(II° Dom. de Cuaresma B 2024)
Libro del Génesis (Gn 22,1-2. 9a.15-18)
“En aquel tiempo Dios puso a prueba a Abrahán llamándole:
– ¡Abrahán!
Él respondió:
– Aquí me tienes.
Dios le dijo:
– Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio, sobre uno de los montes que yo te indicaré.
Cuando llegaron al sitio que le había dicho Dios, Abrahán levantó allí un altar y apiló la leña, luego ató a su hijo Isaac y lo puso sobre el altar, encima de la leña.
Entonces Abrahán tomó el cuchillo para degollar a su hijo; pero el ángel del Señor gritó desde el cielo:
– ¡Abrahán, Abrahán!
Él contestó:
– Aquí me tienes.
Dios le ordenó:
– No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo.
Abrahán levanto los ojos y vio un carnero enredado por los cuernos en la maleza. Se acercó, tomo el carnero y lo ofreció en sacrificio en lugar de su hijo.
El ángel del Señor volvió a gritar a Abrahán desde el cielo:
– Juro por mí mismo -oráculo del Señor-: Por haber hecho eso, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te bendeciré, multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas. Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido.”
Salmo Responsorial (Salmo 115)
R/. Caminaré en presencia del Señor, en el país de la vida.
Tenía fe, aun cuando dije:
“Que desgraciado soy.”
Mucho le cuesta al Señor
la muerte de sus fieles.
Señor, yo soy tu siervo
siervo tuyo, hijo de tu esclava:
rompiste mis cadenas.
-Te ofreceré un sacrificio de alabanza,
invocando tú nombre, Señor.
Cumpliré al Señor mis votos,
en presencia de todo el pueblo;
en el atrio de la casa del Señor,
en medio de ti, Jerusalén.
Carta de san Pablo a los Romanos (Rm 8,31b-34)
“Hermanos: Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?
El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros, ¿cómo no nos dará todo con Él? ¿Quién acusará a los elegidos de Dios?
Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Será acaso Cristo que murió, más aún, resucitó y está a la derecha de Dios, y que intercede por nosotros?
Versículo para antes del Evangelio
En el esplendor de la nube se oyó la voz del Padre: Éste es mi Hijo, el amado; escúchenlo.
Evangelio de san Marcos (Mc 9,1-9)
“En aquel tiempo Jesús se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, subió con ellos solos a una montaña alta, se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
Se les aparecieron Elías y Moisés conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la palabra y le dijo a Jesús:
– Maestro, ¡qué bien se está aquí! Vamos a hacer tres chozas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
Estaban asustados y no sabía lo que decía.
Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube:
– Este es mi Hijo amado; escúchenlo.
De pronto, al mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús solo con ellos.
Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó:
– No cuenten a nadie lo que han visto hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.
Esto se les quedó grabado y discutían qué querría decir aquello de resucitar de entre los muertos.”
Reflexión
Hace ocho días la liturgia nos hablaba de la tentación, de la tristeza, de los problemas y angustias de nuestra vida presente.
Como tú sabes, la vida del cristiano se encuentra en medio de estas dos dimensiones: “ya pero todavía no”. Vivimos en medio de lágrimas, pero con la alegría de la presencia de la gloria.
Lo que leemos hoy en el evangelio de san Marcos, ocurrió «a los seis días» de haber anunciado Jesús que tenía que ir a Jerusalén donde iba a sufrir mucho. Aquel día se produjo una tremenda conmoción entre los discípulos. Fue un baldado de agua fría sobre muchas ilusiones. Pedro se resistió y discutió agriamente con Jesús. Quizá llegó Pedro a pensar que un hombre que iba a morir en la cruz no podría ser el Mesías enviado por Dios. Y me imagino a Pedro y a los otros discípulos vigilando día y noche a Jesús para ver si descubrían algún detalle que les sacara de las dudas. Mirarían a Jesús al hablar, al comer, al dormir, al caminar… Querrían ver dentro de Jesús: ¿Quién era este hombre? ¿Qué escondía dentro del ropaje de hombre pobre y sencillo? ¿Qué misterio guardaba dentro? Así pasaron seis días. Y a los seis días Jesús va a la montaña a rezar llevando consigo a Pedro, a Santiago y a Juan. Y allí en la montaña ocurrieron cosas maravillosas. Los discípulos estaban encantados ante lo que estaban viendo: el esplendor de su gloria. En esto, Pedro exclamó: «Señor, ¡qué bien se está aquí!» Parece que allí estaban muy a gusto disfrutando de la verdadera grandeza del Señor. Pedro quería instalarse allí. Debía ser muy hermoso ver a Jesús como el Hijo amado de Dios, revestido de gloria, pues, siempre lo habían visto como un hombre bueno revestido de pobreza, de sencillez, de debilidad, agotado de cansancio, fracasado o triste hasta llorar. Lo habían visto insultado y despreciado por los poderosos. Había vivido como los más pobres, pero dentro guardaba un misterio maravilloso y ese día lo estaban viendo…
Es posible que cada uno de nosotros haya pasado alguna vez por esos momentos de experiencia de Dios. Quizás sean sólo momentos, pero tienen una fuerza especial. Nos ha podido ocurrir que nuestra vida de cada día esté llena de preocupaciones, de tareas rutinarias y oscuridades: rezamos, participamos en la santa Misa, nos preocupan los problemas de los pobres, pero no ocurre nada especial. Y un día, en cualquier momento, Dios entra en nuestra vida y ocurren cosas maravillosas. Ese día sentimos a Dios muy cerca, sentimos su cariño, su llamada, su palabra, su paz, su grandeza. Se está muy bien. Estamos muy a gusto.
