(XXI° Dom. Ord. B 2024)
Libro de Josué (Jos 24,1-2ª.15-17.18b)
“En aquellos días, Josué reunió todas las tribus de Israel en Siquén y llamó a los ancianos, a los jefes, a los jueces y a los magistrados para que se presentasen ante Dios. Josué dijo a todo el pueblo:
– Si no les parece bien servir al Señor, escojan a quién servir: a los dioses a quienes sirvieron sus antepasados al este del Éufrates o a los dioses de los amorreos, en cuyo país habitan. Yo y mi casa serviremos al Señor.
El pueblo respondió:
– ¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para servir a dioses extranjeros! El Señor es nuestro Dios; él nos sacó a nosotros y a nuestros padres de Egipto, de la esclavitud; él hizo a nuestra vista grandes signos, nos protegió en el camino que recorrimos y entre los pueblos por donde cruzamos. Nosotros serviremos al Señor, porque él es nuestro Dios.”
Salmo Responsorial (Salmo 33)
R/. Gusten y vean qué bueno es el Señor.
Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
Que los humildes lo escuchen y se alegren.
Los ojos del Señor miran a los justos,
sus oídos escuchan sus gritos;
pero el Señor se enfrenta con los malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias;
el Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
Aunque el justo sufra muchos males,
de todos los libra el Señor;
Él cuida de todos sus huesos,
y ni uno solo se quebrará.
La maldad da muerte al malvado,
y los que odian al justo serán castigados.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él.
Carta de san Pablo a los Efesios (Ef 5,21-32)
“Hermanos: Sean sumisos unos a otros con respeto cristiano.
Las mujeres, que se sometan a sus maridos como al Señor; porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia; él, que es el salvador del cuerpo. Pues como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo.
Maridos, amen a sus mujeres como Cristo amó a su Iglesia.
Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra, y para colocarla ante sí gloriosa, la Iglesia sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada. Así deben también los maridos amar a sus mujeres, como cuerpos suyos que son.
Amar a su mujer es amarse a sí mismo. Pues nadie jamás ha odiado su propia carne, sino que le da alimento y calor, como Cristo hace con la Iglesia, porque somos miembros de su cuerpo.
“Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.” Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.”
Aleluya
Aleluya, aleluya.
“Tus palabras, Señor, son espíritu y vida. Tú tienes palabras de vida eterna.”
Aleluya.
Evangelio de san Juan (Jn 6,61-70)
“En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron:
– Este modo de hablar es inaceptable, ¿quién puede hacerle caso?
Adivinando Jesús que sus discípulos le criticaban les dijo:
– ¿Esto les hace vacilar?, ¿y si vieran al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que les he dicho son espíritu y son vida. Y con todo, algunos de ustedes no creen.
Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo:
– Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.
Desde entonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él.
Entonces Jesús les dijo a los Doce:
– ¿También ustedes quieren marcharse?
Simón Pedro le contestó:
– Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.”
Reflexión
En el origen del pueblo de Israel hay una opción de las tribus que lo forman. El ser pueblo de Dios y llegar a tener sentido en ello no es un simple regalo de la naturaleza. Es una oferta provocadora a la decisión libre y responsable del hombre. Por esto es que la Alianza es una relación que está siempre naciendo. Nace en la respuesta de cada generación, de cada persona. Decir “SÍ” es hacer propia la salvación que ya otros vivieron (cfr. Jos 24,1-2ª.15-17.18b).
Siguiendo la experiencia del pueblo de Israel y las palabras de san Juan en su evangelio (cfr. Jn 6,61-70), la reflexión de este día va dirigida a cada persona que participa en la celebración de la Santa Eucaristía.
Yo no sé si ustedes van a la Eucaristía dominical por costumbre, porque se levantaron temprano y se acordaron que hoy es domingo y tenemos que ir a Misa o por otras razones, sin conciencia real de lo que allí se celebra. Yo no sé si ustedes se preparan adecuadamente para participar en la Santa Misa y tampoco cómo lo hacen. Pero demos por supuesto que cada persona que asiste a la Eucaristía, se ha preparado convenientemente y sabe qué es participar en la Eucaristía.
