Término derivado del latín famulus, sirviente, y familia, sirvientes de la casa, o casa (cf. Oscan famel, sirviente). En el período romano clásico la familia raramente incluía a los padres o los hijos. Su derivado inglés se usó frecuentemente en tiempos antiguos para describir a todas las personas del círculo doméstico, padres, hijos y sirvientes. El uso actual, sin embargo, excluye a sirvientes, y restringe la palabra familia al grupo social fundamental formado por la unión, más o menos permanente, de un hombre con una mujer, o de uno o más hombres con una o más mujeres, y sus hijos. Si la cabeza del grupo comprende sólo a un hombre y una mujer tenemos la familia monógama, como distinción de aquellas sociedades domésticas que viven en condiciones de poligamia, poliandria o promiscuidad.

Ciertos escritores antropológicos de la última mitad del siglo XIX, como Bachofen (Das Mutterrecht, Stuttgart, 1861), Morgan (La sociedad antigua, Londres, 1877), Mc’Lennan (La teoría patriarcal, Londres, 1885), Lang (La costumbre y el mito, Londres, 1885), y Lubbock (El origen de la civilización y la primitiva condición del hombre, Londres, 1889), crearon y desarrollaron la teoría que el modo original de la familia era aquel en que todas las mujeres de un grupo, horda o tribu, pertenecían promiscuamente a todos los hombres de la comunidad.

Siguiendo la primacía de Engels (El origen de la familia, la propiedad privada, y el Estado, tr del alemán, Chicago, 1902), muchos escritores socialistas adoptaron esta teoría realmente como la más armoniosa con su interpretación materialista de historia. Las principales consideraciones adelantadas en su favor son: la asunción de que en los tiempos primitivos toda la propiedad era común, y que esta condición llevó naturalmente a la comunidad de mujeres; ciertas declaraciones históricas de escritores antiguos como Estrabón, Herodoto y Plinio; la práctica de la promiscuidad, en una fecha comparativamente tardía, por algunos pueblos salvajes, como los indios de California y unas tribus aborígenes de India; el sistema de trazar la descendencia y el parentesco a través de la madre, que prevaleció entre algunos pueblos primitivos; y ciertas costumbres anormales de antiguas razas, como la prostitución religiosa, el llamado jus primæ noctis, la prestación de la esposa a los visitantes, la convivencia de los sexos antes del matrimonio, etc.

En ningún momento esta teoría ha obtenido la aceptación general, incluso entre escritores no cristianos, y es completamente rechazada por algunas de las mejores autoridades, por ejemplo Westermarck (La historia del matrimonio humano, Londres, 1901) y Letourneau (La evolución del matrimonio, tr. del francés, Nueva York, 1888).

En respuesta a los argumentos antedichos, Westermarck y otros señalan que la hipótesis de un comunismo primitivo no ha sido demostrada por ningún medio, por lo menos en su formulación extrema; aquella propiedad en común de las cosas no lleva necesariamente a la comunidad de esposas, la familia y las relaciones políticas están sujetas a otros motivos más allá de los puramente económicos; que los testimonios de historiadores clásicos en la materia son inconclusos, vagos, y fragmentarios y se refieren sólo a unos pocos casos; que los modernos casos de promiscuidad son aislados y excepcionales, y pueden atribuirse a la degeneración en lugar de a supervivencias primitivas; que la práctica de seguir el parentesco a través de la madre encuentra amplia explicación en otros hechos además de la incertidumbre supuesta de la paternidad, y que nunca fue universal; que sobre las relaciones sexuales anormales citadas, es más obvia y satisfactoria su explicación por otras circunstancias, religiosas, políticas y sociales, que por la hipótesis de la primitiva promiscuidad; y, finalmente, esa evolución que vista superficialmente, parece apoyar esta hipótesis, está en la realidad contra ella, ya que las uniones entre el varón y la hembra de la mayor parte de las especies animales superiores muestran un grado de estabilidad y unicidad que tienen un gran parecido a la familia monógama.

Teorías erróneas

La máxima concesión que Letourneau hará hacia la teoría en discusión es que “esa promiscuidad se puede haber adoptado por ciertos pequeños grupos, más probablemente por ciertas asociaciones o hermandades» (op. cit., pág. 44). Westermarck no vacila en decir: «La hipótesis de promiscuidad, en lugar de la pertenencia, como piensa el profesor Giraud-Teulon, es la clase de hipótesis que son científicamente permisibles sin tener ningún fundamento real, y es esencialmente no científica» (op. cit., pág. 133).

