(Fiesta de san José Obrero, 2024)
El día primero de mayo, la Iglesia universal celebra la Fiesta de san José Obrero, el “hombre justo” que, en la humildad del taller de Nazaret, proveyó con el trabajo de las propias manos al sostenimiento de la Sagrada Familia.
San José fue un hombre de fe, de oración y de trabajo honesto. La liturgia le aplica la Palabra de Dios en el Salmo 88: “Él me invocará: Tú eres mi padre, / mi Dios, mi roca salvadora” (v.27). Ciertamente, ¡cuántas veces, durante las largas jornadas de trabajo, José habrá elevado su pensamiento a Dios para invocarlo, para ofrecerle su fatiga, para implorar luz, ayuda, consuelo! ¡Cuántas veces! Pues bien, este hombre, que con toda su vida parecía gritar a Dios: “Tú eres mi padre”, obtuvo esta gracia particularísima: el Hijo de Dios en la tierra lo trató como padre. José invoca a Dios con todo el ardor de su espíritu de creyente: “Padre mío”, y Jesús, que trabajaba a su lado con las herramientas del carpintero, se dirigía a él, llamándole “padre”.
Misterio profundo: Cristo que, en cuanto Dios, tenía directamente la experiencia de la Paternidad divina en el seno de la Santísima Trinidad, vivió esta experiencia, en cuanto hombre, a través de la persona de José, su padre adoptivo. Y José, a su vez, en la casa de Nazaret, ofreció al niño que crecía a su lado el apoyo de su equilibrio viril, de su clarividencia, de su valentía, de las dotes propias de todo buen padre, sacándolas de esa fuente suprema “de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3,15).
En una sociedad como la nuestra oscurecida por la gravísima situación llamada “sociedad sin padres”, el Amor de Dios nos revela la realidad de la paternidad divina.
En Dios, fuente de toda paternidad, en su modo de actuar con los hombres, como nos revela la Sagrada Escritura, podemos encontrar el modelo de una paternidad capaz de incidir positivamente en el proceso educativo de los hijos, no sofocando, por una parte, su espontaneidad, ni abandonando, por otra, su personalidad aún inmadura, a las experiencias traumatizantes de la inseguridad y de la sociedad.
José y María, no dejaron en ningún momento la autoridad que les competía como padres. El mismo Evangelio resalta en el comportamiento de Jesús: “…estaba bajo su autoridad” (Lc 2,51). Era una sumisión “constructiva” aquella de la que fueron testigos las paredes de la casa de Nazaret, ya que dice el Evangelio que, gracias a ella, el Niño “iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2,52).
En este crecimiento humano José guiaba y sostenía al Niño Jesús, introduciéndolo en el conocimiento de las costumbres religiosas y sociales del pueblo judío, y encaminándolo en la práctica del oficio de carpintero, del que, durante tantos años de ejercicio, él había asimilado todos los secretos. San José enseñó a Jesús el trabajo humano, en el que era experto. El divino Niño trabajaba junto a él, y escuchándolo y observándolo aprendía a manejar los instrumentos propios del carpintero con la diligencia y la dedicación que el ejemplo del padre adoptivo le transmitía.
En el trabajo hay un específico valor moral con un significado preciso para el hombre y para su realización, pues, “mediante el trabajo el hombre no sólo transforma la naturaleza adaptándola a las propias necesidades, sino que se realiza a sí mismo como hombre, es más, en cierto sentido se hace más hombre» (Enc. LE, n.9).
San José, después de haber sido un instrumento particular de la Providencia divina para con Jesús y María, sobre todo durante la persecución de Herodes, San José continúa desempeñando su providencial y “paterna” misión en la vida de la Iglesia, de la familia y de todos los hombres.
Fray Luis Francisco Sastoque, o.p.