(XXXI° Dom. Ord. B 2024)
Libro del Deuteronomio (Dt 6, 2-9)
“Habló Moisés al pueblo y le dijo:
– Teme al Señor tu Dios, guardando todos los mandatos y preceptos que te manda, tú, tus hijos y tus nietos, mientras vivan, así prolongarás tu vida. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra para que te vaya bien y crezcas en número. Ya te dijo el Señor Dios de tus padres: “Es una tierra que mana leche y miel”.
Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas.
Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria; se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales.”
Salmo Responsorial (Salmo 17)
R/. Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza.
Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza,
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador.
Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío,
mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza
y quedo libre de mis enemigos.
Viva el Señor, bendita sea mi Roca,
sea ensalzado mi Dios y Salvador.
Tú diste gran victoria a tu rey,
tuviste misericordia de tu Ungido.
Carta a los Hebreos (Hb 7, 23-28)
“Hermanos: Muchos sacerdotes se fueron sucediendo, porque la muerte les impedía permanecer en su cargo. Pero Jesús, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa; de ahí que pueda salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor. Y tal convenía que fuese nuestro Pontífice: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. Él no necesita ofrecer sacrificios cada día -como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo-, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
En efecto, la ley hace a los hombres sacerdotes llenos de debilidades. En cambio, las palabras del juramento, posterior a la ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre.”
Aleluya
Aleluya, aleluya
“Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él.”
Aleluya.
Evangelio de san Marcos (Mc 12, 28b-34)
“En aquel tiempo, un letrado se acercó a Jesús y le preguntó:
– ¿Qué mandamiento es el primero de todos?
Respondió Jesús:
– El primero es: “escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que éstos.
El letrado replicó:
– Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:
– No estás lejos del Reino de Dios.
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.”
Reflexión
Al hacer lectura de los textos de la Sagrada Escritura que en este domingo nos presenta la Iglesia, se descubre con facilidad la continuidad existente entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, y a la vez la perfección y la novedad de éste. En la primera lectura ya se enuncia con toda claridad el Primer mandamiento: “El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas.” Este pasaje era conocido por todos los judíos en tiempos de Jesús, pues lo repetían dos veces al día, en las plegarias de la mañana y de la tarde.
En el texto del Evangelio de san Marcos leemos cómo un doctor de la Ley le hace una pregunta llena de rectitud al Señor. Este doctor había oído el diálogo de Jesús con los saduceos y había quedado admirado de su respuesta. Esto le movió a conocer mejor las enseñanzas del Maestro, y, entonces, le pregunta: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?”. Y Jesús, viendo la sinceridad de quien le hace la pregunta, entra en diálogo con él, invitándolo a dar el paso definitivo con esta respuesta llena de sabiduría y amor: “No estás lejos del Reino de Dios”. El Señor siempre atiende la inquietud sincera de quien desea conocerle. Le sigue hablando al doctor de la ley, ahora yendo al corazón de la religión judía: “Escucha, Israel: El Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…”.
Este mandamiento es el primero de todos los mandamientos, resumen y culmen de todos los demás. Pero, ¿en qué consiste este Amor? Consiste en estar con el Señor y seguirle siempre. Así, pues, no interesa ni el tiempo, ni la misión ni el lugar donde se realice. Lo único que vale es estar con Dios, al que amamos sobre todas las cosas, sin importar nuestra condición física ni las riquezas y posesiones que podamos tener. Es sentirse como el niño absolutamente confiado en los brazos de la madre, pues con Él todo es posible y sin Él nada es posible. Solo Él basta.
Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte, rezamos con el Salmo responsorial.
El amor de Dios que se manifestó en el Hijo Unigénito, que tomó nuestra condición humana, murió y resucitó, para que vivamos por Él, aleja de nosotros las tinieblas y tristezas, allana el camino y colma nuestro corazón de esperanza y consuelo.
La Encarnación del Hijo de Dios es la revelación suprema del Amor de Dios hacia cada uno de sus hijos. Jesucristo es la Misericordia y el Amor de Dios hecho persona, fuente inagotable de bendiciones y gracias. Dios, a pesar de nuestra condición miserable, pecadora y pobre, siempre nos ha Amado con un Amor de padre.
Ante este gran Amor, nos corresponde amarle con todo nuestro ser y en obras de misericordia concretas. El amor exige obras, no meras palabras.
Estas obras de amor y misericordia que logramos hacer por el Señor hacia los hermanos más necesitados, son una pequeñez ante la iniciativa divina. “Amemos, pues, a Dios, ya que Dios nos amó primero», nos recuerda el apóstol y evangelista san Juan, el discípulo amado del Señor.
El Amor pide obras. ¿Cuáles son esas obras? Son innumerables, pero enunciaremos unas pocas: docilidad a la voluntad de Dios, para seguir los pasos de nuestro Maestro y Pastor; confianza de hijos en el Amor de nuestro Padre Dios, cuando no acabamos de entender los acontecimientos y situaciones que afrontamos; acudir a Él en todo momento, pero especialmente cuando nos sintamos más necesitados; agradecimiento alegre por tantas gracias y dones como recibimos a diario; fidelidad de hijos, allí donde Él nos haya colocado y nos encontremos…
Recordemos, la recompensa no depende del puesto, sino de la entrega y fidelidad y amor con que sirvamos: en el lugar donde nos encontremos, en la situación concreta por la que pasa nuestra vida, sin olvidar que nuestro Padre Dios quiere que seamos felices, pues en esas circunstancias podemos ser fieles al Señor. ¡Que nuestra mente y corazón exprese al ritmo de la respiración: “¡Señor, Tú lo sabes todo! ¡Tú sabes que te amo!”. ¡Señor, te amo, ¡ayúdame a amarte más, auméntame el Amor!”.
Amamos al Señor cumpliendo los mandamientos y nuestros deberes, en medio del mundo, con responsabilidad, rectitud, honestidad y honradez. Luchemos contra toda violencia, corrupción e injusticia. Evitemos toda ocasión de pecado, ejerciendo la caridad en los más pequeños detalles…