La teoría de que el modo original de la familia era la poligamia o la poliandria incluso es menos digna de crédito o consideración. En lo fundamental, el veredicto de los escritores científicos está en armonía con la doctrina de la Escritura sobre el origen y el modo normal de la familia: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su esposa: y serán una sola carne» (Gen., 2, 24). «De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre.” (Mt. 19, 6). Desde el principio, por consiguiente, la familia supuso la unión de un hombre con una mujer.

Mientras la monogamia fue el modo prevaleciente de la familia antes de Cristo, estaba limitada de deferentes maneras por la práctica de la poligamia en muchos pueblos. Esta práctica era en general más común entre las razas semíticas que entre los arios. Era más frecuente entre los judíos, egipcios y medos, que entre las personas de India, los griegos o los romanos. Existió en mayor extensión entre las razas no civilizadas, aunque algunas de éstas estuvieron libres de ellas. Es más, incluso en esas naciones en que se practicaba la poligamia, civilizadas o primitivas, normalmente se restringió a una pequeña minoría de la población, como los reyes, los jefes, los nobles y los ricos.

 La poliandria era igualmente practicada, pero con considerablemente menor frecuencia. Según Westermarck, la monogamia era de lejos el modo más común de matrimonio «entre los pueblos primitivos de los que tenemos algún conocimiento directo» (op. cit., pág. 459). Por otro lado, el divorcio estaba en boga prácticamente entre todos los pueblos en una medida mucho mayor que la poligamia.

La facilidad con que el marido y esposa podían disolver su unión constituye uno de los más grandes borrones en la civilización de la Roma clásica. Generalmente hablando, la posición de la mujer era muy baja en todas las naciones, civilizadas y primitivas, antes de la venida de Cristo. Entre los bárbaros, se convertían frecuentemente en esposas a través de su captura o compra; incluso entre los pueblos más avanzados la esposa era generalmente propiedad de su marido, su objeto, su esclava. En ninguna parte el marido fue limitado por la misma ley de fidelidad matrimonial que la esposa, y en muy pocos casos fue compelido para conceder a ella iguales derechos en materia de divorcio. El infanticidio era práctica universal y la patria potestad del padre romano le entregaba el derecho de vida y muerte incluso sobre sus hijos adultos. En una palabra, los miembros más débiles de la familia eran por todas partes inadecuadamente protegidos contra el más fuerte.

La Familia Cristiana

Cristo no sólo restauró a la familia a su tipo original como algo santo, permanente, y monógamo, sino que elevó el contrato del que se origina a la dignidad de sacramento, y así puso a la propia familia en el plano de lo sobrenatural. La familia es santa ya que es cooperadora con Dios, procreando hijos, que son destinados a ser hijos adoptivos de Dios, e instruyéndolos para su reino.

 La unión entre el marido y la esposa es definitiva hasta la muerte (Mt 19, 6 ss.; Lc 16, 18; Mc 10, 11; I Cor 7, 10; ver MATRIMONIO, DIVORCIO). Que éste es el modo más alto de unión conyugal, y la mejor solución para el bienestar de la familia y de la sociedad, aparecerá ante cualquiera que compare desapasionadamente los efectos morales y materiales que surgen de ella con los de la práctica del divorcio.

Aunque el divorcio ha obtenido a un mayor o menor aceptación entre la mayoría de los pueblos desde el principio hasta ahora, «hay evidencia abundante que el matrimonio ha venido a ser más perdurable, sobretodo, a medida que la raza humana ha crecido a mayores niveles de cultura» (Westermarck, op. cit., pág. 535).

Aunque se han hecho esfuerzos para demostrar que el divorcio está en todo caso prohibido por la ley moral de la naturaleza, no han convencido por si mismos, sin mencionar nada de ciertos hechos de la historia del Antiguo Testamento, la indisolubilidad absoluta del matrimonio es no obstante el ideal a que la ley natural apunta y por consiguiente es lo que se espera en un orden que es sobrenatural. En la familia, recreada por Cristo, no existe nada semejante a la poligamia (vea las referencias dadas en este párrafo, y POLIGAMIA).

