(Misa de la Cena del Señor A 2023)

Libro del Éxodo (Ex 12,1-8.11-14)

“En aquellos días, dijo el Señor a Moisés y a Aarón en tierra de Egipto:

– Este mes será para ustedes el principal de los meses: será para ustedes el primer mes del año. Dígale a toda la asamblea de Israel: el diez de este mes cada uno procurará un animal para su familia, uno por casa. Si la familia es demasiado pequeña para comérselo, que se junte con el vecino de casa, hasta completar el número de personas; y cada uno comerá su parte hasta terminarlo.

Será un animal sin defecto, macho de un año, cordero o cabrito.

Lo guardarán hasta el catorce del mes y toda la asamblea de Israel lo matará al atardecer. Tomarán la sangre y rociarán las dos jambas y el dintel de la casa donde lo hayan comido.

Esa noche comerán la carne: asada a fuego y comerán panes sin fermentar y verduras amargas.

Y lo comerán así: la cintura ceñida, las sandalias en los pies, un bastón en la mano; y lo comerán a toda prisa, porque es la Pascua, el Paso del Señor.

Yo pasaré esta noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos del país de Egipto, desde los hombres hasta los ganados, y me tomaré justicia de todos los dioses de Egipto. Yo, el Señor.

La sangre será su señal en las casas donde habitan. Cuando yo vea la sangre, pasaré de largo ante ustedes, y no habrá entre ustedes plaga exterminadora, cuando yo hiera al país de Egipto.

Este será un día memorable para ustedes y lo celebrarán como fiesta en honor del Señor, de generación en generación. Decretarán que sea fiesta para siempre.”

Salmo Responsorial (Salmo 115)

R/. El cáliz que bendecimos, es la comunión con la sangre de Cristo.

¿Cómo pagaré al Señor

todo el bien que me ha hecho?

Alzaré la copa de la salvación,

invocando su nombre.

Mucho le cuesta al Señor

la muerte de sus fieles.

Señor, yo soy tu siervo,

hijo de tu esclava;

rompiste mis cadenas.

Te ofreceré un sacrificio de alabanza,

invocando tu nombre, Señor.

Cumpliré al Señor mis votos,

en presencia de todo el pueblo,

Primera Carta de san Pablo a los Corintios (1Cor 11,23-26)

“Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez les he transmitido:

Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo:

“Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía.”

Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo:

“Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; hagan esto, cada vez que lo beban, en memoria mía.”

Por eso, cada vez que coman de este pan y beban del cáliz, proclaman la muerte del Señor, hasta que vuelva.”

Versículo antes del evangelio

“Les doy un mandamiento nuevo: que se amen mutuamente como yo les he amado, dice el Señor.”

Evangelio de san Juan (Jn 13,1-15)

“Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando (ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara) y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarle los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.

Llegó a Simón Pedro y éste le dijo:

– Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?

Jesús le replicó:

– Lo que yo hago, tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.

Pedro le dijo:

– No me lavarás los pies jamás.

Jesús le contestó:

– Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.

Simón Pedro le dijo:

– Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.

Jesús le dijo:

– Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También ustedes están limpios, aunque no todos. (Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: “No todos están limpios”).

Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo:

– ¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman “El Maestro” y “El Señor”, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros: les he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con ustedes, ustedes también lo hagan.”

Reflexión

¡Apreciados hermanos! Nos encontramos de nuevo en el Jueves Santo, día en que Jesús instituyó la Eucaristía y al mismo tiempo nuestro sacerdocio ministerial. Esta es la tarde del Encuentro, del Amor, de la Amistad. Cristo, «habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Como Buen Pastor, dio su vida por sus ovejas (cfr. Jn 10,11), para salvar a los hombres, reconciliados con el Padre e introducirlos en una nueva vida. A los Apóstoles ofreció como alimento su Cuerpo, entregado por ellos, y su Sangre derramada por ellos: y a través de ellos a toda la humanidad, en la que estamos también incluidos nosotros.

Lo que da sentido a la festividad de hoy, es precisamente esta dimensión de Amor que lleva a Jesús a entablar una comunión irrompible con los hombres, a asegurar una presencia amorosa y fecunda hasta el final. Lo que da sentido, es precisamente esa misteriosa experiencia de Amor y de Amistad que hoy vamos buscando desesperadamente porque no la encontramos por ninguna parte y la necesitamos.

En la tarde del Jueves Santo recordamos estos tres misterios: la Eucaristía, el Sacerdocio, el mandamiento nuevo del Amor.

