«Celebrad al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia» (Sal 118,1). Así canta la Iglesia en la Octava de Pascua, casi recogiendo de los labios de Cristo estas palabras del Salmo; de los labios de Cristo resucitado, que lleva al Cenáculo el gran anuncio de la misericordia divina y confía a los Apóstoles el ministerio: «¡Paz a vosotros! Como el Padre me ha enviado, también yo os envío a vosotros… recibid el Espíritu Santo; a quien retengáis los pecados serán retenidos y a quien no los retengáis, quedarán perdonados» (Jn 20,21-23).
Antes de pronunciar estas palabras, Jesús muestra las manos y el costado. Indica con el dedo las heridas de la Pasión, sobre todo la herida del corazón, de la que sale la gran onda de misericordia que envuelve toda la humanidad. De aquel corazón Sor Faustina Kowalska, verá partir dos rayos de luz que iluminan el mundo: «los dos rayos -le explicó un día Jesús mismo- representan la sangre y el agua (Diario, Librería Editrice Vaticana, p. 132).
¡Sangre y agua! El pensamiento corre al testimonio del evangelista que, cuando un soldado sobre el Calvario atravesó con la lanza el costado de Cristo, vio salir «sangre y agua» (cfr. Jn 19,34). Y si la sangre evoca el sacrificio de la cruz y el don eucarístico, el agua, en la simbología joanea, recuerda no solo el bautismo, sino también el don del Espíritu Santo (cfr. Jn 3,5; 4,14; 7,37-39).
A través del corazón de Cristo crucificado la misericordia divina alcanza a los hombres: «Hija mía, di que son el Amor y la Misericordia en persona», pedirá Jesús a Sor Faustina (Diario, p. 374). Esta misericordia Cristo la derrama sobre la humanidad mediante el envío del Espíritu que, en la Trinidad, es la Persona-Amor. ¿Y no es quizá la misericordia un «segundo nombre» del amor (cfr. Dives in misericordia, 7), tomado en su aspecto más profundo y tierno, en su actitud a hacerse cargo de toda necesidad, sobre todo en su inmensa capacidad de perdón?
Por la Divina Providencia la vida de sor Faustina ha sido completamente ligada a la historia del siglo XX. Es en efecto, entre la primera y segunda guerra mundial que Cristo le ha confiado su mensaje de misericordia. Aquellos que recuerdan, que fueron testigos y partícipes de los acontecimientos de aquellos años y de los horribles sufrimientos que derivaron para millones de hombres, saben bien cuánto el mensaje de la misericordia fuese necesario.
Dice Jesús a sor Faustina: «La humanidad no encontrará paz, hasta que no se vuelva con confianza a la divina misericordia» (Diario, p. 132). A través de la obra de esta religiosa polaca, este mensaje es dejado para siempre al siglo XX, último del segundo milenio y puente hacia el tercer milenio. No es un mensaje nuevo, pero puede tener un don de especial iluminación, que nos ayuda a revivir más intensamente el Evangelio de la Pascua, para ofrecerlo como un rayo de luz a los hombres y mujeres del nuevo tiempo.
¿Qué cosas podrán traernos los años próximos? ¿Cómo será el porvenir del hombre sobre la tierra? A nosotros no nos es dado saberlo. Es cierto todavía que al lado de nuevos progresos no faltarán, seguramente, experiencias dolorosas. Pero la luz de la divina misericordia, que el Señor ha querido consignar al mundo a través del carisma de Sor Faustina, iluminará el camino de los hombres del tercer milenio.
Como los Apóstoles un tiempo, es necesario que también la humanidad de hoy acoja en el cenáculo de la historia a Cristo resucitado, que muestras las heridas de su crucifixión y repite: ¡Paz a vosotros! Ocurre que la humanidad se deje alcanzar y colmar por el Espíritu que Cristo resucitado le dona. Es el Espíritu que sana las heridas del corazón, derriba las barreras que nos alejan de Dios y nos dividen entre nosotros, restituye junto la alegría del amor del Padre y aquella de la unidad fraterna.
