«Gracias al Beato Papa Juan Pablo II, el Domingo de Ramos se ha convertido de manera particular en el día de la juventud, el día en que los jóvenes del todo el mundo salen al encuentro de Cristo, deseando acompañarle en sus ciudades y sus países para que esté entre nosotros y pueda establecer en el mundo su paz. Si queremos salir al encuentro de Jesús y caminar después con él por su camino, tenemos que preguntar: ¿Por qué camino quiere guiarnos? ¿Qué nos esperamos de él? ¿Qué se espera de nosotros?
Para comprender lo que sucedió el Domingo de Ramos y saber qué significa no sólo para aquella época sino para todos los tiempos, resulta importante un detalle, que para sus discípulos se convirtió en la clave para comprender aquel acontecimiento cuando, después de Pascua, recordaron con una nueva mirada aquellos días tumultuosos. Jesús entra en la Ciudad Santa a lomos de un asno, es decir, el animal de la sencilla gente del campo, y además un asno que no le pertenece, que ha tomado prestado para esta ocasión. No llega en una lujosa carroza real, ni a caballo como los grandes del mundo, sino en un asno tomado prestado. Juan nos cuenta que en un primer momento los discípulos no entendieron esto. Sólo después de la Pascua se dieron cuenta de que de este modo Jesús estaba cumpliendo los anuncios de los profetas, mostraba que su acción derivaba de la Palabra de Dios y la llevaba a su cumplimiento. Se acordaron, dice Juan, de que en el profeta Zacarías se lee: «No temas, hija de Sión; mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna» (Juan 12, 15; Cf. Zacarías 9, 9). Para comprender el significado de la profecía y de este modo la acción de Jesús, tenemos que escuchar todo el texto de Zacarías que sigue diciendo: «El suprimirá los cuernos de Efraím y los caballos de Jerusalén; será suprimido el arco de combate, y él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra» (9,10).
De este modo, el profeta hace tres afirmaciones sobre el rey venidero.
En primer lugar, dice que será un rey de los pobres, un pobre entre los pobres y para los pobres. La pobreza se entiende en este caso en el sentido de los «anawim» de Israel, de esas almas creyentes y humildes que vemos alrededor de Jesús, en la perspectiva de la primera bienaventuranza del Sermón de la montaña. Uno puede ser materialmente pobre pero tener el corazón lleno del ansia de riqueza y del poder que deriva de la riqueza. El hecho de que vive en la envidia y en la avaricia demuestra que, en su corazón, forma parte de los ricos. Desea trastocar la repartición de los bienes, pero para que él mismo se encuentre en la situación que antes ocupaban los ricos. La pobreza en el sentido de Jesús –en el sentido de los profetas– presupone sobre todo la libertad interior de la avaricia y del afán de poder. Se trata de una realidad más grande que una repartición diferente de los bienes, que se limitaría al campo material, y que haría aún más duros los corazones. Se trata, ante todo, de la purificación del corazón, gracias a la cual se reconoce que la posesión es responsabilidad ante los demás, que bajo laminada de Dios y se deja guiar por Cristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (Cf. 2 Corintios 8, 9). La libertad interior es el presupuesto para superar la corrupción y la avaricia que a estas alturas devastan el mundo; esta libertad puede encontrarse sólo si Dios se convierte en nuestra riqueza; sólo puede encontrarse en la paciencia de las renuncias cotidianas, en las que se desarrolla como libertad auténtica. En el Domingo de Ramos aclamamos al rey que nos indica el camino hacia esta meta, Jesús, y le pedimos que nos lleve consigo en su camino.
En segundo lugar, el profeta nos muestra que este rey será un rey de paz: hará que desaparezcan los carros de guerra y los caballos de batalla, romperá los arcos y anunciará la paz. En la figura de Jesús esto se concretiza con el signo de la Cruz. Es el arco roto, en cierto sentido el nuevo, el auténtico arco iris de Dios, que une el cielo y la tierra y tiende puentes entre los continentes sobre los abismos. La nueva arma que Jesús pone en nuestras manos es la Cruz, signo de reconciliación, signo del amor que es más fuerte que la muerte. Cada vez que nos hacemos la señal de la Cruz tenemos que acordarnos de no responder a la injusticia con otra injusticia, a la violencia con otra violencia; tenemos que acordarnos de que sólo podemos vencer al mal con el bien, sin ofrecer mal por mal.
