(Domingo de Ramos A 2023)

Libro del profeta Isaías (Is 50, 4-7)

“Mi Señor me ha dado una lengua de iniciado, para saber decir al abatido una palabra de aliento.

Cada mañana me espabila el oído, para que escuche como los iniciados.

El Señor me abrió el oído.

Y yo no resistí ni me eché atrás: ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes ni salivazos.

El Señor me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado.”

Salmo Responsorial (Salmo 21)

R/. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Al verme, se burlan de mí,
hacen visajes, menean la cabeza:
“Acudió a Dios, que lo ponga a salvo;
que lo libre, si tanto lo quiere.”

Me acorrala una jauría de mastines,
me cerca una banda de malhechores;
me taladran las manos y los pies,
puedo contar mis huesos.

Se reparten mi ropa,
echan a suertes mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a ayudarme.

Contaré tu fama a mis hermanos,
en medio de la asamblea te alabaré.
Fieles del Señor, alábenlo;
linaje de Jacob, glorifíquenlo;
témanlo, linaje de Israel.

Carta de san Pablo a los Filipenses (Flp 6,11)

“Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera y se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre.”

Versículo antes del evangelio

“Cristo, por nosotros, se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el «Nombre-sobre-todo-nombre»” (Flp 2,9-9)

Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas (Mt 26,14-27,66)

C. En aquel tiempo uno de los Doce, llamado Judas Iscariote, fue a los sumos sacerdotes y les propuso:

S.  – ¿Qué están dispuestos a darme si se lo entrego?

C. Ellos se ajustaron con él en treinta monedas. Y desde entonces estaba buscando ocasión propicia para entregarlo.

El primer día de los ázimos se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron:

S. – ¿Dónde quieres que te preparemos la cena de Pascua?

C. Él contestó:

+ – Vayan a casa de Fulano y díganle: “El Maestro dice: mi momento está cerca; deseo celebrar la Pascua en tu casa con mis discípulos.”

C. Los discípulos cumplieron las instrucciones de Jesús y prepararon la Pascua.

Al atardecer se puso a la mesa con los Doce. Mientras comían, dijo:

+ – Les aseguro que uno de ustedes me va a entregar.

C. Ellos, consternados, se pusieron a preguntarle uno tras otro:

S. – ¿Soy yo acaso, Señor?

C. Él respondió:

+ El que ha mojado en la misma fuente que yo, ese me va a entregar. El Hijo del hombre se va como está escrito de él; pero, ¡ay del que va a entregar al Hijo del hombre!, más le valdría no haber nacido.

C. Entonces preguntó Judas, el que lo iba a entregar:

C. – ¿Soy yo acaso, Maestro?

C. Él respondió:

+ – Así es.

C. Durante la cena, Jesús cogió pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a los discípulos diciendo:

+ – Tomen, coman: esto es mi cuerpo.

C. Y cogiendo un cáliz pronunció la acción de gracias y se lo pasó diciendo:

+ – Beban todos; porque esta es mi sangre, sangre de la alianza derramada por todos para el perdón de los pecados. Y les digo que no beberé más del fruto de la vid hasta el día que beba con ustedes el vino nuevo en el reino de mi Padre.

C. Cantaron el salmo y salieron para el monte de los Olivos. Entonces Jesús les dijo:

+ – Esta noche van a caer todos por mi causa, porque está escrito: “Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño.” Pero cuando resucite, iré antes que ustedes a Galilea.

C. Pedro replicó:

S. – Aunque todos caigan por tu causa, yo jamás caeré.

C. Jesús le dijo:

+ – Te aseguro que esta noche, antes que el gallo cante tres veces, me negarás.

C. Pedro le replicó:

S. – Aunque tenga que morir contigo, no te negaré.

C. Y lo mismo decían los demás discípulos.

Entonces Jesús fue con ellos a un huerto, llamado Getsemaní, y les dijo:

+ – Siéntense aquí, mientras voy allá a orar.

C. Y llevándose a Pedro y a los dos hijos de Zebedeo, empezó a entristecerse y a angustiarse.

Entonces dijo:

+ – Me muero de tristeza: quédense aquí y velen conmigo.

C. Y adelantándose un poco cayó rostro en tierra y oraba diciendo:

+ – Padre mío, si es posible que pase y se aleje de mí ese cáliz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres.