Esta condición, también está de acuerdo con el ideal de la naturaleza. De hecho, la poligamia no se condena en ningún caso por la ley natural, pero es generalmente incoherente con el bienestar razonable de la esposa y los hijos y el desarrollo moral apropiado del marido. Debido a estas cualidades de durabilidad y unidad, la familia cristiana implica una real y definitiva igualdad entre marido y esposa. Tienen los mismos derechos en materia de la primaria relación conyugal, igual llamada a la fidelidad mutua e iguales obligaciones para hacer real esta fidelidad. Son igualmente culpables cuando violan estas obligaciones y merecen igual perdón cuando se arrepienten.

Esposa, consorte y compañera

La esposa no es esclava ni propiedad de su marido, sino su consorte y compañera. La familia cristiana es sobrenatural ya que se origina en un sacramento. A través del sacramento del matrimonio, marido y esposa obtienen e incrementan la gracia santificante y el derecho a la gracia actual, necesaria para el apropiado cumplimiento de todos los deberes de la vida familiar, y la relación entre marido y esposa, padres e hijos, es sobrenaturalizada y santificada. El fin y el ideal de la familia cristiana son igualmente sobrenaturales, a saber, la salvación de padres e hijos, y la unión entre Cristo y su Iglesia. «Maridos, amad a vuestras esposas, como Cristo amó a su iglesia y se entregó por ella», dice San Pablo (Ef 25). La intimidad de la unión matrimonial, la casi identificación de marido y esposa, se ve en la cita: “Así deben los hombres amar a sus esposas, como a sus propios cuerpos. Él que así ama a su esposa, se ama a sí mismo» (Ef. 28).

De estos hechos generales de la familia cristiana, pueden deducirse rápidamente las relaciones particulares que existen entre sus miembros. Partiendo de que el hombre y la mujer, por regla general, no están normalmente completos como individuos, sino que son más bien dos partes complementarias de un organismo social en el que sus necesidades materiales, morales y espirituales reciben mutua satisfacción, un requisito primario de su unión es el amor mutuo.

Éste no incluye meramente el amor de los sentidos, que es esencialmente egoísta, ni necesariamente ese amor sentimental que los antropólogos llaman romántico, sino, sobretodo, un amor racional o afecto que procede del reconocimiento de unas cualidades de mente y corazón y que impele a cada uno a buscar el bienestar del otro. Así, la asociación íntima y prolongada de marido y esposa, necesariamente trae a la superficie sus cualidades menos nobles y amables y, como el criar de los hijos implica muchos sufrimientos, la necesidad de un amor desinteresado y la capacidad de sacrificarse, son evidentemente muy importantes.

Las obligaciones de mutua fidelidad han sido expuestas suficientemente arriba. Las funciones particulares de marido y esposa en la familia son determinadas por sus diferentes naturalezas y por su relación con el fin primario de la familia, es decir, con la procreación de los hijos. Siendo el proveedor de la familia y superior a la esposa, tanto en fuerza física como en las cualidades mentales y morales que son necesarias para el ejercicio de la autoridad, el marido es naturalmente la cabeza de la familia, incluso «la cabeza de la esposa», en el lenguaje de San Pablo. Esto no significa que la esposa sea la esclava del marido, su sirviente o su súbdita.

Ella es su igual, tanto como ser humano y como miembro de la sociedad conyugal, salvo que cuando existe una discordancia en asuntos que pertenecen al gobierno doméstico, ella, como norma, se somete. Exigir para ella una autoridad completamente igual a la del esposo es tratar a la mujer como igual al hombre en una materia en que la naturaleza los ha hecho desiguales. Por otro lado, el cuidado y dirección de los detalles de la casa pertenecen naturalmente a la esposa, porque ella está mejor capacitada para estas tareas que el marido.

Fin primario de la familia

Siendo que el fin primario de la familia es la procreación de los hijos, el marido o la esposa que esquivan este deber por cualquier motivo, sea espiritual o moral, reducen a la familia a un nivel antinatural y no cristiano. Esto es absolutamente cierto cuando la ausencia de descendencia se ha procurado por cualquiera de los métodos artificiales e inmorales tan en boga actualmente. Cuando la unión conyugal ha sido bendecida con los hijos, ambos padres adquieren, según sus respectivas funciones, el deber de sostener y educar a esos miembros inmaduros de la familia. Su formación moral y religiosa es, en su mayor parte, tarea de la madre, mientras que la tarea de atender sus necesidades físicas e intelectuales recae principalmente en el padre. Hasta qué punto las diferentes necesidades de los hijos serán cubiertas, variará según la habilidad y los recursos de los padres. Finalmente, los hijos deben, generalmente hablando, a los padres amor implícito, reverencia y obediencia, hasta que hayan alcanzado su mayoría y después, amor, reverencia y un grado razonable de ayuda y obediencia,.

