Píldora de Meditación 491

En la Carta 2003, el hermano Roger recuerda: «La fuente de la esperanza está en Dios que solo puede amar y que nos busca incansablemente.»

En las Escrituras hebraicas, esta Fuente misteriosa de la vida que nosotros llamamos Dios se da a conocer porque llama a los humanos para entrar en una relación con él: él establece una alianza con ellos. La Biblia define las características de la Alianza con dos palabras del hebreo: hesed y emet (por ejm. Éxodo 34,6; Salmo 25, 10; 40,11-12; 85,11). En general, lo traducimos por «amor» y «fidelidad». Estos nos dicen primero que Dios es bondad y misericordia desbordantes para cuidar de los suyos y, en segundo lugar, Dios no abandonará nunca a aquellos que él ha llamado para entrar en su comunión.

Ahí está la fuente de la esperanza bíblica. Si Dios es bueno y si no cambia nunca su actitud ni nos abandona jamás, entonces, sean cuales sean las dificultades – si el mundo tal y como lo vemos está tan lejos de la justicia, de la paz, de la solidaridad y de la compasión– para los creyentes esta no es una situación definitiva. En su fe en Dios, los creyentes empujan la espera de un mundo según la voluntad de Dios o, dicho de otro modo, según su amor.

En la Biblia, esta esperanza es a menudo expresada con la noción de promesa. Cuando Dios entra en relación con los humanos, generalmente, va al mismo tiempo unido con la promesa de una vida más grande. Esto comienza ya en la historia de Abraham: «Yo te bendeciré, dice el Dios de Abraham. Y por ti se bendecirán todas las familias de la tierra» (Génesis 12, 2-3).

Una promesa es una realidad dinámica que abre nuevas posibilidades en la vida humana. Esta promesa mira hacia lo venidero, pero se arraiga en una relación con Dios que me habla aquí mismo, que me llama a hacer elecciones concretas en mi vida. Las semillas del futuro se encuentran en una relación presente con Dios.

Este arraigue en el presente se vuelve incluso más fuerte con la venida de Jesús el Cristo. En él, dice san Pablo, todas las promesas de Dios son ya una realidad (2 Corintios 1,20). Desde luego, no se refiere únicamente a un hombre que vivió en Palestina hace 2000 años. Para los cristianos, Jesús es el Resucitado que está con nosotros hoy en día. «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin de los tiempos» (Mateo 28,20).

Otro texto de san Pablo es mucho más claro: «La esperanza no decepciona, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.» (Romanos 5,5) Lejos de ser un deseo para el futuro sin garantía de realización, la esperanza cristiana es la presencia del amor divino en persona, el Espíritu Santo, caudal de vida que nos lleva hacia el océano de una comunión en plenitud.

¿Cómo vivir de la esperanza cristiana?

La esperanza bíblica y cristiana no significa una vida en las nubes, el sueño de un mundo mejor. Ella no es una proyección de aquello que quisiéramos ser o hacer. Ella nos lleva a ver las semillas de este nuevo mundo ya presente hoy en día, a causa de la identidad de nuestro Dios, a causa de la vida, de la muerte y resurrección de Jesucristo. Esta esperanza es incluso una fuente de energía para vivir de otra manera, para no seguir los valores de una sociedad fundada sobre el deseo de posesión y competición.

En la Biblia, la promesa divina no nos pide sentarnos y esperar pasivamente a que ella se realice, como por arte de magia. Antes de hablar a Abraham de una vida en plenitud ofrecida, Dios le dice: «Deja tu país y tu casa a la tierra que yo te mostraré» (Génesis 12,1). Para entrar en la promesa de Dios, Abraham es llamado a hacer de su vida una peregrinación, a vivir un nuevo comienzo.

De la misma manera, la buena noticia de la resurrección no es un modo de eludir las tareas de aquí abajo, sino más bien una llamada a ponernos en camino. «¿Galileos qué hacéis ahí mirando al cielo?… Id por el mundo entero, proclamad el Evangelio a todas las criaturas… Vosotros seréis mis testigos… hasta los confines de la tierra» (Hechos 1,11; Marcos 16,15; Hechos 1,8).

Bajo el impulso del Espíritu de Cristo, los cristianos viven una solidaridad profunda con la humanidad cortada de sus raíces en Dios. Escribiendo a los Romanos, san Pablo evoca los sufrimientos de la creación en espera, los compara con los dolores de parto. Después continua: «Nosotros también, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos interiormente.» (Romanos 8, 18-23) Nuestra fe no nos sitúa en una posición privilegiada, fuera del mundo, sino que nosotros «gemimos» con el mundo, compartiendo su dolor, pero vivimos esta situación en la esperanza, sabiendo que, en Cristo, «las tinieblas pasan y la luz verdadera brilla ya» (1 Juan 2, 8).

Esperar, es primeramente descubrir en las profundidades de nuestros días una Vida que continua y que no puede parar. Acoger esta Vida incluso con un sí de todo nuestro ser. Y lanzándonos en esta Vida, somos conducidos a poner, aquí y ahora, en medio de los azares de nuestra vida en sociedad, signos de un porvenir distinto, semillas de un nuevo mundo que, a su momento traerán su fruto.

Para los primeros cristianos, el signo más claro de este nuevo mundo era la existencia de comunidades compuestas de gente de distintos orígenes y lenguas diversas. A causa del Cristo, estas pequeñas comunidades surgían por todo el mundo mediterráneo. Sobrepasaban todo tipo de divisiones que les impedían estar cerca unos de otros, estos hombres y mujeres vivían como hermanos y hermanas, como la familia de Dios, rezando juntos y compartiendo sus bienes según las necesidades de cada uno (ver Hechos 2, 42-47).

Se esforzaban en tener «un mismo amor, una misma alma, un único sentimiento» (Filipenses 2,2). Así brillaban ellos en el mundo como antorchas (ver Filipenses 2,15). Desde sus comienzos, la esperanza cristiana a encendido un fuego sobre la tierra.

Hermano Roger, Carta de Taizé 2003/3

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