(XIV° Dom. Ord. C 2022)
Libro del profeta Isaías (Is 66,10-14c)
“Festejen a Jerusalén, gocen con ella,
todos los que la aman,
alégrense de su alegría,
los que por ella llevaron luto:
amamántense de sus pechos y sáciense de sus consuelos,
y apurarán las delicias de sus ubres abundantes.
Porque así dice el Señor:
Yo haré derivar hacia ella,
como un río, la paz,
como un torrente en crecida,
las riquezas de las naciones.
Llevarán en brazos a sus criaturas
y sobre las rodillas las acariciarán;
como a un niño a quien su madre consuela,
así los consolaré yo;
(en Jerusalén serán consolados).
Al verlo se alegrará su corazón
y sus huesos florecerán como un prado;
la mano del Señor se manifestará a sus siervos.”
Salmo Responsorial (Salmo 66)
R/. Aclama al Señor, tierra entera.
Aclame al Señor, tierra entera,
toquen en honor de su nombre,
canten himnos a su gloria;
digan a Dios: “Qué temibles son tus obras”
Que se postre ante ti la tierra entera,
que toquen en tu honor,
que toquen para tu nombre.
Vengan a ver las obras de Dios.
sus temibles proezas en favor de los hombres.
Transformó el mar en tierra firme,
A pie atravesaron el río.
Alegrémonos con Dios,
Que con su poder gobierna eternamente
Fieles de Dios, vengan a escuchar,
les contaré lo que ha hecho conmigo.
Bendito sea Dios, que no rechazó mi súplica,
ni me retiró su favor.
Carta de san Pablo a los Gálatas (Gál 6,14-18)
“Hermanos: Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo. Pues lo que cuenta no es circuncisión o incircuncisión, sino una criatura nueva.
La paz y la misericordia de Dios vengan sobre todos los que se ajustan a esta norma; también sobre Israel. En adelante, que nadie me venga con molestias, porque yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús. La gracia de nuestro Señor Jesucristo está con su espíritu, hermanos. Amén.”
Aleluya
Aleluya, aleluya.
“Que la paz de Cristo actúe de árbitro en su corazón; que la Palabra de Cristo hable entre ustedes en toda su riqueza.”
Aleluya.
Evangelio de san Lucas (Lc 10,1-12.17-20)
“En aquel tiempo, designó el Señor otros setenta y dos y los mandó por delante, de dos en dos, a todos los pueblos y lugares adonde pensaba ir él. Y les decía:
– La mies es abundante y los obreros pocos: rueguen, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies.
¡Pónganse en camino! Miren que los mando como cordero en medio de lobos. No lleven talega, ni alforja, ni sandalias; y no se detengan a saludar a nadie por el camino.
Cuando entren en una casa, digan primero: “Paz a esta casa”, y, si allí hay gente de paz, descansará sobre ellos su paz; si no, volverá a ustedes.
Quédense en la misma casa, coman y beban de lo que tengan: porque el obrero merece su salario.
No anden cambiando de casa. Si entran en un pueblo y les reciben bien, coman lo que les pongan, curen a los enfermos que haya, y digan: “Está cerca de ustedes el Reino de Dios.”
Reflexión
El mundo se encuentra en medio de una grave incertidumbre y está perdiendo la esperanza. Es algo semejante a la situación que el pueblo de Israel afrontaba en tiempos del profeta Isaías. Entonces, el profeta decía a quienes esperaban contra toda esperanza y que eran realistas: ¿puede nacer un pueblo en un día? (cfr. Is 66,8) y les mostraba la promesa divina: Jerusalén será una ciudad de prosperidad y de alegría. La paz, esto es prosperidad y bendición, es para aquellos que esperan y se acogen.
Por su parte san Pablo, concluyendo su Carta a los Gálatas, se dirige a los que anuncian otro evangelio y los acusa de vivir según la carne para huir de las persecuciones causadas por la cruz de Cristo. Pablo no quiere más que la cruz de Cristo, expresión de la suprema debilidad a los ojos de la carne, pero en realidad la única causa de salvación, porque sólo mediante la cruz los hombres son reconciliados con Dios (cfr. Gál 6,14-18).
Jesús recorriendo poblados en la región de Galilea y Samaria, nota la inmensa cantidad de personas que deambulan por todas partes como ovejas sin pastor y la tremenda escases de obreros. Por ello, no sólo envió a los Doce a predicar, sino también a otros setenta y dos discípulos.
Jesús envía en misión a un grupo de «seglares» como heraldos, evangelizadores de la paz mesiánica, anunciada por los profetas del AT (Is 66,10-14c). Con su muerte y resurrección, Cristo ha fundado la paz entre Dios y los hombres, si seguimos sus pasos: «La paz les dejo, mi paz les doy», dijo en la Última Cena que ahora se actualiza todos los días en la santa Eucaristía. La paz de Dios no es solamente la ausencia del odio y de la guerra, sino la que se funda en la Verdad, la Caridad y la equidad (cfr. Gál 6,14-18).