Recogiendo las palabras del salmista (Sal 33) que hoy nos trae la liturgia, quiero no equivocarme para resumir nuestra intención al ir al templo: «Cuando uno grita, el Señor lo escucha y lo libra de sus angustias; el Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos». Venimos aquí porque tenemos nuestros sufrimientos, problemas, angustias, proyectos, sueños, etc. Estamos ante el altar porque estamos necesitados de Dios y estamos convencidos que el Señor nos escucha y nos libra de nuestras angustias y sufrimientos y que se acerca a nosotros atribulados por nuestras inquietudes.
Ahora les pregunto: ¿verdaderamente ustedes están preparados para la Eucaristía? ¿Sí saben qué es la Santa Misa? La Eucaristía es el sacramento de la fe, el sacramento del amor, el sacramento de la esperanza. La Eucaristía es la manifestación plena de la Misericordia de Dios a la humanidad, a cada persona. La Eucaristía es la celebración sacramental de todo el misterio redentor de Cristo. Ella es el Encuentro personal amoroso con nuestro Padre Dios. La Eucaristía es el Encuentro en comunidad para compartir la misma fe, la misma esperanza, la misma caridad, para alimentarnos de la Palabra del Señor y del Pan de Vida. La Eucaristía es el Pan de Vida, ese Pan que al comerlo nos da la vida eterna, pues, el mismo Señor nos ha dicho: «el que come mi carne y bebe mi sangre vivirá eternamente».
A la Eucaristía vamos a participar de un Banquete, de una comida de ángeles, vamos a comer el Pan de Vida, el Cuerpo y la Sangre del Señor. A la Eucaristía no vamos a ver como vienen vestidos las otras personas, a ver como caminan, cuantas vueltas le dan al templo. A la Eucaristía vamos a comer el Pan celestial. La Eucaristía es comida. No se ve la Eucaristía, no se oye la Eucaristía. La Eucaristía se come. Así como ninguna persona puede alimentarse solo viendo por televisión los alimentos, u oyendo por la radio como están preparados los alimentos, igualmente sucede con el Banquete eucarístico. La persona solo participa en la santa Eucaristía, comiendo realmente el Pan celestial. Si se permite una transmisión radial o televisiva es para ayudar a que los impedidos puedan tener un momento de reflexión. Se puede grabar la celebración de la Misa y transmitirla a través de la radio o por televisión muchas veces e incluso mucho tiempo o años después de hecha la grabación. Esta grabación no es verdaderamente Eucaristía, pues, falta la comunidad de hermanos, que celebra la Eucaristía. La Eucaristía es el centro de nuestra vida cristiana. Ella hace a la Iglesia y la Iglesia hace a la Eucaristía. La Eucaristía es la manifestación del Amor que Dios nos tiene. Es la manifestación del Amor de Jesucristo a nosotros. Es el Encuentro Amoroso con el Padre que nos Ama. Es la intimidad más grande con Dios. Por ello es necesario una adecuada preparación. Vamos a la santa Eucaristía para escuchar la palabra del Señor, que ha de iluminarnos y ser fuerza para seguir adelante, hacia la patria celestial.
Todos nos encontramos en medio de un mundo lleno de problemas y envueltos en ellos. Esta realidad nos está indicando que tenemos necesidad de Dios, pues el peso de las angustias, sufrimientos y sinsabores nos aplastan y no podemos enfrentarlos solos. Por esto el Señor nos ha dicho: «sin mi nada pueden hacer».
Así pues, veamos qué nos dice hoy la palabra de Dios.
