(Meditación del Viernes Santo 2023)
Cuántas veces, queridos hermanos, nos hemos reunido para celebrar el Viernes Santo. Desde pequeños hemos visto la imagen del Señor crucificado, como entrega y donación para reconciliar al mundo con el Padre, para hacer la unidad entre todas las personas, enfrentadas, divididas, separadas… Hoy volvemos a reunirnos muy sencillamente y en familia para orar. No para llorar, no simplemente para recordar, sino para hacer nuestra la Pasión de Jesús, para celebrar con alegría esta donación de Cristo que hace la unidad de los hermanos.
Los sentimientos que deben primar hoy en esta celebración del Viernes Santo son el Amor, la Alegría, la Actualidad.
¡El Amor! lo que da sentido a la Pasión de Jesús y a su muerte, es precisamente su obediencia de Amor al Padre celestial, para el servicio redentor de todos los hombres. Es el Amor al Padre: «Para que sepa el mundo que yo amo al Padre y conforme al mandamiento que me ha dado, así lo hago» (Jn 14,31). Así anunció Jesús su partida para la cruz. La Pasión de Jesús sólo se entiende desde esta profundidad de obediencia amorosa de Jesús al plan del Padre. El Padre lo quiso así.
El Padre nos Ama tanto que no perdonó a su propio hijo y lo llevó a la muerte. Es el Amor de Cristo que nos grita a través de Pablo: «Me amó y se entregó a la muerte por mí» (Gál 2,20). Hoy no permanece en nosotros el rencor, el odio, la venganza, la violencia; hoy permanece en nosotros el Amor. No hay en nosotros ni siquiera la memoria de un Judas que entregó al Señor, ni de un Pedro que por debilidad lo negó. Hay fundamentalmente el Amor de Cristo que le dice al Padre: «Sí, Padre, porque esta ha sido tu voluntad. Yo tengo que entregarme para salvar a la humanidad entera, para salvar a todos los hombres y hacerlos libres». Es el Amor de Cristo que nos libera.
¡La alegría! No es hoy un día de duelo y de tristeza. Es verdad que hoy es un día de profundidad, de recogimiento, de reflexión y oración, de participación muy honda en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, pero no es un día de duelo. Hoy comienza la Pascua. Esta es la hora para la cual Jesús había venido al mundo. Es la hora que Él padece intensamente como hombre, pero que vive como providencial para la reconciliación de los hombres con el Padre y entre sí. Es la hora que Él desea ardientemente: «Tengo que ser bautizado con un bautismo de sangre y cómo padezco hasta que se cumpla» (Lc 12,50). Ciertamente es la hora que teme, pero para esta hora ha venido al mundo.
Por eso hoy comienza la Pascua. Es un día de fiesta, un día de gloria, un día de alegría. Pero de una alegría muy honda y muy austera. Como tiene que ser siempre la alegría del cristiano; no la alegría de la superficialidad y del ruido, del bullicio o la dispersión, sino la alegría del perdón, la alegría del amor, la alegría de la reconciliación.
¡La actualidad de la Pasión! No basta que celebremos hoy la Pasión. Tenemos que hacerla nuestra. Hoy la Pasión de Jesús tiene que hacerse mía. Hoy tengo que descubrir que la cruz del Señor se prolonga en mí, en mis hermanos, en los pueblos, en la historia. Hoy Cristo prolonga su Pasión entre los hombres y yo tengo que gritar también como San Pablo: «Me glorío en este sufrimiento por ustedes, porque así voy completando lo que falta a la pasión de Cristo» (Col 1,24).
Por eso quisiera que, en la celebración de la Pasión de Jesús, hoy Viernes Santo, hubiese mucha intensidad de Amor, mucha profundidad de Alegría, mucho compromiso de actualidad.
Hoy nos reunimos en el templo para rezar, para meditar. pero, sobre todo, la Iglesia se reúne para hacer nuestra la pasión del Señor. Hoy, cada uno debe sentir profundamente y desear que nuestro corazón cambie, que podamos descubrir que Jesucristo vive en la historia, que comprometa nuestra fe para aliviar el sufrimiento de nuestros hermanos.
Por eso, las tres partes de que se compone la Liturgia de la Pasión del Señor: la Palabra que nos relata la Pasión, la Adoración de la Cruz y la participación en el misterio de Cristo, por la Comunión eucarística. De las tres partes la central será ciertamente la Adoración de la Cruz. Es la cruz de la reconciliación, la cruz de la glorificación, la cruz de la fecundidad.
