En nuestro caminar por el tiempo de adviento, nos sale en este día al paso esta fiesta de la Santísima Virgen María.

El 8 de diciembre de 1854, en el ejercicio de su poder pontificio de enseñar infaliblemente la verdad, Pío IX promulgó la Bula “ineffabilis Deus”, en la que expuso y definió como “doctrina revelada por Dios y que todos los fieles deben creer firme y constantemente, que la santísima Virgen María fue preservada de toda mancha del pecado original desde el primer instante de su concepción, por gracia y privilegio únicos que le concedió Dios todopoderoso en previsión de los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano”. Esto significa que el alma de María, en el momento en que fue creada e infundida, estaba adornada de la gracia santificante. En el alma de María no existió jamás la mancha del pecado original. Esta verdad es profesión de fe del católico.

Nosotros sabemos bien que la Virgen María encarna en su persona el adviento como tiempo de esperanza. En Ella, la mujer pobre, se condensan todas las esperanzas de los pobres de Dios. La Virgen María fue la primera persona que recibió la gran noticia esperada desde siglos en el corazón de los pobres: «Alégrate, llena de gracia. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús». La vieja promesa divina se hacía realidad. Comenzaban los tiempos mesiánicos. Atrás quedaba una larga espera de siglos que fue el largo adviento de los pobres de Dios.

Aún hoy, en medio del trágico momento que se vive, oímos expresiones como esta: «que baje Dios y haga justicia». Sospecho que esta frase tiene muchos siglos de existencia. Creo que ha sido el grito de los pobres en todas las épocas: que baje Dios y vea lo que nos pasa: que vea las injusticias y atropellos que sufrimos los pobres; que vea las desgracias y las lágrimas amargas de inocentes, que vea los abusos contra los pequeños… La historia de la humanidad tiene muchas páginas negras y el grito de las víctimas ha sido siempre así: Que baje Dios y lo vea y haga justicia.

En las sagradas Escrituras podemos leer ese grito de los pobres suplicando al Señor, en todos los tonos. Que baje para arreglar este mundo viejo e insoportable. Y cuando los profetas comienzan a anunciar que Dios mismo en persona bajaría a nuestro mundo, nació en el corazón de los pobres la primera esperanza del adviento. Las promesas les decían que algún día nuestro Dios, el único Dios verdadero, vendría a poner en orden las cosas. Sería como el que hace justicia a los pobres o como el pastor que cuida con cariño de los suyos o como el padre que rescata a los hijos de las manos de los opresores. Este mundo viejo desaparecería.

«Nosotros, confiados en la promesa del Señor, también esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en que habite la Verdad, la justicia, el amor y la paz». Es la bondad infinita de Dios que llena todos los rincones creando un cielo nuevo y una tierra nueva. Es la irrupción de lo nuevo desde el corazón amoroso de Dios Padre.

La Virgen María es para nosotros la señal de que ha comenzado lo nuevo. Ella es la mujer nueva. Sobre ella ha derramado su gracia el Señor: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo; bendita tú entre las mujeres, concebirás y darás a luz un hijo…». Son palabras muy bonitas y su alcance último seguramente que se nos escapa. No alcanzamos a comprender tanto misterio. Sólo sabemos bien que, en la Virgen María, el Señor sacia las esperanzas de los pobres.

Ahora sabemos que nosotros también podemos esperar la irrupción de Dios en nuestra vida. No estamos abandonados de Dios. Somos pobres que necesitamos su luz, su fuerza, su gracia, su cariño. Nuestra pobre vida también es espacio donde Dios actúa. Sólo falta nuestra acogida, aceptarlo gozoso, abrirle las puertas de par en par para que ocurra el milagro y la fiesta, como la Virgen María: «Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra». Vamos a dejarle al Señor que construya sobre nosotros el cielo nuevo y la tierra nueva en que habite la verdad y la justicia.

Esta fiesta de la Inmaculada Concepción es un motivo de gozo para todos nosotros, que vemos en la figura excelsa de María Santísima a nuestra Madre. Y es a la vez una invitación apremiante a seguir los pasos de quien es modelo para la Iglesia. Un modelo de santidad, reflejo de la gracia de Cristo. Ojalá que cada uno de nosotros recoja como de las manos de quien es la Madre de la Iglesia y haga vida propia el rico y actualísimo mensaje de esperanza que en este día nos ofrece.