La paz no puede sostenerse sobre la injusticia, el odio o la mentira. Dios quiere la paz de la solidaridad, la fraternidad, la colaboración, de la amistad y el auténtico perdón entre todas las personas. Nosotros no podemos cambiar el mundo, pero sí mejorarlo. Todos los cristianos -laicos, religiosos, presbíteros y obispos- debemos ser «gente de paz», viviendo y sembrando la Justicia, la Verdad y el Amor.
Has pensado en algún momento ¿qué sería de una fábrica si no tuviera más que ingenieros? ¿qué de un buque donde no hubiera marineros, sino tan sólo algunos oficiales, o un hospital que no contara más que con cirujanos, sin otro personal? Sería un verdadero caos ¿verdad? ¿Y qué sería de una Iglesia en la que no hubiera laicos o no se les tuviera en cuenta, y que solo los pastores dijeran e hicieran todo en ella?
En el Decreto sobre las Misiones, el Vaticano II dice: «La Iglesia no está verdaderamente fundada, ni vive plenamente, ni es un signo perfecto de Cristo entre los hombres, mientras no exista y trabaje con la Jerarquía un laicado propiamente dicho. Porque el Evangelio no puede quedar profundamente grabado en las mentes, la vida y el trabajo de un pueblo, sin la presencia activa de los laicos» (n. 21).
Los cristianos, por naturaleza, somos mensajeros de la Salvación, pues, el Señor nos ha llamado para enviarnos a una sublime misión: «anunciar» que el Reino de Dios está cerca. Este es un anuncio de esperanza, en medio de un mundo que se caracteriza por esta triste realidad: El hombre aspira a la paz, pero hace la guerra; el hombre quiere ser amado y amar, pero de hecho muchas veces no es amado y no ama. El hombre quiere la justicia, la igualdad, pero comete injusticia, produce estructuras injustas y opresoras.
El hombre, en la profundidad de su ser, es buscado por Dios, pero produce ídolos muertos, niega y rechaza la Vida. El hombre quiere la vida a todos los niveles en plenitud, sin fin, pero a su vez encuentra la enfermedad y la muerte.
El discípulo de Cristo tiene que anunciar que las contradicciones más amargas de la existencia serán resueltas, que las aspiraciones más profundas del hombre serán realizadas, «por la intervención gratuita de Dios», en un modo insospechado e inaudito, manifestando la victoria completa sobre el mal. Esto que para el hombre es imposible, es posible para Dios (cfr. Is 66,10-14c). La salvación es anunciada y realizada en un mundo dominado por la lógica del pecado y en un ambiente negativo donde se da la liberación de todas las fuerzas demoníacas que alienan al hombre de sí mismo y de Dios.
Esta salvación no será realizada de momento. El mal no será vencido inmediatamente, ni será combatido con armas potentes, mediante el poder, como pensaban los hebreos. El Señor recomienda y exige a quienes elige para la misión: humildad (v. 3), pobreza (v. 4), ser portadores de paz (vv. 5-6), contentos con lo que les den (v. 7), interesarse en los necesitados y anunciar el Reino (vv. 8-9); no dejarse confundir por un falso entusiasmo frente a los sucesos, pues la única cosa que vale es ser miembros del Reino (vv. 17-20); en fin, estar convencidos que el Reino no se construye en un día (cfr. Lc 10,1-12.17-16ª).
El mensajero de la salvación se encuentra en medio de fuerzas demoníacas, «es como un cordero en medio de lobos», donde su sola presencia es condena radical de la violencia bestial. Tengamos presente siempre: no hay misión sin persecución, sin sufrimiento, sin cruz. La cruz es la «gloria» del misionero, la gloria de cada cristiano, porque lo pone en una existencia nueva. La cruz «por el Reino de Dios» y aceptada con amor, es el «signo» de la victoria sobre el mal y sobre la muerte.
Para el cristiano la certeza de su resurrección reposa en el hecho que él es crucificado por la prueba y por la contestación; que al proclamar el Evangelio con la palabra y con la vida, confirma que el mundo nuevo ya ha iniciado y que es posible.
En un mundo en el que «el hombre es el dinero que tiene y los lujos que lleva», los enviados por el Señor van vestidos de pobres, sin portafolios y maletas, contentos con la hospitalidad que reciben. La cercanía del Reino les dispensa de las preocupaciones por su llegada terrena. Su pobreza tiene un significado profético, como también el cuidado de los enfermos. El signo que el Reino de Dios está presente es el hecho que el hombre es liberado del pecado y de sus consecuencias. Esta liberación es lenta y requiere del sufrimiento, paciencia y muerte para ser actuada. En fin, lo que el Señor nos pide es la fidelidad a Él, a su Mensaje y a su estilo de anuncio.