El momento central será cuando el Sacerdote descubra la cruz, la muestre al pueblo y el pueblo en silencio la adore. No como quien simplemente recuerda una cosa, sino como quien la desea de corazón y la revive. «Señor, esa cruz es mía. Yo me meto adentro. Yo soy responsable de esa cruz. esa cruz me alivia, me regenera, me hace fuerte, hace fecunda mi vida y la transforma. Señor, esa cruz es la que yo descubro que se prolonga cotidianamente en mí, en mis hermanos, en los pueblos, en la historia; adoro tu cruz porque adoro tu presencia, tu donación, tu amor, tu amistad que nos abraza».
La Palabra, prepara esta adoración, la Comunión será una participación en esta cruz que se hace nuestra. Nos sentimos así profundamente hermanos y reconciliados con el Padre.
Pero, pensemos un poco más. Se escuchará el relato de la Pasión a través de San Juan, el Apóstol a quien Jesús amaba, aquel que pudo entender más qué es el Amor, porque reclinó su cabeza en el corazón misericordioso y tierno de Jesús en la Cena de la amistad.
Quisiera sencillamente recordar tres aspectos de la Pasión de Jesús.
En primer lugar, la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos. Cristo que va al lugar de la soledad para orar. Porque cuando uno sufre necesita estar solo, necesita orar, necesita también la presencia o compañía espiritual de los amigos. Cristo va con sus discípulos al Huerto de la Agonía y sufre intensamente. Suda sangre porque el dolor es agudo y Cristo es profundamente humano. Le grita al Padre simplemente (miren qué oración tan simple, tan plena, tan intensa y al mismo tiempo tan filial): «Padre, no aguanto más, no doy más, yo he deseado esta hora, pero ahora que ha llegado no puedo más. Si es posible que pase este cáliz. Sin embargo, Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya». Esta es la oración de Jesús en «el momento bravo, difícil, duro, de su Pasión. Necesita orar, necesita estar solo y necesita la compañía espiritual de los amigos. Por eso le duele cuando vuelve a los apóstoles y los encuentra dormidos.
Hermanos: para cuando tengamos que sufrir – ¿cuándo no sufrimos? – para los momentos más duros de nuestra vida, cuando el dolor penetra profundamente en nuestro corazón, en nuestra carne: soledad, oración, presencia espiritual de los amigos.
Luego, el juicio injusto ¡Qué tremendo! Pilatos que tres veces dice: «Yo no encuentro culpa». Sin embargo, se lava las manos: «hagan ustedes». Y lo condenan. Se levantan falsos testigos y unos lo acusan ante el tribunal civil: «éste estuvo sublevando a la multitud, a éste hay que condenarlo». Ante el tribunal religioso dicen: «éste se ha llamado Hijo de Dios, éste es un blasfemo, a éste hay que matarlo». Sin embargo, todo el mundo se lava las manos. Los judíos no pueden entrar en el pretorio para no mancharse; que lo maten los romanos; los romanos, que se arreglen los judíos porque Jesús es judío. ¡Qué fácil es acusar a una persona y después perderse en el anonimato y lavarse las manos! Es la segunda etapa del misterio de Jesús: Cristo injustamente acusado. Esto se prolonga en la historia y lo revivimos cotidianamente.
El tercer momento de la Pasión de Jesús: Cristo que se abraza a la cruz, que la lleva sobre sus hombros y que camina hacia el Calvario. No hace mucho tiempo reviví todo esto en Jerusalén caminando por la Vía Dolorosa de Jesús, la calle de la amargura, subí al lugar de la crucifixión, celebre la Eucaristía y bajé al sepulcro. Fue en la llamada “Peregrinación de la Esperanza”. Todo esto hoy me dice mucho a mí. Cristo que muere, pero que muere habiendo dicho: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Cristo que muere, pero habiendo asegurado: «hoy estarás conmigo en el paraíso». Cristo que muere, pero teniendo la conciencia serena y tranquila: «toda la obra está terminada, todo se ha cumplido». Cristo que muere, pero rezando: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Cristo que muere, pero regalándonos lo más grande que tiene y lo único que le queda sobre la tierra: «hijo, aquí tienes a tu madre». ¡Qué serena, qué fuerte, que fecunda la muerte de Jesús!
Esta es la Pasión del Señor. Es eso lo que esta tarde revivimos en todos los templos de la Iglesia Católica. Esta es la Palabra y este el relato de la Pasión.
Terminada la oración solemne universal por la Iglesia y por todos los hombres necesitados, se inicia la ceremonia de la Adoración de la Cruz. Oremos a Dios diciendo: «Señor, yo no entiendo humanamente el misterio de la cruz. Pudiste elegir un camino más fácil para nosotros los hombres que tenemos que seguir después tu ruta; pudiste haber elegido un camino más de acuerdo con nuestra debilidad. Sin embargo, Señor, has querido el camino extremo de la cruz. Y en la cruz te nos das, te nos entregas. ¡Gracias, Jesús, por la cruz!».
