Trigésimo Primer Domingo Ordinario B
Libro del Deuteronomio (Dt 6, 2-9)
“Habló Moisés al pueblo y le dijo:
– Teme al Señor tu Dios, guardando todos los mandatos y preceptos que te manda, tú, tus hijos y tus nietos, mientras vivas, así prolongarás tu vida. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra para que te vaya bien y crezcas en número. Ya te dijo el Señor Dios de tus padres: “Es una tierra que mana leche y miel”.
Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas.
Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria; se las repetirás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus portales.”
Salmo Responsorial (Salmo 17)
R/. Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza.
Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza;
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. R/.
Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío,
mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza
y quedo libre de mis enemigos. R/.
Viva el Señor, bendita sea mi Roca,
sea ensalzado mi Dios y Salvador.
Tú diste gran victoria a tu rey,
tuviste misericordia de tu Ungido. R/.
Carta a los Hebreos (Hb 7, 23-28)
“Hermanos: Muchos sacerdotes se fueron sucediendo, porque la muerte les impedía permanecer en su cargo. Pero Jesús, como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa; de ahí que pueda salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor. Y tal convenía que fuese nuestro Pontífice: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. Él no necesita ofrecer sacrificios cada día -como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo-, porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo.
En efecto, la ley hace a los hombres sacerdotes llenos de debilidades. En cambio, las palabras del juramento, posterior a la ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre.”
Aleluya
Aleluya, aleluya
“Si alguno me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él.”
Aleluya.
Evangelio de san Marcos (Mc 12, 28b-34)
“En aquel tiempo, un letrado se acercó a Jesús y le preguntó:
– ¿Qué mandamiento es el primero de todos?
Respondió Jesús:
– El primero es: “escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor: amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”. El segundo es este: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay mandamiento mayor que éstos.
El letrado replicó:
– Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo:
– No estás lejos del Reino de Dios.
Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.”
Reflexión
Una vez más la Liturgia de la Palabra nos recuerda la continuidad que existe entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento y nos muestra la perfección y la novedad de éste último. En el texto del Libro Deuteronomio ya se enuncia con toda claridad el Primer mandamiento: “El Señor nuestro Dios es solamente uno. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas.” Pasaje muy conocido por los judíos en tiempos de Jesús, pues lo tenían que recitar dos veces al día, en las plegarias de la mañana y de la tarde.
Un doctor de la ley, sorprendido por lo que le había oído decir a Jesús y muy interesado en conocer más y mejor sus enseñanzas, le preguntó: “¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?”. Y Jesús, viendo la sinceridad de quien le hacia la pregunta, entra en diálogo con él, invitándolo a dar el paso definitivo con esta respuesta llena de sabiduría y amor: “No estás lejos del Reino de Dios”. El Señor siempre atiende la inquietud sincera de quien desea conocerle. Le sigue hablando al doctor de la ley, ahora yendo al corazón de la religión judía: “Escucha, Israel: El Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…”.
Esta pregunta del doctor de la ley me hace recodar lo que le sucedió en cierta ocasión a un padre de familia, quien una tarde habiendo llegado a casa cansado del trabajo, se sentó en el sofá y se puso a leer el periódico. Su hijo de seis añitos no dejaba de importunarle con muchas preguntas. El padre para quitárselo de encima cogió una página del periódico que tenía una gran foto de la tierra, la cortó en trocitos y se la dio a su hijo para que la recompusiera y lo dejara en paz.
El niño tomo los pedazos de periódico y se alejó del papa. Pasados pocos minutos el pequeño regreso con el trabajo ya terminado. El padre sorprendido le preguntó cómo lo había compuesto tan rápido.
Había una foto de una mujer bonita en la otra cara y cuando la reconstruí, la tierra también quedó reconstruida, contestó el niño.
A nosotros nos pasa, a veces, lo mismo. Nos pasamos la vida importunando a Dios y gritándole para atraer su atención y nos olvidamos de que se hace presente en las personas. Cada cara lleva una huella de Dios, es como una foto de Dios que hay que recomponer. Cuando recomponemos nuestras relaciones humanas, recomponemos, al mismo tiempo, el rostro de Dios.
¿Cuál es el primer mandamiento? Pregunta fácil para Jesús y también para ti, para mí y para todos los cristianos que conocemos la Sagrada Escritura.
Esta es la respuesta de Jesús: «Escucha Israel…» (cfr. Mc 12,28ss). El responde haciéndonos la misma invitación hecha a su pueblo: “escucha Israel”. “¡Escucha!”. Es tener hambre de la Palabra de Dios.
«Escucha», tú y tu familia y la comunidad parroquial o diocesana. Nos reunimos como comunidad para contar y compartir la historia de la salvación. Somos una comunidad convocada a escuchar una historia de amor, la mejor Historia de Amor, la Historia de nuestra Salvación. La historia de Dios que nos Ama. Por eso decimos antes de proclamar el Evangelio: “Escuchemos la proclamación de la Palabra de Dios”. Con el oído y el corazón abiertos, la Palabra sabe mejor y produce más impacto.
«Escucha» la respuesta de Jesús: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…» Y amarás a tu prójimo…
Cuando vemos en la cara de los hermanos la cara de Dios completamos la imagen de la creación. No podemos elegir una sola dimensión del amor. No podemos decir que amamos a Dios y decir mi hermano es peor que un virus que no puedo amar.
Dios y el hermano, unidos para siempre en la vida del creyente. Difícil pero así es la voluntad insondable de Dios.
El Señor no sólo vino a recordarnos este su grande y único mandamiento. Vino a decirnos que tenemos que cumplirlo. Nos manda y exige vivir el Amor. Nos manda Amar con el corazón, con el alma y con la mente, es decir, con todo nuestro ser. Tú, yo y todos, inteligentes y libres, estamos llamados a amar a Dios y al hermano.
Recuerda, Dios es un Padre maravilloso. Nos ha creado a todos -hombres y mujeres- distintos: altos o bajitos, de piel blanca o morena, muy hábiles o más lentos… pero a todos nos ha creado con la capacidad de amar y la necesidad de ser amados. Esa sed y esa hambre de amor la llevamos todos dentro. Otra cosa es cómo y dónde la saciamos.
Éste gran mandamiento, el primero de todos los mandamientos, consiste en estar con el Señor y seguirle siempre, donde no interesa ni el tiempo, ni la misión ni el lugar donde se realice. Lo único que vale es estar con Dios, al que amamos sobre todas las cosas. Solo Él basta.
El maestro del amor y quién tiene autoridad para mandarnos amar es Jesús, quien nos dijo: “nadie tiene amor más grande que el que da la vida por el amigo”, y Él nos amó y nos demostró su amor muriendo en la cruz por todos y cada uno de nosotros. Por esto, Jesucristo, el Amor y la Misericordia de Dios hechos persona, es a quien tenemos que conocer y amar mucho más cada día, para cumplir mejor el mandamiento del amor, en medio del mundo con responsabilidad, rectitud, honestidad y honradez; luchando contra toda violencia, corrupción e injusticia y siendo misericordiosos con los más pequeños.