Píldora de Meditación 561

La alegría cristiana es por esencia una participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo glorificado. Tan pronto como Dios Padre empieza a manifestar en la historia el designio amoroso que Él había formado en Jesucristo… esta alegría se anuncia misteriosamente en medio del Pueblo de Dios, aunque su identidad no es todavía desvelada.

Así se observa en Abrahán y los Patriarcas… La alegría de la salvación se amplía y se comunica a lo largo de la historia profética del antiguo Israel.

Se trata finalmente y sobre todo de la alegría gloriosa y sobrenatural profetizada a favor de la nueva Jerusalén, rescatada del destierro y amada por Dios.

A la luz de la fe y de la experiencia cristiana del Espíritu, la paz que es un don de Dios y que va en constante aumento, está vinculado a la venida y presencia de Cristo… Nadie queda excluido de la alegría reportada por el Señor. El gran gozo anunciado por el Ángel, la noche de Navidad, lo será de verdad para todo el pueblo, tanto para el de Israel que esperaba con ansia un Salvador, como para aquellos pueblos que con el correr de los tiempos, acogerán su mensaje y se esforzarán por vivirlo.

Veamos ahora la persona de Jesús: él experimentó en su humanidad todas nuestras alegrías, alegrías sencillas y cotidianas que están al alcance de todos. Su divinidad no disminuyó su sensibilidad. Admiró los pajarillos del cielo y los lirios del campo. Exalta la alegría del sembrador y del segador, la del hombre que halla un tesoro escondido, la del pastor que encuentra la oveja perdida o de la mujer que halla la dracma; la alegría de los invitados al banquete, la alegría de las bodas, la alegría del padre cuando recibe a su hijo, la de la mujer que acaba de dar a luz un niño. Estas alegrías humanas son para él signos de las alegrías espirituales del Reino de Dios.

La felicidad más grande de Jesús fue y es ver la acogida que se da a la Palabra, la liberación de los posesos, la conversión de una mujer pecadora y de un publicano como Zaqueo, la generosidad de la viuda. Siente gran alegría cuando comprueba que los más pequeños y humildes tienen acceso a la Revelación del reino. Nosotros y nuestras cosas son causa de alegría o de dolor del Señor…

Nosotros tenemos que vivir las alegrías humanas, como el Señor.

Nosotros estamos dentro del amor de Dios. Esto nos proporciona gran alegría, alegría que comienza aquí abajo, en nuestra realidad personal. Es la alegría del reino de Dios. Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino. El mensaje de Jesús promete ante todo la alegría, esa alegría exigente; ¿no se abre con las bienaventuranzas? “Dichosos ustedes los pobres, porque el reino de los cielos es suyo. Dichosos ustedes los que ahora pasan hambre, porque quedarán saciados. Dichosos ustedes, los que ahora lloran, porque reirán”.

La resurrección de Jesús es el sello puesto por el Padre sobre el valor del sacrificio de su Hijo; es la prueba de la fidelidad del Padre…

Aquí abajo, la alegría del Reino hecha realidad, no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor.

La alegría pascual es la de una nueva presencia de Cristo resucitado, dispensando a los suyos el Espíritu, para que habite en ellos. El Espíritu Paráclito es dado a la Iglesia como principio inagotable de su alegría de esposa de Cristo glorificado…

Esta alegría consiste en que el espíritu humano halla reposo y una satisfacción íntima en la posesión de Dios Trino, conocido por la fe y amado con la caridad que proviene de él. Esta alegría caracteriza todas las virtudes cristianas.

(cfr. Pablo VI, Exh. Apost. Gaudete in Domino, sobre la alegría cristiana).

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