Píldora de Meditación 421

Hoy, toda la Iglesia repite la aclamación que resonaba en los caminos que recorría Jesús de Nazaret mientras se acercaba hacia Jerusalén, la ciudad santa, por la parte del monte de los Olivos, como había anunciado el profeta, «montado en un burrito, hijo de animal de yugo» (Mt 21,5): “Hosanna al Hijo de David”.

Hoy, la Iglesia se hace eco de aquel grito cuando celebra el Domingo de Ramos: un recuerdo de aquellos ramos que los peregrinos, llegados a Jerusalén para la fiesta de Pascua, cortaban y tendían por el camino, saludando así al Hijo de David: ¡Bendito el que viene!

Cristo entra en Jerusalén por última vez, al término de su peregrinación terrena y realiza así los anuncios mesiánicos de los profetas. Los profetas habían hablado del ingreso triunfal de uno que sería al mismo tiempo rey y siervo, y ofrecería sus espaldas a los que le golpeaban y no quitaría su rostro a los insultos y los salivazos (cfr. Is 50,6). En los días siguientes en Jerusalén, se cumplió exactamente todo eso. Bastaron pocos días para que el Hosanna de júbilo se convirtiera en gritos muy diferentes, gritos de condena y de escarnio. ¿No es eso lo que había anunciado Isaías? ¿No es eso lo que había predicho también el salmo mesiánico de David? Se cumplió esos días lo que se hallaba contenido en el salmo 22: Las manos y los pies taladrados en la cruz, los huesos contados en una lucha terrible con la muerte, el grito Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Todo eso se halla ya presente en esta celebración del Domingo de Ramos, que inicia la Semana Santa, en la que todos nosotros, más que en cualquier otro tiempo, deseamos estar con Cristo y permanecer junto a Él para penetrar en la profundidad misma de su misterio pascual.

Aquél que «siendo de condición divina, se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo haciéndose semejante a los hombres» (Fil 2,6-7) se nos presenta así: semejante a todos y a cada uno, especialmente a aquellos que tocan el fondo mismo del dolor, de la angustia, del sufrimiento. Así es. Él, siendo de condición divina, por su calidad de Hijo consustancial al Padre, «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,8). «Por lo cual Dios Padre lo exaltó…» (Fil 2,9).

Con ese misterio cada uno de nosotros debe tener una relación de corazón, de oración y de vida. De ese misterio de la redención de Cristo brotan las fuentes más fecundas de la vida y de la vocación del hombre. Aquí encontraremos el fundamento de estas palabras de Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10). Un magnífico don gratuito que da el testimonio más perfecto de la libertad, don que constituye la revelación del amor pleno que redime y salva.

Quien hizo ese don de sí mismo pudo decir también: «Yo he venido para que tengan vida…, para que la tengan en abundancia». La plenitud de la vida se encuentra, donde está la plenitud del amor. Y ¿dónde se halla la plenitud del amor? Cristo nos ha revelado, precisamente, esa plenitud que nos ha donado y nos sigue donando continuamente, plenitud inagotable, en la Eucaristía.

Por esto, ahora tenemos que decir: ¡Bendita seas, cruz que peregrinas con nosotros…! ¡Bendito seas, signo de nuestra redención, signo del amor infinito, signo de la vida! En ti adoramos a Cristo, que entra triunfante en Jerusalén para introducir a toda la Humanidad en el misterio salvífico de su muerte y resurrección.

Te adoramos a ti, que vienes a nosotros en el Evangelio y en la Eucaristía; que caminas a nuestro lado por todos los lugares para que tengamos la vida y la tengamos en abundancia.

(Homilía de San Juan Pablo II en la misa del Domingo de Ramos, VIII Jornada Mundial de la juventud)