(5° Dom. Cuaresma C 2025)

Libro del profeta Isaías (Is 43,16-21)

“Así dice el Señor, que abrió camino en el mar y senda en las aguas impetuosas;
que sacó a batalla carros y caballos, tropa con sus valientes; caían para no levantarse, se apagaron como mecha que se extingue.
«No recuerden lo de antaño, no piensen en lo antiguo; miren que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan?
Abriré un camino por el desierto, ríos en el yermo; me glorificarán las bestias del campo, chacales y avestruces, porque ofreceré agua en el desierto, ríos en el yermo, para apagar la sed de mi pueblo, de mi escogido, el pueblo que yo formé, para que proclamara mi alabanza».”

Salmo responsorial (Salmo 125)

R/. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar:
la boca se nos llenaba de risas,
la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían: «El Señor
ha estado grande con ellos».
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte,
como los torrentes del Negueb.
Los que sembraban con lágrimas
cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando,
llevando la semilla;
al volver, vuelve cantando,
trayendo sus gavillas.

Carta de san Pablo a los Filipenses (Fil 3,8-14)

Hermanos: Todo lo estimo pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él, no con una justicia mía, la de la Ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe.
Para conocerlo a él, y la fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte, para llegar un día a la resurrección de entre los muertos. No es que ya haya conseguido el premio, o que ya esté en la meta: yo sigo corriendo. Y aunque poseo el premio, porque Cristo Jesús me lo ha entregado, hermanos, yo a mí mismo me considero como si aún no hubiera conseguido el premio.
Sólo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, para ganar el premio, al que Dios desde arriba llama en Cristo Jesús.”

Versículo para antes del Evangelio

“Busquen el bien y no el mal y vivirán, y así estará con ustedes el Señor”

Evangelio de san Juan (Jn 8,1-11)

“En aquel tiempo, Jesús se retiró al monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba.
Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron:

  • «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».
    Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo.
    Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.
    Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
  • «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».
    E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.
    Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último.
    Y quedó sólo Jesús, con la mujer, en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó:
  • «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?».
    Ella contestó:
  • «Ninguno, Señor».
    Jesús dijo:
  • «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».”

Reflexión

La sociedad ha sido en general más tolerante con el adulterio del esposo que con el de la esposa, inclusive en culturas sociológicamente cristianas. Que los varones tuvieran alguna aventura ocasional, o hasta alguna relación estable fuera del matrimonio, era mirado con tolerancia y comprensión. Pero si la mujer caía en la menor falta, se consideraba como una infamia intolerable, causa de malos tratos y hasta crímenes.

Jesús rompe también este prejuicio. El pecado de unos y de otras es lo mismo ante Dios, ofendido por el hombre desde Adán y Eva. Pese a lo cual, el Amor divino no se deja vencer por el desamor humano. En su Hijo nos manifiesta su Misericordia, y nos ofrece su perdón. Esta actitud de Jesús escandaliza a los fariseos, que buscan ponerlo a prueba trayéndole a su presencia a una mujer adúltera, para que la condene a muerte.

La escena ocurre en el atrio del templo. Era por la mañana y Jesús enseñaba rodeado por un numeroso grupo de gente. Le interrumpe un alborotado grupo de escribas y fariseos, expertos en la interpretación de la ley, que traían a empellones a una mujer despeinada y a medio vestir… Al ver a Jesús el grupo se detuvo y le arrojaron a sus pies la mujer. Y, en tono de insolencia, dijeron con ironía en los labios: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrearla. Tú ¿qué dices?

La pregunta que hacen a Jesús le plantea un dilema difícil de resolver. Debe optar entre atenerse a la justicia y dictar sentencia de muerte, o violar la ley. La escena es profundamente dramática. La vida de aquella mujer depende de la decisión de Jesús, pero también está en juego la propia vida de Jesús, que puede ser acusado de incitar a una grave transgresión de lo mandado, restando importancia ante los ojos de todo el pueblo a los preceptos de la ley divina.

