Píldora de Meditación 513

San Juan Pablo II nos dejó esta reflexión acerca de los milagros como signo del orden sobrenatural.

Hablando de los milagros realizados por Jesús durante su misión en la tierra, San Agustín, en un texto interesante, los interpreta como signos del poder y del amor salvífico y como estímulos para elevarse al reino de las cosas celestes.

«Los milagros que hizo Nuestro Señor Jesucristo –escribe- son obras divinas que enseñan a la mente humana a elevarse por encima de las cosas visibles, para comprender lo que Dios es» (Agustín, In Io. Ev. Tr., 24, 1).

A este pensamiento podemos referirnos al reafirmar la estrecha unión de los «milagros-signos» realizados por Jesús con la llamada a la fe. Efectivamente, tales milagros demostraban la existencia del orden sobrenatural, que es objeto de la fe. A quienes los observaban y, particularmente, a quienes en su persona los experimentaban, estos milagros les hacían constatar, casi con la mano, que el orden de la naturaleza no agota toda la realidad. El universo en el que vive el hombre no está encerrado solamente en el marco del orden de las cosas accesibles a los sentidos y al intelecto mismo condicionado por el conocimiento sensible. El milagro es «signo» de que este orden es superior por el «Poder de lo alto», y, por consiguiente, le está también sometido. Este «Poder de lo alto» (cfr. Lc 24, 49), es decir, Dios mismo, está por encima del orden entero de la naturaleza. Este poder dirige el orden natural y, al mismo tiempo, da a conocer que -mediante este orden y por encima de él- el destino del hombre es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son «signos» de este reino.

Sin embargo, los milagros no están en contraposición con las fuerzas y leyes de la naturaleza, sino que implican a solamente cierta «suspensión» experimentable de su función ordinaria, no su anulación. Es más, los milagros descritos en el Evangelio indican la existencia de un Poder que supera las fuerzas y las leyes de la naturaleza, pero que, al mismo tiempo, obra en la línea de las exigencias de la naturaleza misma, aunque por encima de su capacidad normal actual. ¿No es esto lo que sucede, por ejemplo, en toda curación milagrosa? La potencialidad de las fuerzas de la naturaleza es activada por la intervención divina, que la extiende más allá de la esfera de su posibilidad normal de acción. Esto no elimina ni frustra la causalidad que Dios ha comunicado a las cosas en la creación, ni viola las «leyes naturales» establecidas por Él mismo e inscritas en la estructura de lo creado, sino que exalta y, en cierto modo, ennoblece la capacidad del obrar o también del recibir los efectos de la operación del otro, como sucede precisamente en las curaciones descritas en el Evangelio.

La verdad sobre la creación es la verdad primera y fundamental de nuestra fe. Sin embargo, no es la única, ni la suprema. La fe nos enseña que la obra de la creación está encerrada en el ámbito de designio de Dios, que llega con su entendimiento mucho más allá de los límites de la creación misma. La creación -particularmente la criatura humana llamada a la existencia en el mundo visible- está abierta a un destino eterno, que ha sido revelado de manera plena en Jesucristo. También en Él la obra de la creación se encuentra completada por la obra de la salvación. Y la salvación significa una creación nueva (cfr. 2 Cor 5, 17; Gál 6, 15), una «creación de nuevo», una creación a medida del designio originario del Creador, un restablecimiento de lo que Dios había hecho y que en la historia del hombre había sufrido el desconcierto y la «corrupción», como consecuencia del pecado.

Los milagros de Cristo entran en el proyecto de la «creación nueva» y están, pues, vinculados al orden de la salvación. Son «signos» salvíficos que llaman a la conversión y a la fe, y en esta línea, a la renovación del mundo sometido a la «corrupción» (cfr. Rm 8, 19-21). No se detienen, por tanto, en el orden ontológico de la creación (creatio), al que también afectan y al que restauran, sino que entran en el orden soteriológico de la creación nueva (re-creatio totius universi), del cual son co-eficientes y del cual, como «signos», dan testimonio.

San Juan Pablo II.

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