C. Y se acercó a los discípulos y los encontró dormidos.

Dijo a Pedro:

+ – ¿No has podido velar una hora conmigo? Despierta y ora para no caer en la tentación, pues el espíritu es decidido, pero la carne es débil.

C. De nuevo se apartó por segunda vez y oraba diciendo:

+ – Padre mío, si este cáliz no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu voluntad.

C. Y viniendo otra vez, los encontró dormidos, porque estaban muertos de sueño. Dejándolos de nuevo, por tercera vez oraba repitiendo las mismas palabras.

Luego se acercó a sus discípulos y les dijo:

+ – Ya pueden dormir y descansar. Miren, está cerca la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense, vamos! Ya está cerca el que me entrega.

C. Todavía estaba hablando, cuando apareció Judas, uno de los doce, acompañado de un tropel de gente con espadas y palos, mandado por los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo. El traidor les había dado esta contraseña:

S. – Al que yo bese, ése es: deténganlo.

C. Después se acercó a Jesús y le dijo:

S. – ¡Salve, Maestro!

C. Y lo besó. Pero Jesús le contestó:

+ – Amigo, ¿a qué vienes?

C. Entonces se acercaron a Jesús y le echaron mano para detenerlo. Uno de los que estaban con él agarró la espada, la desenvainó y de un tajo le cortó la oreja al criado del sumo sacerdote.

Jesús le dijo:

+ – Envaina la espada: quien usa espada, a espada morirá. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? El me mandaría en seguida más de doce legiones de ángeles. Pero entonces no se cumpliría la Escritura, que dice que esto tiene que pasar.

C. Entonces dijo Jesús a la gente:

+ – ¿Han salido a prenderme con espadas y palos como a un bandido? A diario me sentaba en el templo a enseñar y, sin embargo, no me detuvieron.

C. Todo esto ocurrió para que se cumpliera lo que escribieron los profetas. En aquel momento todos los discípulos lo abandonaron y huyeron.

Los que detuvieron a Jesús lo llevaron a casa de Caifás, el sumo sacerdote, donde se habían reunido los letrados y los senadores. Pedro lo seguía de lejos hasta el palacio del sumo sacerdote y, entrando dentro, se sentó con los criados para ver en qué paraba aquello.

Los sumos sacerdotes y el Consejo en pleno buscaban un falso testimonio contra Jesús para condenarlo a muerte y no lo encontraban, a pesar de los muchos falsos testigos que comparecían. Finalmente, comparecieron dos que declararon:

S. – Ése ha dicho: “Puedo destruir el templo de Dios y reconstruirlo en tres días.”

C. El sumo sacerdote se puso en pie y le dijo:

S. – ¿No tienes nada que responder? ¿Qué son estos cargos que levantan contra ti?

C. Pero Jesús callaba. Y el sumo sacerdote le dijo:

S. – Te conjuro por Dios vivo a que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios.

C. Jesús les respondió:

+ – Tú lo has dicho. Más aún, yo les digo: desde ahora verán que el Hijo del hombre está sentado a la derecha del Todopoderoso y que viene sobre las nubes del cielo.

C. Entonces el sumo sacerdote rasgó sus vestiduras diciendo:

S. – Ha blasfemado. ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Acaban de oír la blasfemia. ¿Qué deciden?

C. Y ellos contestaron:

S. – Es reo de muerte.

C. Entonces le escupieron a la cara y le abofetearon; otros le golpeaban diciendo:

S. – Haz de profeta, Mesías; dinos quién te ha pegado.

C. Pedro estaba sentado fuera en el patio y se le acercó una criada y le dijo:

S. – También tú andabas con Jesús el Galileo.

C. Él lo negó delante de todos diciendo:

S. – No sé qué quieres decir.

C. Y al salir al portal lo vio otra y le dijo a los que estaban allí:

S. – Éste andaba con Jesús el Nazareno.

C. Otra vez negó él con juramento:

S. –N o conozco a ese hombre.

C. Poco después se acercaron los que estaban allí y dijeron:

S. – Seguro; tú también eres de ellos, se le nota en el acento.

C. Entonces él se puso a echar maldiciones y a jurar diciendo:

S. – No conozco a ese hombre. Y en seguida cantó un gallo. Pedro se acordó de aquellas palabras de Jesús: “Antes de que cante el gallo me negarás tres veces.” Y saliendo afuera, lloró amargamente.