Aquellos personajes fingen tener una deferencia con Jesús, reconociendo aparentemente su autoridad moral, para atraparlo en sus palabras y luego juzgarlo duramente por ellas. Pero el maestro desenmascara su hipocresía, con calma, sin alterarse. Mientras los escucha, se pone a escribir con su dedo en el suelo. Este gesto muestra a Cristo como el Legislador divino, ya que, según dice la Escritura, Dios escribió la ley con su dedo en unas tablas de piedra (Ex 31,18). Jesús, por tanto, es el Legislador, es la Justicia en persona.

Jesús no viola la ley, pero no quiere que se pierda lo que Él estaba buscando, porque había venido a salvar lo que estaba perdido. Su sentencia es justa e inapelable: “El que de ustedes esté sin pecado que tire primero la piedra” (Jn 8,7). “Miren qué respuesta tan llena de justicia, de mansedumbre y de verdad –comenta admirado San Agustín–. ¡Oh verdadera contestación de la Sabiduría! Lo han oído: “Cúmplase la Ley, que sea apedreada la adúltera”. Pero, ¿cómo pueden cumplir la Ley y castigar a aquella mujer unos pecadores? Mirémonos en nuestro interior y pongámonos en presencia del tribunal del corazón y de la conciencia, y tenemos que confesarnos pecadores. Las palabras de Jesús “están llenas de la fuerza de la verdad, que desarma, que derriba el muro de la hipocresía y abre las conciencias a una justicia mayor, la del amor, en la que consiste el cumplimiento pleno de todo precepto (S.S. Benedicto XVI, cfr. Rm 13,8-10).

Llama mucho la atención la reacción del Señor, que es la Justicia en persona. En ningún momento salen de su boca palabras de condena, sino de perdón y misericordia, con una suavidad que invita amablemente a convertirse: “Tampoco yo te condeno; vete y a partir de ahora no peques más”. Dios no quiere el pecado y sufre por él, pero tiene paciencia y es compasivo y misericordioso. La voluntad de Dios no es condenar al pecador, sino salvarlo. Esta es la misión de Jesucristo. Por eso dice: «tampoco yo te condeno» y añade: «ya no vuelvas a pecar». Lo que importa es el futuro. El perdón de Dios es vida, vida renovada para el hombre.

Jesús no quiere nunca el mal. Sólo desea el bien y la vida. Por eso, con su gran misericordia, instituyó el sacramento de la Reconciliación para que nadie se pierda, sino al contrario, para que todos podamos encontrar el perdón que necesitamos, por grandes que hayan sido nuestras faltas. Dios nunca se cansa de perdonar. El problema es que nosotros nos cansamos de pedir perdón. ¡No nos cansemos nunca de pedir perdón! Él es Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros.

¿Qué tal si ahora, después de escuchar este Evangelio y participar en el sacramento del Amor y el perdón, comenzamos a dejar caer las piedras que tenemos en las manos, comenzando por los que tienen mayor edad?:

  • Esa piedrecita que se tiene lista para arrojarla a la esposa, al esposo o al hijo en la primera ocasión que se presente, al grito de «¡ahora sí me vas a oír!».
  • Dejemos caer disimuladamente esa piedra grande que hemos pensado tirarle a la persona que nos sirve si vuelve a llegar tarde o ha de hacer mal alguna cosa.
  • Suelten, como quien no quiere la cosa, el peñasco que han dispuesto dejar caer sobre el hijo o hija, para aplastarlos porque han dado un mal paso.
  • Nos tragamos esas verdades pétreas o insultos que le íbamos a decirle a cierta persona cuando estuviéramos frente a ella o calumniarla ante los demás, porque nos creemos rectos y santos.
  • Abramos los dedos para que se deslice hasta la tierra la cantaleta o la violencia de las palabras con que íbamos a lapidar a cuantos no piensan como nosotros.

Recordemos que Cristo dijo: «el que esté limpio de pecado, que tire la primera piedra» (infidelidad, injusticia, maltrato a los que nos sirven, deshonestidad, placeres, envidia, egoísmo gozar del sufrimiento ajeno, vulgaridad o utilizar a las personas como cosas, como instrumentos de placer, sin importarnos para nada su dignidad.)