En la celebración del “miércoles de ceniza” se recuerda estas palabras del Salmo 50: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu» (Sal 50, 12-13).
«Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás»
«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, (…) no me quites tu santo espíritu». Esta invocación resonará en nuestro corazón cuando, nos acerquemos al altar del Señor para recibir, conforme a una antiquísima tradición, la ceniza sobre nuestra cabeza. Se trata de un gesto de gran significado espiritual, un signo importante de conversión y renovación interior. Es un rito litúrgico sencillo, si se considera en sí mismo, pero muy profundo por el contenido penitencial que entraña: con él la Iglesia recuerda al creyente y pecador su fragilidad frente al mal y, sobre todo, su total dependencia de la majestad infinita de Dios.
El celebrante, al imponer la ceniza sobre la cabeza de los fieles, pronunciará las palabras: «Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás» o «Convertíos y creed el Evangelio».
La existencia terrena desde el inicio está insertada en la perspectiva de la muerte. Nuestros cuerpos son mortales, es decir, están marcados por la ineludible perspectiva de la muerte. Vivimos teniendo ante nosotros esa meta: cada día que pasa nos acerca a ella con una progresión inevitable. Y la muerte encierra en sí algo de aniquilación. Con la muerte parece que todo acaba para nosotros. Y he aquí que, precisamente ante esa triste perspectiva, el hombre, consciente de su pecado, eleva un grito de esperanza hacia el cielo: «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu».
También hoy el creyente, que se siente amenazado por el mal y por la muerte, invoca así a Dios, consciente de que le está reservado un destino de vida eterna. Sabe que no es solamente un cuerpo condenado a la muerte a causa del pecado, sino que tiene también un alma inmortal. Por eso, se dirige a Dios Padre, que tiene el poder de crear de la nada; a Dios Hijo unigénito, que se hizo hombre por nuestra salvación, murió por nosotros y ahora, ya resucitado, vive en la gloria; y a Dios Espíritu inmortal, que llama a la existencia y devuelve la vida.
«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme». La Iglesia entera hace suya esta oración del salmista. Son palabras proféticas, que penetran en el espíritu de todos los creyentes durante este día singular, el primero del itinerario cuaresmal que nos llevará a celebrar la Pascua.
«Convertíos y creed el Evangelio»
Esta invitación, que encontramos al inicio de la predicación de Jesús, nos introduce en el tiempo cuaresmal, tiempo que se ha de dedicar especialmente a la conversión y a la renovación, a la oración, al ayuno y a las obras de caridad. Recordando la experiencia del pueblo elegido, nos disponemos a recorrer nuevamente el mismo camino que Israel siguió a través del desierto hacia la tierra prometida. Llegaremos también nosotros a la meta; después de estas semanas de penitencia, experimentaremos la alegría de la Pascua. Nuestros ojos, purificados por la oración y la penitencia, podrán contemplar con mayor claridad el rostro del Dios vivo, hacia el cual el hombre orienta su peregrinación por los senderos de la existencia terrena.
El Señor misericordioso nos conceda a todos abrir nuestro corazón al don de su gracia, para que podamos participar con nueva madurez en el misterio pascual de Cristo, nuestro único Redentor.