Las relaciones externas más importantes de la familia son, naturalmente, aquellas que existen entre ella y el Estado. Según la concepción cristiana, la familia, en lugar del individuo, es la unidad social y la base de la sociedad civil. Decir que la familia es la unidad social no implica que es el fin para el que el individuo es un medio; el bienestar del individuo es un fin para ambos, la familia y el Estado, así como de cualquier otra organización social. Significa que el Estado está formalmente preocupado por la familia como tal y no meramente por el individuo. Esta distinción es de gran importancia práctica; allí donde el Estado ignora o descuida a la familia, con la vista puesta sólo en el bienestar del individuo, el resultado es una fuerte tendencia hacia la desintegración de éste.

La familia es la base de sociedad civil, ya que la mayoría de las personas debe pasar prácticamente toda su vida en su círculo, sea como miembro o como cabeza. Solamente en la familia el individuo puede ser debidamente criado, educado y recibir la formación de su carácter que le hará un buen hombre y un buen ciudadano.

Ya que el hombre medio no empleará toda su energía productiva si nos es bajo el estímulo de sus responsabilidades, la familia es indispensable desde un punto de vista puramente económico. Luego la familia no puede desempeñar sus funciones debidamente a menos que los padres tengan el control total sobre la crianza y la educación de los hijos, sólo sujeta a la necesaria vigilancia estatal para prevenir un grave abandono de su bienestar.

Consecuentemente, hablando generalmente y con la concesión debida para condiciones particulares, el estado excede su autoridad cuando provee las necesidades materiales del niño sustrayéndolo de la influencia paternal o especificando la escuela a la que debe asistir. La familia cristiana en la historia se ha demostrado inmensamente superior a la familia no cristiana, como consecuencia de estos conceptos e ideales. Ha mostrado la mayor fidelidad entre marido y esposa, mayor reverencia de los hijos hacia los padres, mayor protección de los miembros más débiles por los más fuertes y, en general, un reconocimiento más completo de la dignidad y derechos de todos dentro de su círculo.

Su mayor gloria es indudablemente su efecto en la posición de mujer. A pesar de las dificultades –en su mayor parte con respecto a la propiedad, educación y una prácticamente reconocida doble norma moral– que la mujer cristiana ha sufrido, ha logrado un grado de dignidad, respeto y autoridad, que podríamos buscar en vano en la sociedad conyugal fuera de la Cristiandad. El factor principal en esta mejora han sido las enseñanzas cristianas sobre la castidad, la igualdad conyugal, la santidad de la maternidad y el fin sobrenatural de la familia, junto con el modelo cristiano e ideal de la vida familiar, la Sagrada Familia de Nazaret.
La pretensión de algunos escritores de que, aquello que la Iglesia enseña y practica sobre la virginidad y celibato, constituye una degradación y deterioro de la familia, no sólo nace de una visión falsa y perversa de estas prácticas, sino que contradice los hechos históricos. Aunque siempre ha tenido la virginidad en un honor más alto que el matrimonio, la Iglesia nunca ha confirmado la extrema visión, atribuida a algunos escritores ascéticos, de que el matrimonio es solo una concesión a la carne, una clase de indulgencia carnal tolerada.

A sus ojos el rito matrimonial ha sido siempre un sacramento, el estado de casado un estado santo, la familia una institución Divina y la vida familiar la condición normal para la gran mayoría de humanidad. De hecho, su enseñanza sobre la virginidad y la manifestación de miles de sus hijos e hijas que ejemplifican esa enseñanza, ha constituido en toda época una exaltación más eficaz de la castidad en general y, por consiguiente, de la castidad interior tanto como sin la familia. La enseñanza y el ejemplo se han combinado para convencer a los casados, no menos que a los solteros, que la pureza y la continencia son deseables y posibles en la práctica. Hoy, como siempre, precisamente es en esas comunidades dónde se honra la virginidad en las que el ideal de la familia es más alto y sus relaciones son más puras.

Peligros para la Familia

Entre éstos está la exaltación del individuo por el estado a expensas de la familia, que ha venido desde la Reforma ((cf. the Rev. Dr. Thwing, in Bliss, «Enciclopedia de la Reforma Social”), y la moderna facilidad del divorcio (vease DIVORCIO) que puede remontarse a la misma fuente. El mayor culpable en este último aspecto son los Estados Unidos, pero la tendencia parece ser la de facilitarlo en la mayoría de los países en los que se permite el divorcio.