Esto puede durar sólo unos instantes, pero ya la vida no va a ser igual. Bajamos de nuestra montaña y nos encontramos con los mismos problemas, pero nuestro Dios pasó un día por nuestra vida y esa experiencia de Dios nos dejará marcados. En ese día reafirmamos nuestra fe en Jesús y descubrimos que la pasión es el camino de la Resurrección. Vamos por la vida buscando al Señor. Quisiéramos decir: Señor, ¡qué bien se está aquí! ¡Qué bien se está disfrutando del cariño de nuestro Dios, de su palabra, de su paz, de su ternura! No sabemos cuándo, pero por si acaso, aquí estamos con nuestro deseo de Dios a flor de piel. Siempre esperamos la gracia de Dios que nos levante.
Para ti, para mí y para todos aquellos que escuchan la palabra de Dios en la liturgia dominical de esta semana, se nos habla de gloria, con un tono de esperanza, de promesa, de alegría, de fuerza de ánimo ante las pruebas y situaciones difíciles.
Ahora escucha esto: Si Jesucristo pide en la oración luz y fuerza para seguir su camino, ¿no significa que también nosotros hemos de buscar estas ayudas? Entonces, no seamos ni presuntuosos ni desconfiados. No podemos recorrer solos el camino, ni estamos solos para hacerlo. Como Jesucristo, hemos de buscar luz y fuerza en la oración que nos abre a la comunión con el Padre, en su Palabra, que tenemos en la Escritura, y en la ayuda a quienes recorren el camino con nosotros.
Jesús recomendó a los discípulos no comentar con nadie lo sucedido en la cima del monte. Lo importante es que le escucharan. Esta es la primera actitud que tú y yo hemos de asumir desde ahora.
Hay que escuchar a Cristo en la Eucaristía, pero también en el pobre y en el mundo. Hay que escucharlo en la oración y en la liturgia, pero también en el hermano necesitado. Escuchando a Cristo, Él nos escucha. Escuchando al pobre o necesitado, Cristo nos escucha.
Pero, ¿qué es escuchar? Es abrir nuestro entendimiento, nuestros oídos, nuestro corazón a Dios. Es descubrirnos ante Él, es abandonarnos a Él. Es dejar que Él hable, no nosotros. Es dejar que Él nos ame. Es obedecer a su Amor y practicarlo a cada instante. Es seguirle en el camino amoroso de la cruz.
Cristo no vino al mundo para instalarse en la cumbre de un cerro, rodeado de gloria y esplendor, sino para recorrer este duro camino que llevaba hacia Jerusalén, al sacrificio y a la cruz.
Pedro -sin saber lo que decía- le estaba proponiendo que dejara su misión por razones de comodidad.
Eso mismo es para ti y para mí y para todos, dejar de cumplir nuestra responsabilidad en el trabajo en el hogar, en la profesión, para disfrutar de la lectura del periódico, de una buena charla, de tiempo para hacer otro trabajito o incluso para adquirir bienes sin importarnos la forma de conseguirlo… Dejar que se cometa aquella injusticia con una persona, para no meterse en líos… Quitar tiempo a la esposa y a los hijos, porque se pasa mejor con los amigos… Escuchemos a Dios en este día, escuchando a quienes se encuentran ahogándose en medio de los problemas en el mundo, especialmente el pobre y el necesitado (cfr. Mt 25,31-43). No olvides: Dios tiene rostro humano, rostro de hombre, rostro de mujer, rostro de pobre, rostro de niño, rostro de anciano, rostro de enfermo, rostro de necesitado.