Esta cruz es la glorificación del Padre. Es el momento máximo de la vida de Jesús, en que El glorificaba al Padre porque el mundo queda redimido y en el corazón de los hombres se enciende la luz. En el alma de los hombres entra la gracia y vuelven los hombres a ser amigos del Padre.
¡La cruz! Es la cruz de la reconciliación. Otra vez los hombres vuelven a la amistad con el Padre. «Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo por su sangre». Hoy recordamos todo esto. Por eso no podemos meditar en la Pasión de Jesús, no podemos adorar la cruz, sin sentir un deseo muy hondo de volver firmemente al Padre y decirle: «Padre, yo pequé contra el cielo y contra ti, no merezco que me llames y me trates como hijo, pero recíbeme en tus brazos, Señor, porque Jesús ha muerto para reconciliarme contigo».
Luego, la reconciliación entre los hermanos. Cristo muere para hacernos hermanos. En el mismo momento en que Jesús muere, se parte la piedra. Es como romper el muro de la división entre el pueblo judío y el pueblo pagano. Es como gritarles a los hombres: ¿por qué se pelean? ¿Por qué discuten? ¿por qué viven encerrados en el egoísmo y en la enemistad? ¿no saben que todos son hijos de un mismo Padre? ¿No saben que sobre todos cayó la misma sangre que los hizo hermanos? ¿por qué viven en la violencia y no se funden en el amor y la justicia que los establece en la paz verdadera?».
Hermanos, esa cruz ilumina también nuestra cruz, esa cruz nuestra que estamos padeciendo hoy en nuestros países, en los campos y ciudades. Yo no sé cuál es la cruz de cada uno de ustedes, pero estoy seguro que todos tenemos una cruz. Cuántas veces ingenuamente decimos: «quién fuera como los niños que no sufren». ¿Cómo que no sufren? ¿Hay alguien que llore más que un niño? Quiere decir que también ellos tienen una intensidad de sufrimiento que los adultos no alcanzamos a entender. También para ellos hay una cruz. Nosotros, personas adultas, sabemos cuál es nuestro sufrimiento, cuál es nuestra Cruz.
«Señor, gracias por esta cruz, gracias por mi cruz, la que has dado a mis hermanos sacerdotes, la que das a mi pueblo. Señor, yo te agradezco esta cruz, porque sin ella no habría redención, no habría fecundidad, no habría Pascua. Yo lo que te pido, Señor, que a mí como religioso y sacerdote y a mis hermanos, nos des un corazón sereno, fuerte como el de Nuestra Señora y que esta cruz resulte verdaderamente luminosa y fecunda para los demás: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si muere, entonces es cuando produce fruto» (Jn 12,24). Gracias, Señor, porque llega el momento en que me haces desaparecer, me entierras, pero yo tengo la seguridad de que fructifica la Iglesia, que nace la Pascua, de que se hace la reconciliación entre los hombres». ¡Qué bueno es morir como Jesús, si los hombres se hacen más hermanos!
Finalmente, la comunión. La tercera parte de la Liturgia de esta tarde del Viernes Santo es la participación en la Pascua de Jesús mediante la comunión eucarística. Hoy comulgaremos participaremos de la sangre de Jesús, beberemos su cáliz, comeremos su Pan que nos hace hermanos, pero todo esto nos comprometerá a hacer una verdadera familia, la familia de los redimidos, de los reconciliados.
«Jesús, gracias porque hoy, Viernes Santo, día de la donación, cuando Tú te entregas como el primogénito que da la vida por sus amigos, hoy nos llamas a que comamos tu Pan, a que participemos hondamente en tu Cuerpo. Gracias Señor. Enséñanos a ser hermanos. Que experimentemos la fecundidad de tu Cruz. Que tu Cruz ilumine también nuestro propio sufrimiento. Sobre todo, Señor, cambia el corazón de los hombres, cambia mi propio corazón y dame un corazón fraterno. hazme sinceramente hermano de todos los hombres, particularmente de los que lloran, de los que sufren, de los que padecen la injusticia y la violencia, de los que son injustamente acusados.
Señor, que yo camine con los todos los necesitados. dame participar en tu cuerpo y en tu sangre. Que avancemos juntos hacia esta Pascua de mañana, hacia la Pascua de la historia, hacia la Pascua definitiva, Jesús, cuando Tú vuelvas. Entonces sí que seremos un único Pueblo, único Cuerpo, único Templo.
Que Nuestra Señora de la Cruz, la Madre que Tú nos diste al morir, nos alivie en el dolor y nos abra el camino en la esperanza.
¡Así sea!