Al hacerse de día, todos los sumos sacerdotes y los senadores del pueblo se reunieron para preparar la condena a muerte de Jesús. Y atándolo le llevaron y le entregaron a Pilato, el gobernador.

Entonces el traidor sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y senadores diciendo:

S. – He pecado, he entregado a la muerte a un inocente.

C. Pero ellos dijeron:

S. – ¿A nosotros qué? ¡Allá tú!

C. Él arrojando las monedas en el templo, se marchó; y fue y se ahorcó. Los sacerdotes, recogiendo las monedas, dijeron:

S. – No es lícito echarlas en el arca de las ofrendas porque son precio de sangre.

C. Y, después de discutirlo, compraron con ellas el Campo del Alfarero para cementerio de forasteros. Por eso aquel campo se llama todavía “Campo de Sangre”. Así se cumplió lo escrito por Jeremías el profeta: “Y tomaron las treinta monedas de plata, el precio de uno que fue tasado, según la tasa de los hijos de Israel, y pagaron con ellas el Campo del Alfarero, como me lo había ordenado el Señor.”]

Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó:

S. – ¿Eres tú el rey de los judíos?

C. Jesús respondió:

+ – Tú lo dices.

C. Y mientras le acusaban los sumos sacerdotes y los senadores no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó:

S. – ¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?

C. Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato:

S. – ¿A quién queréis que les suelte, a Barrabás o a Jesús, a quien llaman el Mesías?

C. Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir:

S. – No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con él.

C. Pero los sumos sacerdotes y los senadores convencieron a la gente que pidieran el indulto de Barrabás y la muerte de Jesús.

El gobernador preguntó:

S. – ¿A cuál de los dos quieren que les suelte?

C. Ellos dijeron:

S. – A Barrabás.

C. Pilato les preguntó:

S. – ¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?

C. Contestaron todos:

S. – Que lo crucifiquen.

C. Pilato insistió:

S. – Pues, ¿qué mal ha hecho?

C. Pero ellos gritaban más fuerte:

S. – ¡Que lo crucifiquen!

C. Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia del pueblo, diciendo:

S. – Soy inocente de esta sangre. ¡Allá ustedes!

C. Y el pueblo entero contestó:

S. – ¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!

C. Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.

Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo:

S. – ¡Salve, rey de los judíos!

C. Luego lo escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y, terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron su ropa y lo llevaron a crucificar.

Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz.

Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir: “La Calavera”), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con la acusación: Éste es Jesús, el rey de los judíos. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y el otro a la izquierda. Los que pasaban, lo insultaban y decían meneando la cabeza:

S. – Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz.

C. Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también diciendo:

S. – A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?

C. Hasta los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban.

Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó:

S. – Elí, Elí, lamá sabaktaní.

C. (Es decir:

+ – Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?)

C. Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron:

S. – A Elías llama este.

C. Uno de ellos fue corriendo; en seguida cogió una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían:

S. – Déjalo a ver si viene Elías a salvarlo.

C. Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.

Todos se arrodillan y se hace una pausa

Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto resucitaron. Después que él resucitó salieron de las tumbas, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos.

El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba dijeron aterrorizados:

S. – Realmente éste era Hijo de Dios.

[C. Había allí muchas mujeres que miraban desde lejos, aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para atenderlo; entre ellas, María Magdalena y María, la madre de Santiago y José y la madre de los Zebedeos.

Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era también discípulo de Jesús. Éste acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús. Y Pilato mandó que se lo entregaran. José tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en el sepulcro nuevo que se había excavado en una roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó.

María Magdalena y la otra María se quedaron allí sentadas enfrente del sepulcro.

A la mañana siguiente, pasado el día de la Preparación, acudieron en grupo los sumos sacerdotes y los fariseos a Pilato y le dijeron:

S. – Señor, nos hemos acordado que aquel impostor estando en vida anunció: “A los tres días resucitaré.” Por eso da orden de que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, se lleven el cuerpo y digan al pueblo: “Ha resucitado de entre los muertos.” La última impostura sería peor que la primera.

