(XXI° Dom. Ord. A 2023)

Libro del Profeta de Isaías (Is 22, 19-23)

“Así dice el Señor a Sobna, mayordomo de palacio: Te echaré de tu puesto, te destituiré de tu cargo.

Aquel día llamaré a mi siervo, a Eliacín, hijo de Elcías: le vestiré tu túnica, le ceñiré tu banda, le daré tus poderes; será padre para los habitantes de Jerusalén, para el pueblo de Judá.

Colgaré de su hombro la llave del palacio de David: lo que él abra nadie lo cerrará,

lo que él cierre nadie lo abrirá. Lo hincaré como un clavo en sitio firme, dará un trono glorioso a la casa paterna.”

Salmo Responsorial (Salmo 137)

R/. Señor, tu misericordia es eterna, no abandones la obra de tus manos.

Te doy gracias, Señor, de todo corazón;
delante de los ángeles tañeré para ti.
Me postraré hacia tu santuario,
daré gracias a tu nombre.

Por tu misericordia y tu lealtad,
porque tu promesa supera a tu fama.
Cuando te invoqué me escuchaste,
acreciste el valor en mi alma.

El Señor es sublime, se fija en el humilde
y de lejos conoce al soberbio.
Señor, tu misericordia es eterna,
no abandones la obra de tus manos.

Carta del apóstol san Pablo a los Romanos (Rm 11, 33-36)

“¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios! ¡Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos! ¿Quién conoció la mente del Señor? ¿Quién fue su consejero? ¿Quién le ha dado primero para que él le devuelva? Él es el origen, guía y meta del universo. A él la gloria por los siglos. Amén.”

Evangelio de san Mateo (Mt 16, 13-20)

En aquel tiempo llegó Jesús a la región de Cesarea de Felipe y preguntaba a sus discípulos:

– ¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?

Ellos contestaron:

– Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.

Él les preguntó:

– Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?

Simón Pedro tomó la palabra y dijo:

– Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.

Jesús le respondió:

– ¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo:

– Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los Cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo.

Y les mandó a los discípulos que no dijesen a nadie que él era el Mesías.”

Reflexión

En el camino de Cesarea de Filipos ocurrieron cosas muy importantes. Jesús quería medir las aproximaciones a la fe que se daban en el pueblo de Israel y preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Las gentes decían muchas cosas de Jesús. Las más favorables le comparaban con Juan Bautista o con Elías o con Jeremías o con alguno de los grandes profetas. Es decir: Jesús no era aceptado ni creído como Mesías sino como un profeta más de los muchos que habían pasado por la historia de Israel. Para el pueblo judío, nada importante ni decisivo había ocurrido con la llegada de Jesús de Nazaret. Esa fe no era suficiente. Desde esa fe, Israel ya no era el pueblo de Dios. Jesús comenzó a poner en marcha otro nuevo Pueblo de Dios que creyera en Él. Y para comprobarlo explícitamente, pregunta a los suyos: «Y ustedes ¿quién dicen que soy yo?» Quería oír Jesús una confesión de fe auténtica de labios de sus amigos. Entonces Pedro dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo».

Aunque esta respuesta hoy puede parecernos de escuela y muy fácil, no lo era tanto en aquellos momentos. A pesar de todas las evidencias que mostraba Jesús, parece que los discípulos tardaron un tiempo en creer de verdad que Él era «el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Incluso se afirma que esa fe tan rotunda y tan segura sólo la vivieron los discípulos después de la Resurrección. Antes encontramos frecuentes confesiones de fe en Jesús, pero también cambios de opinión. Es que su fe no era muy fuerte. Yo creo que cuando los discípulos veían a Jesús hacer algún milagro, dirían asombrados: Es el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Pero cuando lo veían cansado y abatido o sufriendo desprecios y humillaciones, pesarían: Jesús es sólo un hombre bueno.

