(XXIII° Dom. Ord, B 2024)
Libro del profeta Isaías (Is 35,4-7ª)
“Digan a los cobardes de corazón: sean fuertes, no teman.
Miren a su Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y los salvará.
Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un siervo el cojo, la lengua del mundo cantará.
Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial.”
Salmo Responsorial (Salmo 145)
R/. Alaba, alma mía, al Señor.
Alaba, alma mía, al Señor:
Que mantiene su fidelidad perpetuamente,
que hace justicia a los oprimidos,
que da pan a los hambrientos.
El Señor libera a los cautivos.
El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos,
el Señor guarda a los peregrinos.
El Señor sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad.
Carta del Apóstol Santiago (St 2,1-5)
“Hermanos: No junten la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con la acepción de personas.
Por ejemplo: llegan dos hombres a la reunión litúrgica. Una va bien vestido y hasta con anillos en los dedos; el otro es un pobre andrajoso.
Ven al bien vestido y le dicen:
– Por favor, siéntese aquí, en el puesto reservado. Al otro, en cambio:
– Estese ahí de pie o siéntese en el suelo.
Si hacen eso, ¿no son inconsecuentes y juzgan con criterios malos?
Queridos hermanos, escuchen:
¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del Reino, que prometió a los que le aman?”
Aleluya
Aleluya, aleluya.
Jesús predicaba el Evangelio del Reino, curando las enfermedades del pueblo.
Aleluya.
Evangelio de san Marcos (Mc 7,31-37)
“En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo:
– Effetá.
(Esto es: “Ábrete”)
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.
Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían:
– Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.”
Reflexión
En la curación de ciegos, sordos y mudos, la profecía del Antiguo Testamento manifestaba la llegada de la época mesiánica. Jesús asume toda la condición humana: las alegrías, los sufrimientos, las tentaciones, la muerte. Cristo comienza a hacer presente la llegada de los tiempos mesiánicos, identificándose con esas limitaciones de la naturaleza y destruyéndolas. Si tenemos fe en el Señor, sigamos ese camino. Venzamos la inclinación natural a identificarnos con los que detentan el prestigio, la influencia y el poder, acerquémonos decididamente a los que más necesitan nuestra fe y nuestra ayuda. Solo entonces empezaremos a estar libres de caer por el plano inclinado de la distinción de personas.
La ruta que sigue Cristo es tortuosa e incierta. Lejos de ser un Mesías «caído del cielo», Jesús participa en todo de la condición humana. Por todos los lugares por donde pasa, cura, oye, perdona, alienta y consuela.
Jesús orientó toda su vida a hacer el bien y eso fue lo único que buscó durante toda su existencia.
El que busca hacer el bien, lo hace de la mejor manera. Hacer bien el bien es respetar al otro, amarle, tenerlo en estima, ayudarle de verdad. El que busca hacer el bien procura hacerlo lo mejor posible ya sea en una ventanilla atendiendo a las personas, en la elaboración de un expediente, en la responsabilidad de poner un ladrillo sobre otro, en la pavimentación de una calle o carretera, en la redacción de un artículo para enviar por las redes, en el hacer o servir una comida, en la explicación del profesor lo mejor posible a sus alumnos en la clase o en la preparación de un informe, etc. Se hace el bien cuando uno no busca solo su propio provecho.
Cuando uno sólo piensa en sí, nace la especulación, la falta de responsabilidad, la desidia, la picardía, la corrupción, la injusticia, la violencia y hasta la muerte. Lo hacemos mal y hacemos el mal. Son los frutos del egoísmo.
Acerquémonos a la actitud de Jesús, como nos lo narra el evangelio: el Señor separa al sordo de la gente para curarlo a solas, como hará después con el ciego. Esto lo hace Jesús para evitar la notoriedad que producían las curaciones espectaculares y el modo en que se realiza la curación. Meter los dedos en los oídos del sordo, escupir y tocar su lengua constituyen para el enfermo claros indicios de que puede ser curado. Estas técnicas eran frecuentes entre los curanderos griegos y judíos, a quienes los rabinos les prohibían utilizar la saliva. Según los relatos evangélicos, Jesús sólo utilizo la saliva en esta curación, en la del ciego, y en la del ciego de nacimiento narrada por san Juan (9,6).
En el relato de san Marcos, Jesús, además de meter sus dedos en los oídos del enfermo y de tocar su lengua, le «anima con palabras», al ordenarle en arameo «Effeta» -ábrete-. El evangelista describe con sencillez los efectos de la curación: se abrieron los oídos del enfermo, se le soltó la lengua y hablaba claramente.
Es importante resaltar que en la Sagrada Escritura se describe la iniciación de la fe como si se tratase de una curación de nuestra sordera y de nuestra mudez… La fe lleva al hombre a ser atento a la palabra de Dios y a proclamarla; al contrario la falta de fe hace al hombre sordo y mudo. El paso de la incredulidad a la fe conlleva una curación de nuestra mudez y de nuestra sordera.
Como recordábamos al inicio, el profeta Isaías, siguiendo la lógica de este modo de pensar, que considera la curación de una enfermedad física como la liberación de un defecto moral, imaginó la futura restauración mesiánica como una intervención de Dios en favor de los que sufren, de los ciegos, sordos, cojos y mudos.
La Biblia describe claramente la situación del pueblo, cerrado a la palabra de Dios, como si fuese creciendo en sordera y quedando mudo y asegurando que la desobediencia a la palabra hace inútil los oídos y los labios. Cuando al contrario retorna la época de obediencia a Dios, de inmediato se suelta la lengua y proclama la gloria de Dios, como si todos profetizaran.
Estas imágenes revelan una verdad esencial: nuestra fe se apoya totalmente sobre el escuchar la palabra misma de Dios y sobre su actuación práctica. Leer o proclamar la palabra de Dios significa reconocer el primado de Dios mismo en nuestra vida. Los cristianos, como los hebreos, saben que su fe depende de la palabra de Dios.
Cada vez que la comunidad se reúne para celebrar el misterio de Cristo, se inicia primero que todo con la escucha de su Palabra.
Es la Palabra de Dios que, unida al gesto ritual, hace presente y operante para nosotros el misterio de la salvación. Así, cuando en la liturgia la Palabra se anuncia la Pascua, el hecho de la resurrección comunica a la comunidad de nuevo el soplo creador. Se proclama la llegada del Espíritu Santo en Pentecostés. Sigamos el ejemplo de san Ignacio de Antioquía quien decía: «Me agarro al Evangelio como a la carne de Cristo» (Carta a los filadelfos 5,1). Adhiriéndonos al Evangelio con fe, hacemos nuestra la historia del Salvador.
Nosotros no podemos limitarnos a repetir la palabra de Dios, debemos acogerla siempre como nueva, actualizándola en el «hoy» de las situaciones y de los problemas reales. Bajo la acción del Espíritu, estamos llamados a renovar el presente con vistas al futuro del reino de Dios.
En cada acto y en cada empresa, por más modesto y ocasional que sea, la Palabra puede encarnarse y hacerse medio de transformación de las cosas, en el sentido querido por Dios.