El día 1º de noviembre de 1950, fiesta de todos los santos durante el Año Santo que entonces se celebraba, el Papa Pío XII, proclamó el “dogma de la asunción corporal a los cielos de la bienaventurada Virgen María”, Madre de Cristo, Madre del Verbo de Dios Encarnado y, por tanto, Madre de Dios, y para nosotros Madre de la Iglesia, Madre nuestra y Madre, como una nueva Eva, de toda la Humanidad, en orden a su salvación.

Simplifiquemos nuestra reflexión, reduciéndola, como en un díptico, a dos tablas, es decir, a dos aspectos distintos, si bien vinculados entre sí; el aspecto personal de la Asunción de la Virgen y el aspecto humano, universal, sobre el cual la figura de María, que se ha hecho celestial, proyecta su bienaventurada luz.

En cuanto al primer aspecto, nos sorprende inmediatamente el carácter de privilegio; María es la única criatura humana, después del Señor Hijo suyo, Jesús, que entró en el Paraíso, con alma y cuerpo, al final de su vida terrena. Esta su suerte excepcional nos obliga a una fundamental meditación teológica, que deberá alimentar y enriquecer constante-mente nuestra devoción a la Virgen, es decir, a su particularísima relación con Cristo, relación que ha supuesto una cadena gloriosa de gracias singularísimas, conferidas a la humildísima esclava del Señor (cfr. Lc 1,38; 1,48), gracias dispuestas en escala ascendente, queremos decir, demostrativas de una intención divina orientada a modelar en María el «tipo» de una Humanidad nueva, predestinada a una salvación trascendente (cfr. L.G. cap. VIII), comenzando por las dos concepciones milagrosas, de las que María es, en una doble vertiente, protagonista; Inmaculada Concepción, que la distingue de todo el género humano que nace con una triste herencia del pecado de Adán, del que María es preservada milagrosamente; y la misteriosa y virginal concepción de Cristo en el seno de María, por obra del Espíritu Santo (Lc 1,35); y si el pecado es causa de la muerte (Rm 5,13), de la que el hombre, según la idea primitiva de Dios, debía estar exento, he aquí que la inocencia, restablecido en la bendita entre todas las mujeres, constituye un primer título para la inmortalidad, incluso física, de la Virgen.

Posteriormente, el gran misterio de la Encarnación, es decir, de la maternidad inefable y humana por la que María se convierte en Madre de Jesucristo, que es Dios, es tan connatural para Ella, que ya llega a ser definida «hija de su Hijo» (como afirmara Dante Alighieri); nuevo, máximo título este que inserta a María en el plan de la Redención en tan gran medida, que la volveremos a encontrar en el Calvario (cfr. Lc 2,35; Jn 19,26-27), y posteriormente en el Cenáculo el día de Pentecostés.

No sin motivo, María, iluminada por el Espíritu profético, en el canto del «Magnificat», previó y proclamó: «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Lc 1,48). Y a su presagio responde la Iglesia con sus santos, con sus pastores y doctores, con el coro de los creyentes, buscando todos en aquel misterioso estado de plenitud, de bienaventuranza y de gloria, que llamamos cielo a la Reina del Cielo. Este es el primer cuadro de la contemplación de María Santísima asunta con su cuerpo virginal y con su alma purísima, junto a Cristo en su Reino eterno: la realidad, la certeza de la apoteosis vital y sobrenatural de su Humanidad perfecta e íntegra.

¿El segundo cuadro? ¡Oh! Este es tan grande como el mundo. Es decir, vemos el mundo sobre el cual se proyecta el misterio de la Asunción. Es la luz de Cristo que, desde la esfera escatológica, nos habla de la vida futura, que nos espera también después de la muerte. Pero, ¿cuándo? ¿Cómo? ¿No se hunde en lo desconocido nuestra alma inmortal, tras la separación del cuerpo; y no se convierte en cenizas esta parte esencial de nuestra vida? ¿No es la muerte un castigo definitivo? ¿No se muestra rabiosamente victoriosa sobre nuestro cuerpo, es decir, sobre aquel instrumento indispensable, componente de nuestra humanidad, en el ámbito de cuyo servicio se desarrolla nuestra existencia temporal? Existencia que, a medida que el hombre progresa, se nos demuestra tan rica, si bien fugaz; tan hermosa, aunque afectada por tantas miserias; tan feliz, aunque atormentada por el dolor y amenazada siempre por su fin.

En los hombres que carecen de nuestra fe, la muerte produce, desgraciadamente, la inconsolable ilusión de que la existencia corporal es todo para ellos, condenados como están a saciarse de una concepción materialista de la vida presente,  convertida ella misma en tanto más amarga y tanto más carente de sentido cuanto más saciada está de una efímera y, por ello, atroz experiencia de bienes caducos, mientras que, por esa experiencia, debería sentirse estimulada a la posesión de bienes eternos: ¡la verdad, la perfección, el amor, la vida! Una voz nos parece oír en las profundidades de nuestro corazón y repite el mensaje de la revelación: «¿Dónde está, oh muerte!, tu victoria?» (1Cor 15,55). Es la trompeta de la resurrección: «He aquí que les comunico un misterio -es el apóstol el que habla en estos términos-; todos nosotros resucitaremos verdaderamente (1Cor 15,51). Pero, ¿cuándo?, ¿cómo?  El eco de estos gritos repetidos no se pierde en el vacío. La ágil, triunfal, santísima, figura de María viva, resucitada se nos aparece en el esplendor de su Asunción; Ella es la primicia anticipada de nuestra futura resurrección, esperanza y garantía de nuestro verdadero y real destino.

La luz es tan virginal, dulce y cándida, tan perfumada de bondad maternal, tan penetrante de nuestra escena temporal y humana, que puede incrementar el grado mismo de valor de la vida presente, reconstruida en el orden que se resuelve en el gozo prometido de la vida eterna, pero desde ahora para nosotros feliz por un don que justamente María asunta nos ofrece, llevada por las manos de Cristo; el don de la esperanza.

¡Oh María, de nuestra esperanza!, ¡salve!

Queridos hijos e hijas: Alégrense con nosotros; miren a María, ensálcenla, esta humilde mujer, bendita entre todas las mujeres, cuya fe jamás vaciló y que ha merecido estar actualmente tan cerca de Cristo, a la luz de su Resurrección. Esta es la salvación a la que nos llama nuestro Dios, la salvación que el pueblo colombiano venera en ella, y que toda la Iglesia celebra. Por su mediación, pedimos la ayuda de Dios, con Ella esperamos, en Ella damos gracias a Dios.

(San Pablo VI: 15 de agosto de 1975).