Pilato contestó:

S. – Ahí tienen la guardia: Vayan ustedes y aseguren la vigilancia como saben.

C. Ellos fueron, sellaron la piedra y con la guardia aseguraron la vigilancia del sepulcro.]

Reflexión

Hoy, toda la Iglesia repite la aclamación: “Hosanna al Hijo de David. Bendito el que viene en nombre del Señor”, que resonaba en los caminos que recorría Jesús de Nazaret mientras se acercaba hacia Jerusalén, la ciudad santa, por la parte del monte de los Olivos. Como había anunciado el profeta, se acercaba «montado en un asno y un pollino, hijo de animal de yugo» (Mt 21,5).

Hoy, la Iglesia se hace eco de aquel grito cuando celebra el Domingo de Ramos: un recuerdo de aquellos ramos que los peregrinos, llegados a Jerusalén para la fiesta de Pascua, cortaban y tendían por el camino, saludando así al Hijo de David.

¡Bendito el que viene!

Con estas aclamaciones a Cristo, hoy saludan los cristianos …

Cristo entra en Jerusalén por última vez, al término de su peregrinación terrena y realiza así los anuncios mesiánicos de los profetas. Los profetas habían hablado del ingreso triunfal de uno que sería al mismo tiempo rey y siervo, y ofrecería sus espaldas a los que le golpeaban y no escondería su rostro a los insultos y los salivazos (cfr. Is 50,6).

En los días siguientes en Jerusalén, se cumplió exactamente todo eso. Bastaron pocos días para que el “Hosanna”, el grito de júbilo se convirtiera en gritos muy diferentes, gritos de condena y de escarnio. ¿No es eso lo que había anunciado el Libro del profeta Isaías, gran evangelista del Antiguo Testamento? ¿No es eso lo que había predicho también el salmo mesiánico de David? Se cumplió esos días lo que se hallaba contenido en el salmo 22: Las manos y los pies taladrados en la cruz, los huesos contados en una lucha terrible con la muerte, el grito Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Todo eso se halla ya presente en esta liturgia del Domingo de Ramos, que abre la “semana mayor” de la Iglesia, la Semana Santa, en la que la comunidad eclesial, más que en cualquier otro período, desea estar con Cristo y permanecer junto a Él para penetrar en la profundidad misma de su misterio pascual.

Aquél que «siendo de condición divina, … se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo haciéndose semejante a los hombres» (Fil 2,6-7) se nos presenta así: semejante a todos y a cada uno, especialmente a aquellos que tocan el fondo mismo del dolor. Así es. Mediante lo que resulta más difícil para nuestra condición humana, Él, Cristo -siendo de condición divina, por su calidad de Hijo consustancial al Padre- «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2,8). «Por lo cual Dios lo exaltó…» (Fil 2,9). El Padre exaltó a su Hijo.

¡Éste es el día elegido para entrar más profundamente en el misterio de la salvación, íntimamente inscrito en la vida del ser humano. Con ese misterio cada uno de nosotros debe establecer una particular alianza de corazón, de oración y de vida. De ese misterio de la redención de Cristo brotan las fuentes más fecundas de la vida y de la vocación del hombre. Aquí encuentran su fundamento más seguro las palabras «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

Cuando con un profundo recogimiento, releemos el texto de la carta de San Pablo proclamado en la liturgia de hoy, es decir, las palabras sobre la humillación de Cristo y su exaltación por obra del Padre, vuelve a nuestra mente lo que Él, Cristo, dijo de sí mismo en la parábola del buen pastor, que da la vida por su rebaño. «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida… Nada me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17-18).

Nos encontramos en el corazón mismo del misterio de Don: don gratuito, don que da el testimonio más perfecto de la libertad, don que constituye la revelación del Amor pleno que redime y salva.

Quien hizo ese Don de sí mismo pudo decir también: «Yo he venido para que tengan vida…, para que la tengan en abundancia». La plenitud de la Vida se encuentra allí donde está la plenitud del Amor. Y ¿dónde se halla la plenitud del Amor? Cristo nos ha revelado, precisamente, esa plenitud, plenitud que nos ha donado y nos sigue donando continuamente: plenitud inagotable.

¡Bendita seas, cruz que peregrinas con los que sufren…! ¡Bendito seas, signo de nuestra redención, signo del Amor infinito, signo de la Vida!

En ti adoramos a Cristo, que entra triunfante en Jerusalén para introducir a toda la Humanidad en el misterio salvífico de su muerte y resurrección.

Te adoramos a ti, que vienes a nosotros en el Evangelio y en la Eucaristía; que caminas a nuestro lado por todos los lugares para que tengamos la Vida y la tengamos en abundancia.