Es importante entonces que recojamos enteramente el mensaje que nos viene por la palabra de Dios en este segundo domingo de Pascua, que de ahora en adelante en toda la Iglesia tomará el nombre de «Domingo de la Divina Misericordia». En las diversas lecturas, la liturgia siempre diseña el camino de la misericordia que, mientras reconstruye la relación de cada uno con Dios, suscita también entre los hombres nuevas relaciones de fraterna solidaridad. Cristo nos ha enseñado que «el hombre no solamente recibe y experimenta la misericordia de Dios, sino que es llamado a «usar misericordia» hacia los otros: Bienaventurados los misericordiosos porque encontrarán misericordia (Mt 5,7)» (Dives in misericordia, 14). Él nos ha indicado después las múltiples vías de la misericordia, que no perdona solamente los pecados, sino que viene también al encuentro de todas las necesidades de los hombres. Jesús se ha inclinado sobre toda miseria humana, material y espiritual.
Su mensaje de misericordia continua a acercarnos a través de sus manos extendidas hacia el hombre que sufre. Es así que lo ha visto y lo ha anunciado a los hombres de todos los continentes Sor Faustina, que escondida en su convento de Lagiewniki, en Cracovia, ha hecho de su existencia un canto a la misericordia: Misericordias Domini in aeternum cantabo.
…Amor de Dios y amor a los hermanos son en efecto indisociables (cfr. 1Jn 5,2)… No es fácil, en efecto, amar con un amor profundo, hecho de auténtico don de sí. Este amor se aprende sólo en la escuela de Dios, al calor de su caridad. Fijando la vista sobre El, sintonizándonos con su corazón de Padre, siendo capaces de mirar a los hermanos con ojos nuevos, en actitud de gratuidad y de compartir, de generosidad y de perdón. ¡Todo esto es misericordia!
En la medida en que la humanidad sepa aprender el secreto de esta mirada misericordiosa, se revela prospectiva realizable el cuadro ideal propuesto en la primera lectura: «La multitud de aquellos que habían venido a la fe tenía un corazón y una sola alma y ninguno decía suyo aquella propiedad que le pertenecía, todas las cosas eran comunes para todos» (Hch 4,32). Aquí la misericordia del corazón ha llegado a ser también estilo de relaciones, proyecto de comunidad, compartir de bienes. Aquí florecen las «obras de misericordia», espirituales y corporales. Aquí la misericordia ha llegado a ser concreta hacerse «prójimo» hacia los hermanos más indigentes.
Sor Faustina Kowalska ha dejado escrito en su Diario: «Pruebo un dolor tremendo, cuando observo los sufrimientos del prójimo. Todos los dolores del prójimo repercuten en mi corazón; llevo en mi corazón sus angustian, de modo tal que me anonadan aun físicamente. Desearía que todos los dolores recayeran sobre mí, para llevar consuelo al prójimo» (Diario, p. 365). ¡He aquí a qué punto de compartir conduce el amor cuando es medido sobre el amor de Dios!
Es a este amor que el hombre de hoy y la humanidad de hoy debe inspirar para afrontar la crisis de sentido, el desafío de las más diversas necesidades, sobre todo la exigencia de salvaguardar la dignidad de cada persona humana. El mensaje de la divina misericordia llegará así, implícitamente, aun un mensaje sobre la dignidad, sobre el valor de cada hombre. Toda persona es preciosa a los ojos de Dios, por cada uno Cristo ha dado su vida, a todos el Padre ha dado su Espíritu y ofrece el acceso a su intimidad.
Este mensaje consolador se dirige sobre todo a quien, afligido por una prueba particularmente dura o aplastado por el peso de los pecados cometidos, ha perdido toda confianza en la vida y ha tentado de ceder a la desesperación. A él se presenta el rostro dulce de Cristo, sobre él arriban aquellos rayos que parten de su corazón e iluminan, calientan, indican el camino e infunden esperanza. ¡Cuántas almas ya ha consolado la invocación «Jesús, confío en Ti», que la Providencia ha sugerido a través de Sor Faustina! Este simple acto de abandono a Jesús esparce las nubes más densas y hace pasar un rayo de luz en la vida de cada uno. Jesús, confío en ti (Jezu, ufam tobie).
Tu mensaje de luz y de esperanza, santa Faustina, se difunda en todo el mundo, impulse a la conversión a los pecadores, calme las rivalidades y los odios, abra a los hombres y a las naciones a la práctica de la fraternidad. Nosotros hoy, fijando la mirada contigo sobre el rostro de Cristo resucitado, hacemos nuestra tu oración de confiado abandono y decimos con firme esperanza: ¡Cristo, Jesús, confío en Ti!
SAN JUAN PABLO II, Homilía durante la solemne eucaristía en la que se canonizó a Sor Faustina Kowalska. L’ósservatori Romano, 2-3 Maggio 2000, p. 6.