La autorización legal y la aprobación popular de la disolución del lazo matrimonial, no sólo rompe las familias existentes, sino que anima a matrimonios precipitados y produce una visión laxa de la obligación de fidelidad conyugal. Otro peligro es la limitación deliberada del número de hijos en la familia. Esta práctica tienta a los padres a pasar por alto el fin principal de la familia y a considerar su unión solamente como un medios de satisfacción mutua. Además, lleva a una disminución de la capacidad de auto-sacrificio en todos los miembros de la familia. Estrechamente conectada con estos dos males del divorcio y la restricción artificial de nacimientos, está la general laxitud de opinión con respecto a la inmoralidad sexual.

Entre sus causas está la disminución de la influencia de la religión, la ausencia de instrucción religiosa y moral en las escuelas y el énfasis aparentemente más débil puesto sobre el grave pecado contra la castidad por aquéllos cuya instrucción moral no ha estado bajo los auspicios católicos. Sus efectos principales son la aversión a casarse, la infidelidad matrimonial, y la contracción de enfermedades que producen la infelicidad doméstica y familias estériles.

La vida ociosa y frívola de las mujeres, esposas e hijas, en muchas familias adineradas es también una amenaza. Por las posiciones que defienden, el modo de vida que llevan y los ideales que acarician, muchas de estas mujeres nos recuerdan un poco el hetæræ de la Atenas clásica . Para ello gozan de gran libertad, y ejercen gran influencia sobre sus maridos y padres, y su principal función parece ser entretenerlos, mejorar su prestigio social, atender a su vanidad, vestir bien y reinar como reinas sociales. Se han liberado de cualquier auto-sacrificio serio en beneficio del marido o de la familia, mientras el marido ha declarado igualmente su independencia de cualquier interpretación estricta del deber de fidelidad conyugal. La unión entre ellos no es suficientemente moral y espiritual, es excesivamente sensual, social y estética. Y el mal ejemplo de esta concepción de la vida familiar se extiende más allá de aquéllos que pueden ponerla en practica.

Todavía otro peligro es el declive de la autoridad familiar en todas las clases, la desobediencia y falta de respeto impuesta y exhibida por los hijos. Sus consecuencias son la imperfecta disciplina en la familia, el defectuoso carácter moral de los hijos y la infelicidad multiplicada de todos.

Finalmente, está el peligro, físico y moral, que amenaza la familia debido al firme incremento de la presencia creciente de mujeres en la industria. En 1900, el número de mujeres por encima de los dieciséis años empleadas en los Estados Unidos era de 4.833.630, más del doble del número de ocupadas en 1880 y qué constituían el 20 por ciento del número total de mujeres mayores de dieciséis años en el país, considerando que el número de trabajadores en 1880 formaba sólo el 16 por ciento de la misma franja de la población femenina.

En las ciudades de América dos mujeres de cada siete son las que mantiene la familia (ver Informe Especial del Censo americano, «Mujeres en el Trabajo»). Esta condición implica un aumento de la proporción de mujeres casadas en el trabajo como asalariadas, un aumento de la proporción de mujeres que son físicamente menos capaces de llevar a cabo las tareas de la vida familiar, una proporción más pequeña de matrimonios, un aumento en la proporción de mujeres que, debido a una idea engañosa de independencia, están poco dispuestas a casarse, y un debilitamiento de los lazos familiares y de la autoridad doméstica. «En 1890, 1 mujer casada entre 22 era la sustentadora; en 1900, 1 de 18» (ibid.).

Quizás la peor consecuencia y la más llamativa del trabajo de las mujeres casadas en la industria es el aumento de la proporción de muerte entre los niños. Entre los niños menores de un año la proporción en 1900, en todos los Estados Unidos, era del 165 por 1000, pero era del 305 en Fall River, dónde la proporción de mujeres casadas empleadas era mayor. Como causa suprema de todos estos peligros para la familia están el decaimiento de la religión y el crecimiento de una visión materialista de la vida, así el futuro de la familia dependerá del punto en que estas fuerzas puedan controlarse. Y la experiencia parece demostrar que no puede haber término medio entre el ideal materialista del divorcio, tan sencillo como que la unión matrimonial se termina por el deseo de las partes, y el ideal católico de matrimonio completamente indisoluble.

Tomado de la Enciclopedia Católica

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