«Recuerda que eres polvo y al polvo volverás» (cfr. Gn 3,19), palabras que hoy se dice al imponer la ceniza sobre la cabeza de los fieles. Todos volveremos al polvo.
También existe otra fórmula litúrgica para la imposición de la ceniza: «¡conviértete y cree en el Evangelio!» (Mc 1,15).
Estas palabras constituyen para nosotros un programa de vida. Son las palabras con la que Jesús comenzó su predicación del “Reino” en Galilea.
Las lecturas de la liturgia de hoy hablan sobre todo de esto. «Vuelvan a mí», proclama el profeta Joel (Jl 2,12). Y el salmista: «Ten piedad de mí, oh Dios, por tu amor… borra mi pecado… Reconozco mi culpa… contra ti solo pequé; crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva dentro de mí un espíritu firme… No me arrojes de tu presencia, no retires de mí tu santo espíritu» (cfr. Sal 50).
«Reconciliémonos, con Dios… Este es el momento favorable, esta es la hora de la salvación» (2Cor 5,21 y 6,2). «Conviértanse y crean en el Evangelio» (Mc 1,15).
“Creer en el Evangelio”, significa aceptar toda la verdad sobre Jesucristo. El apóstol Pablo escribe: «Al que no conoció el pecado, le hizo pecado en lugar nuestro, para que nosotros seamos en él justicia de Dios» (2Cor 5,21). Cristo es nuestra justificación. Es en Él y por medio de Él como se rompe ese dramático nudo que une indisolublemente muerte y pecado.
«El Señor ha hecho recaer sobre él la perversidad de todos nosotros» (Is 53,6) … y Él, Cristo, cargó sobre sí aquel terrible peso, para que seamos en Él justicia de Dios.
Con estos dos imperativos la comunidad cristiana es convocada para acogerse a la acción misericordiosa de Dios y volver a Él. El rito de la imposición de la ceniza puede ser considerado una especie de inscripción, un gesto de ingreso en el estado de penitencia. Una manifestación de esta penitencia es el ayuno y la abstinencia.
Pero si no se cambia el corazón, los ayunos, oración y abstinencias u otras formas de penitencia no sirven para nada.
Para el cristiano el ayuno no es proeza ascética, ni farisaica ostentación de «justicia», sino un signo de la disponibilidad al Señor y a su Palabra. Abstenerse de comida es declarar qué es lo absolutamente necesario en la vida: Dios. Según el pensamiento hebreo, el ayuno, era el medio ideal para encontrar a Dios, en una oración de súplica, de total independencia frente a Él… Ayunando la Iglesia explica la propia vigilancia a la espera del retorno del Esposo (cfr. Mc 2,18-22; Mt 9,14-15; Lc 5,34-35). La verdadera esposa no come antes, sino que espera la llegada de su esposo…
El ayuno se hace por amor a Dios. Un amor que se hace plegaria, pero que reclama la solicitud por el prójimo, la solidaridad con los más pobres, un mayor sentido de justicia (cfr. Is 1,17; Zac 7,5-9).
Hoy más que antes, hay necesidad de renovarnos para poder celebrar verdaderamente la Pascua.
La auténtica Cuaresma, es una «Cuaresma de fraternidad, de solidaridad»; y la participación en la Cena del Señor llega a ser un gesto de pobreza, de arrepentimiento, de esperanza, de anuncio. Quien participa seriamente en la pasión del Señor, sabe que el retorno al Padre ha comenzado, y que en la mortificación de la carne puede florecer el Espíritu de la Resurrección a la vida.
El ayuno es el alma de la oración y la misericordia es la vida del ayuno.
Quien ponga estos signos sabe que el retorno al Padre ha comenzado y que la resurrección y la vida son ya una realidad.