios.
Tú y yo estamos llamados a colaborar a la construcción de una historia cuyo final es el encuentro con el Padre celestial.
Es importante tener presente que el medio puede corromper el mensaje. ¡Cuántos cristianos a lo largo del curso de la historia se han fiado demasiado en sus medios -capacidades, palabras, intereses particulares, dinero, pactos, organizaciones potentes, grupos diplomáticos, etc.-, sustituyendo lo humano a lo divino, confundiendo la Palabra de Dios y su Reino con los medios, proyectos y estrategias usados!
Un mensaje no se difunde sin mensajeros y el mensajero vive su tiempo. El cristiano, como la Iglesia vive encarnado en este mundo. Él sabe que el mensaje, para que permanezca fiel a Dios, debe ser fiel también al hombre, del cual deberá asumir el lenguaje y la particular longitud de onda que lo haga inteligible.
Como dice la Encíclica Evangelii nuntiandi: «La Iglesia se sentiría culpable frente a su Señor si no adoptase medios potentes, que la inteligencia humana va descubriendo… Todavía el uso de instrumentos de comunicación social para la evangelización presenta un desafío: el mensaje evangélico debería llegar a la multitud de hombres y mujeres, pero con la capacidad de penetrar en la conciencia de cada uno, de depositarse en el corazón de cada uno como si esto fuera lo único, con todo lo que él tiene de más singular y personal… (Encìclica Evangelii nuntiandi, 45).