Píldora de meditación 521
¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!» (Mt 21,9).
Hoy, toda la Iglesia repite esa aclamación, que resonaba en los caminos que recorría Jesús de Nazaret mientras se acercaba hacia Jerusalén, la ciudad santa, por la parte del monte de los Olivos. Como había anunciado el profeta, se acercaba «montado en un asno y un pollino, hijo de animal de yugo» (Mt 21,5).
Hoy, la Iglesia se hace eco de aquel grito cuando celebra el Domingo de Ramos: un recuerdo de aquellos ramos que los peregrinos, llegados a Jerusalén para la fiesta de Pascua, cortaban y tendían por el camino, saludando así al Hijo de David.
“¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!” (Mt 21,9)
Con estas aclamaciones a Cristo saludamos también hoy, quienes participamos en la Liturgia del Domingo de Ramos.
Cristo entra en Jerusalén por última vez, al término de su peregrinación terrena y realiza así los anuncios mesiánicos de los profetas. Los profetas habían hablado del ingreso triunfal de uno que sería al mismo tiempo rey y siervo, y ofrecería sus espaldas a los que le golpeaban y no escondería su rostro a los insultos y los salivazos (cfr. Is 50,6).
En los días siguientes en Jerusalén, se cumplió exactamente todo eso. Bastaron pocos días para que el Hosanna de júbilo se convirtiera en gritos muy diferentes, gritos de condena y de escarnio. ¿No es eso lo que había anunciado el Libro del profeta Isaías, gran evangelista del Antiguo Testamento? ¿No es eso lo que había predicho también el salmo mesiánico de David? Se cumplió esos días lo que se hallaba contenido en el salmo 22: Las manos y los pies taladrados en la cruz, los huesos contados en una lucha terrible con la muerte, el grito “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Todo eso se halla ya presente en la liturgia del Domingo de Ramos, que abre la semana pascual de la Iglesia, la Semana Santa, en la que la comunidad eclesial, más que en cualquier otro período, desea estar con Cristo y permanecer junto a Él para penetrar en la profundidad misma de su misterio pascual.
Aquél que «siendo de condición divina, se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo haciéndose semejante a los hombres» (Fil 2,6-7) se nos presenta así: semejante a todos y a cada uno, especialmente a aquellos que tocan el fondo mismo del dolor. ¡Así es! Mediante lo que resulta más difícil para nuestra condición humana, Él, Cristo -siendo de condición divina, por su calidad de Hijo consustancial al Padre- «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,8). «Por lo cual Dios lo exaltó…» (Fil 2,9). El Padre exaltó a su Hijo.
¡Para las personas más jóvenes, el domingo de ramos es su día! Día elegido para entrar más profundamente en el número del misterio de la salvación, íntimamente inscrito en la vida del ser humano. Con ese misterio cada uno de nosotros debe establecer una particular alianza de corazón, de oración y de vida. De ese misterio de la redención de Cristo brotan las fuentes más fecundas de la vida y de la vocación del hombre. Aquí encuentran su fundamento más seguro las palabras «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).
Cuando con un profundo recogimiento, releemos el texto de la carta de San Pablo proclamando en la liturgia de hoy, es decir, las palabras sobre la humillación de Cristo y su exaltación por obra del Padre, vuelve a nuestra mente lo que Él, Cristo, dijo de sí mismo en la parábola del buen pastor, que da la vida por su rebaño. «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida… Nada me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17-18).
Nos encontramos en el corazón mismo del misterio de Don: don gratuito, don que da el testimonio más perfecto de la libertad, don que constituye la revelación del amor pleno que redime y salva.
Quien hizo ese don de sí mismo pudo decir también: «Yo he venido para que tengan vida…, para que la tengan en abundancia«. La plenitud de la Vida se encuentra donde está la plenitud del Amor. Y ¿dónde se halla la plenitud del Amor? Cristo nos ha revelado, precisamente, esa plenitud, plenitud que nos ha donado y nos sigue donando continuamente: plenitud inagotable.
¡Bendita seas, cruz que peregrinas con nosotros…! ¡Bendito seas, signo de nuestra redención, signo del amor infinito, signo de la vida!
En ti adoramos a Cristo, que entra triunfante en Jerusalén para introducir a toda la Humanidad en el misterio salvífico de su muerte y resurrección.
Te adoramos a ti, que vienes a nosotros en el Evangelio y en la Eucaristía; que caminas a nuestro lado por todos los lugares para que tengamos la Vida y la tengamos en abundancia.
Fray Luis Francisco Sastoque, o.p.