Juan describe siempre con interés las reacciones de los que escuchan a Jesús: había analizado el interés de un doctor de la ley (Jn 3), de una mujer del pueblo (Jn 4) y de un funcionario (Jn 4,43-53); ahora pasa a describir las reacciones de aquellos que rodean a Jesús, de frente a su discurso sobre el pan de vida.
Hoy se lee la última parte del «Discurso del Pan de Vida» (Jn 6), en la que nos presenta lo que podríamos llamar la «crisis vocacional» de algunos discípulos de Jesús. Ante su promesa admirable del pan de vida, se cierran con desconfianza: «Este modo de hablar es inaceptable. ¿Quién puede hacerle caso?». Y añade el evangelista con tristeza: «Desde entonces, muchos discípulos se echaron para atrás, y no volvieron a ir con Jesús». También nosotros nos encontramos en la alternativa de seguir a Jesús y sus criterios, o seguir otras opciones y opiniones.
A todos se nos propone el dilema: ¿creer o no creer? Jesús ahora se ha manifestado plenamente; no es claro a los discípulos lo que significa aceptarlo. Este es un discurso duro. Muchos no le aceptan y se van. Lo que Jesús ha pedido es demasiado. Algunos exclaman: «Este lenguaje es duro; ¿quién puede entenderlo?». Es lo embarazoso frente a una búsqueda que no admite posibilidad de evasión. Las palabras de Jesús están destinadas a provocar «rotura» (división). Él llega a ser signo de contradicción. La palabra de Jesús invita, o mejor, obliga a salir de sí mismo para seguir a Dios; a superar «la carne» para vivir en el «Espíritu»; a no cerrarse en lo temporal, en lo contingente, sino a dirigirse a lo eterno.
Jesús ha exigido la fe en Él, una fe que comporta o lleva una unión total a su misterio de muerte y de vida. Es la decisión-adhesión, lo que califica al verdadero discípulo. En efecto muchos de aquellos que se creen tales se retiran ante el duro hablar de la fe (Jn 6,60-66). La fe es posible solo a aquellos a quienes el Padre se la ha dado (Jn 6,65). Ser discípulo significa aceptar cada día el misterio de Cristo.
Cada intervención de Cristo en la vida del mundo, como en la vivencia personal de cada persona, exige una respuesta decidida y precisa, un “¡Sí!” o un “¡No!”. Llega a ser un juicio interno que dice ¡Sí! o ¡No! a aquella «Luz que ilumina a cada hombre y mujer que viene a este mundo». El juicio final será una ratificación a tantos “¡no!” y a tantos “¡sí!” de que fue marcada nuestra vida.
La santa Eucaristía, a la que nos referimos al inicio de esta reflexión, mete a los fieles de frente a Cristo y les interpela y les exige una decisión. La palabra que resuena en la Misa es Luz, y el Pan que es ofrecido a cada cristiano es fuerza y nutriente por una respuesta positiva a la llamada de Cristo.
Recordemos, inmediatamente después de la Consagración del pan y del vino, el sacerdote presenta a toda la comunidad el Cuerpo y la Sangre de Cristo, anunciando: «Misterio de la fe»: Esto que se está cumpliendo sobre el altar no es comprensible si no es por una búsqueda de fe.
De frente a la palabra y a la acción de Jesús, nosotros no somos diversos de los oyentes de ayer, no encontramos fácil superar las apariencias y mirar con el ojo de la fe. No es fácil aceptar que la Vida viene sólo de Él. La decisión que salva y une a Cristo es: «Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios». Esta decisión es don de Dios, pero es también libre respuesta de cada persona, lo que supone que sea el reconocimiento de los propios límites y la absoluta necesidad de salvación.
El discurso de Jesús, discurso duro, nos recuerda que la conversión no es jamás una operación sin dolor. La palabra de Jesús es cortante como espada. Si la palabra del predicador o del anunciador no causa escozor, no «escandaliza», no crea fractura en quien escucha, no es un discurso cristiano porque no obliga a la decisión fundamental que es la raíz de nuestra fe.