Por esto cada año, éste es un día grande para todos los que se dicen ser cristianos. Como los primeros discípulos, recibimos con fervor y alegría el Cuerpo y la Sangre de Cristo en la Misa que renueva la Cena del Señor. Recibimos del Salvador el Testamento del amor fraterno que deberá inspirar toda nuestra vida cristiana, y empezar así a velar con Él, para unirnos a su Pasión.

Hoy nos acercamos al altar para adorar a Cristo y agradecerle los dones que, con su presencia real y sustancial, ha ido derramando sobre nuestras vidas y familias; nos acercamos con un deseo y una plegaria: que la Eucaristía, perpetuación de la Ultima Cena y del Sacrificio del Calvario en la trayectoria personal y de nuestras familias, sea siempre:

         a. Un sacramento de piedad que nos mantenga fuertes y fieles en la conducta cristiana haciéndonos saborear el gozo de sentirnos hijos de Dios,

         b) que la Eucaristía sea un signo de unidad que nos una cada vez más en Cristo y nos proyecte a convertir en realidad las exigencias del orden civil y moral,

         c) que la Eucaristía sea un vínculo de caridad que fomente la dulce fraternidad, la unión de espíritus y la superación de diferencias.

Los cristianos nos reunimos el Jueves Santo para una conmemoración. Celebramos el memorial del Señor, obedeciendo a su palabra, su Testamento: «Hagan esto en memoria mía» (Lc 22,19; 1Cor 11,25). Todo nuestro espíritu se centra en el recuerdo de Jesús. Nuestra memoria debe centrarse en su presencia, en su palabra. En aquella palabra que Cristo pronunció en el atardecer de la última Cena, y que Él recomendó a nuestro recuerdo. ¿Cuál palabra? Todos lo sabemos muy bien: «tomen y coman: esto es mi Cuerpo; tomen y beban: este es el cáliz de mi sangre».

¿Pero qué cosa significa este modo de recordar al Señor? ¿Cuál es el sentido, cuál el valor de este memorial? ¿De este sacramento de presencia, de este misterio de fe? ¿Cuál es la intención dominante del Señor, que Él quería imprimir en la memoria de los suyos en aquel último encuentro fraterno?

Tenemos que recoger el último tesoro del testamento de Jesús. Todo nos obliga a hacerlo, porque todo en aquella última tarde de su vida temporal es extremamente intencional y dramática. La tensión espiritual casi corta la respiración. El aspecto, la palabra, los gestos, los discursos del Maestro son exuberantes por la sensibilidad y profundidad de quien está próximo a la muerte; Él la siente, Él la ve, Él la experimenta. Dos notas resaltan en esta atmósfera y queda silenciosa en los actos y presagios del Maestro: Amor y muerte.

El lavatorio de los pies, ejemplo impresionante de humilde Amor; el mandato, el mandamiento último y nuevo: ámense como yo los he amado; aquella angustia por la traición, aquella tristeza que se transparenta en sus palabras y actitud; y aquella efusión mística y encantadora de los discursos finales, un corazón que se abre en extrema confidencia. Todo esto se concentra en la acción sacramental del Jueves Santo: ¡Cuerpo y Sangre! Sí, Amor y muerte, en una sola palabra que la resume: “sacrificio”. La muerte es cruenta, una inmolación, una víctima. Y víctima voluntaria, víctima consciente, víctima por Amor. Dada por nosotros. Es la Misa. Es el ejemplo, es la fuente del Amor que se da hasta la muerte.

El mandamiento del Señor es el memorial, es la pasión, es la caridad de Cristo, que vive y expresa su Iglesia, a fin de que nosotros por Él, con Él, en Él y como Él podamos vivir y ofrecernos en sacrificio también por los hermanos, por la salvación del mundo, y un día en Él resurgir.

Hoy es un día grande para los presbíteros. Es su fiesta. Es el día en que nació nuestro sacerdocio ministerial, el cual es participación del único Sacerdocio de Cristo Mediador.

Por todo lo anterior e infinitamente más, la santa Eucaristía debe ocupar el centro de nuestra vida familiar, comunitaria y apostólica. Todas las oraciones, todas las buenas obras juntas, no pueden compararse con la riqueza y valor de la santa Misa, pues, son obras de hombres, mientras que la Santa Misa es obra de Dios. En ella se hace presente todo el Misterio Redentor de nuestro Señor Jesucristo.