En el camino hacia Cesarea es Pedro el que proclama la fe verdadera en Jesús y Jesús le dirigió palabras muy bonitas: «Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo». Esto nos indica que Dios Padre, con su gracia, estaba preparando un nuevo pueblo que profesara la fe verdadera. Esa fe es un don de Dios, un regalo; no es un descubrimiento humano ni una conclusión racional nuestra. Y añade Jesús: «Tú eres Pedro y sobre esta Piedra edificaré mi iglesia y el poder del infierno no la derrotará. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos». Sobre esa Piedra, cimiento de la comunidad cristiana, Jesús levantó su iglesia como el nuevo Pueblo de Dios. Y en la Iglesia de Dios, Pedro no es ningún superhombre ni un ángel. Es un creyente, sujeto a errores y pecados. Ahora hay gente que trata de decirnos que el Papa lo hace todo bien, que no se equivoca nunca, que es Jesucristo en la tierra. Esto es una evidente exageración piadosa. Pedro, la primera piedra de nuestra iglesia, hizo cosas mal, alguna tan notable como negar a su Señor. San Pablo, en alguna ocasión, también tuvo que reprocharle su conducta. Pero sobre él Jesús quiso fundar su Iglesia. No tenemos del Señor la garantía de que la Iglesia todo lo hace bien. Sabemos que hay demasiadas embarradas, pero esa Iglesia que Jesús fundó sobre hombres con errores y pecados, nunca será derrotada porque caminamos bajo la mirada de nuestro Señor que nunca nos abandona, como lo descubrimos en estos dos mil años de la historia de la iglesia.

¿Quién dicen que soy yo?, es también la pregunta que hace el Señor a los cristianos, cuando nos reunimos en comunidad. Para responder a esta pregunta básica es necesario manifestar la fe con un testimonio de caridad, no sólo en la celebración litúrgica, sino y sobre todo en la vida diaria en el hogar, en el trabajo o donde cada uno se encuentre.

Un auténtico cristiano no puede menos que decirle al Señor: Tú, Jesús, eres la experiencia más importante de mi vida. Nadie ni nada, ni mi nacimiento, ni mi vocación, ni mi familia, ni mi trabajo, ni mis amigos, nada, ni mi misma vida es comparable contigo.

Un católico, templo del santo Espíritu, que abre su mente y corazón a Dios, tiene que decir: Tú, Señor, eres la fuerza que me impulsa en mi interior, la luz que me ilumina, la palabra que me guía, el palpitar primero que me hace decir ¡Padre!

Alguien que participa en la Eucaristía, sólo puede exclamar desde su pobreza: Tú, Jesús, eres mi proyecto de vida, mi camino, mi misma vida, esa vida que brota hasta la vida eterna.

Un discípulo del Señor, en medio de los acontecimientos de este mundo en que vivimos, tiene que exclamar: Yo digo que Tú eres quien me llamas continuamente a estar junto al que sufre, junto al que llora, junto al necesitado. Tú eres el de la cárcel, que no visito. Tú eres el que llama a mi puerta, el que en la calle me pide el pan que no comparto. Tú eres el que tiene hambre y sed de esa paz y justicia, por la que no lucho. Tú eres el desplazado a quien le han despojado de sus bienes y con el que no soy solidario. Tú eres el que va desnudo porque le han quitado la ropa que yo me pongo; el que me pide el vaso de agua, que yo me bebo.

Quien ha recibido los Sacramentos, exclamará: Yo digo que Tú eres el futuro, el horizonte, la aurora que nace del ocaso, mi luz y mi esperanza.

Hoy y siempre, digamos tú y yo: Tú eres la Fuente de agua viva, el manantial inagotable, lo bueno y noble que en mí anida.  Eres lo más íntimo, más entrañable, más hondo, más medular, más mío que mi conciencia. Jesús, Tú eres la presencia del Dios vivo en medio de mi hogar, de mi trabajo, de la humanidad.