La tercera afirmación del profeta es el preanuncio de la universalidad: el reino del rey de la paz se extiende «de mar a mar… hasta los confines de la tierra». La antigua promesa de la Tierra es sustituida aquí con una nueva visión: el espacio del rey mesiánico ya no es un país determinado, que se separaría de los demás, y que inevitablemente tomaría posición contra los demás países. Su país es la tierra, el mundo entero. Superando toda delimitación, en la multiplicidad de las culturas, crea unidad. Penetrando con la mirada en las nubes de la historia, vemos aquí cómo emerge desde lejos en la profecía la red de las comunidades eucarísticas que abraza a todo el mundo, una red de comunidades que constituyen el «Reino de la paz» de Jesús, de mar amar hasta los confines de la tierra. Él llega a todas las culturas y a todas las partes del mundo, por doquier, a las miserables cabañas y a los pobres pueblos, así como al esplendor de las catedrales. Por doquier él es el mismo, el Único, y de este modo todos los orantes reunidos, en la comunión con él, están unidos también entre sí en un único cuerpo. Cristo gobierna haciéndose nuestro pan y entregándose a nosotros. De este modo construye su Reino.
Este nexo se resulta totalmente claro en otra frase del Antiguo Testamento que caracteriza y explica lo sucedido en el Domingo de Ramos. La muchedumbre aclama a Jesús: «¡Hosanna! Bendito el que viene en el nombre del Señor» (Marcos 11,9; Salmo 117[118], 25s). Esta frase forma parte del rito de la fiesta de las cabañas, durante la cual los fieles se mueven en corro en torno al altar, llevando en las manos ramos de palma, arrayán y sauce.
Ahora la gente lanza este grito ante Jesús, en quien ve quien viene en el nombre del Señor: la expresión: «El que viene en nombre del Señor», de hecho, se había convertido en la manera de designar al Mesías. En Jesús reconocen a quien verdaderamente viene en el nombre del Señor y trae la presencia de Dios entre ellos. Este grito de esperanza de Israel, esta aclamación a Jesús durante su entrada a Jerusalén, se ha convertido con razón en la Iglesia en la aclamación a quien, en la Eucaristía, nos sale al encuentro de una manera nueva. Saludamos a quien en la Eucaristía siempre llega entre nosotros en el nombre del Señor uniendo en la paz de Dios los confines de la tierra. Esta experiencia de la universalidad forma parte de la Eucaristía. Dado que el Señor viene, nosotros salimos de nuestras realidades exclusivistas y pasamos a formar parte de la gran comunidad de todos los que celebran este santo sacramento. Entramos en su reino de paz y aclamamos en él en cierto sentido a nuestros hermanos y hermanas, por quienes viene para crear un reino de paz en este mundo lacerado.
Las tres características anunciadas por el profeta –pobreza, paz, universalidad– están resumidas en el signo de la Cruz. Por este motivo, y con razón, la Cruz se ha convertido en el centro de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Hubo un período –y no quedado totalmente superado– en el que se rechazaba el cristianismo precisamente a causa de la Cruz. La Cruz habla de sacrificio, se decía, la Cruz es signo de negación de la vida. Nosotros, sin embargo, queremos la vida entera, sin restricciones y sin renuncias. Queremos vivir, nada más que vivir. No nos dejamos limitar por los preceptos y las prohibiciones –se decía y se sigue diciendo–; queremos riqueza y plenitud. Todo esto parece convincente y seductor; es el lenguaje de la serpiente que nos dice: «No os dejéis atemorizar! ¡Comed tranquilamente de todos los árboles del jardín!». El domingo de los Ramos, sin embargo, nos dice que el auténtico gran «sí» es precisamente la Cruz, que la Cruz es el auténtico árbol de la vida. No alcanzamos la vida apoderándonos de ella, sino dándola. El amor es la entrega de nosotros mismos y, por este motivo, es el camino de la vida auténtica simbolizada por la Cruz…
Simbólicamente es como el camino de mar a mar, desde el río hasta los confines de la tierra. Es el camino de quien, con el signo de la Cruz, nos entrega la paz y hace de nosotros portadores de su paz. Doy las gracias a los jóvenes que llevarán por los caminos del mundo esta Cruz, en la que casi podemos tocar el misterio de Jesús.
Pidámosle que al mismo tiempo abra nuestros corazones para que, siguiendo su cruz, nos convirtamos en mensajeros de su amor y de su paz. Amén».
S.S. Benedicto XVI.