(XX° Dom. Ord. C 2022)

Libro del profeta Jeremías (Jr 38,4-6.8-10)

“En aquellos días, los príncipes dijeron al rey:

– Muera ese Jeremías, porque está desmoralizando a los soldados que quedan en la ciudad, y a todo el pueblo, con semejantes discursos. Ese hombre no busca el bien del pueblo, sino su desgracia.

Respondió el rey Sedecías:

– Ahí lo tienen, en su poder: el rey no puede nada contra ustedes.

Ellos cogieron a Jeremías y lo arrojaron en el aljibe de Melquías, príncipe real, en el patio de la guardia, descolgándolo con sogas. En el aljibe no había agua, sino lodo, y Jeremías se hundió en el lodo.

Ebedmelek salió del palacio y habló al rey:

– Mi rey y señor, esos hombres han tratado inicuamente al profeta Jeremías, arrojándolo al aljibe, donde morirá de hambre. (Porque no quedaba pan en la ciudad).

Entonces el rey ordenó a Ebedmelek:

– Tome tres hombres a su mando, y saque al profeta Jeremías del aljibe, antes de que muera.”

Salmo Responsorial (Salmo 39)

R/. Señor, date prisa en socorrerme.

Yo esperaba con ansia al Señor;
él se inclinó y escucho mi grito.
Me levantó de la fosa fatal, de la charca fangosa;
afianzó mis pies sobre roca y aseguró mis pasos.

Me puso en la boca un cántico nuevo,
un himno a nuestro Dios.
Muchos al verlo quedaron sobrecogidos
y confiaron en el Señor.

Yo soy pobre y desgraciado,
pero el Señor se cuida de mí;
tú eres mi auxilio y mi liberación,
Dios mío, no tardes.

Carta a los Hebreos (Hb 12,1-4)

“Hermanos: Una nube enorme de espectadores nos rodea: por tanto, quitémonos lo que nos estorba y el pecado que nos ata, y corramos en la carrera que nos toca, sin retirarnos, fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe: Jesús que, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre. Recuerden al que soportó la oposición de los pecadores, y no se cansen ni pierdan el ánimo. Todavía no han llegado a la sangre en su pelea contra el pecado.”

Aleluya

Aleluya, aleluya

Mis ovejas oyen mi voz, dice el Señor, yo las conozco y ellas me siguen.

Aleluya.

Evangelio de san Lucas (Lc 12,49-53)

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

– He venido a prender fuego en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Piensan que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.”

Reflexión

El discípulo que redactó la pasión sufrida por el profeta Jeremías completó el mensaje de su palabra con el mensaje de su vida. En su existencia amenazada de muerte padeció la muerte que anunciaba a la nación. La resistencia a su palabra repercutió en su persona. Jeremías proclamó la Palabra de Dios por 40 años y fue rechazado, perseguido y no tuvo seguidores que le animaran.

Como en el caso del profeta Jeremías, los católicos siempre somos objeto de observación por los de fuera y nunca pasamos inadvertidos. Tenemos que realizar una acción marcada en el proceso de liberación humana. Para poder alcanzar este objetivo, tenemos que aligerar nuestro equipaje, despojarnos de todo lo superfluo que llevemos y de aquello que nos agobia, y alejarnos de personas o situaciones que pueden perjudicar nuestra relación íntima con el Señor. Para vivir de esta manera debemos fijar nuestros ojos únicamente en Jesucristo. Él está siempre con nosotros para animarnos y fortalecernos ante el mal que continuamente nos ataca en el caminar de nuestra existencia, en el que andamos con Él, por Él y para Él.

Este momento histórico que vivimos es muy apropiado para reflexionar en torno a la calidad de vida cristiana que cada uno lleva dentro y fuera del hogar, dentro y fuera del templo.

Tú ni yo somos los primeros en creer, tampoco estamos solos en la fe, ni podemos vivir esta fe en solitario, pues, una nube de testigos nos envuelve. Nuestra fe es toda una aventura, y en ella nadie viaja solo. Sólo miremos cómo por la fe, miles de creyentes han derramado su sangre, en el transcurso de la historia del cristianismo y la están derramando hoy en muchos lugares del mundo. También por la fe, innumerables creyentes han dejado todo y han consagrado su vida al servicio del Evangelio.

Hoy recordamos las palabras del Señor cuando decía que Él traía fuego al mundo y seguramente se refería al fuego del Espíritu Santo. El deseo del Señor era que ya estuviese ardiendo este fuego en todo el mundo. Pensemos en la venida del Espíritu Santo como lenguas de fuego que se posaron sobre los apóstoles y todo lo que sucedió luego (cfr. Hch. 2:3).

El fuego es poderoso y doloroso. Como el fuego limpia y purifica metales preciosos, quita y quema todas las imperfecciones e inmundicias, así el Señor quiere que el fuego traído por Él cubra y purifique a toda la humanidad.

La crucifixión de Jesús fue su terrible bautismo. Él hablaba del dolor, de la experiencia de la separación completa de Dios para morir por los pecados del mundo entero. ¡Sí! Él tenía que sufrir el dolor por los pecados de todo el mundo. El murió por ti y por mí aun cuando todavía éramos pecadores (cfr. Rm 5:8). Su muerte nos libró a todos de la esclavitud del pecado. Esta realidad hace que el Evangelio sea una noticia hermosamente sublime que invade a toda la humanidad, hasta lo más íntimo y recóndito de cada persona, pero, al mismo tiempo, es tremendamente inquietante y puede engendrar división en todos y en todas partes, hasta en el interior mismo de las familias. Pues, el Señor quiere una respuesta en la que no puede haber decisiones a medias: o estamos con Él o estamos contra Él.

El Reino de Dios es la realización de la comunión entre los hombres y con Él. Ya los profetas lo habían anunciado y descrito como un tiempo de paz, de bienestar, de alegría jamás vista; un tiempo de fraternidad universal y cósmica. Todo muro y barrera sería derribada, eliminada, y sería constituido un solo pueblo para un solo Dios.

Jesucristo realizó el proyecto de Dios en la humanidad expresado por los profetas. Vino a «reunir los hijos dispersos». Su última oración es la oración por la unidad: «Padre, que sean uno solo, como nosotros somos uno».

Entonces, ¿cómo poner de acuerdo estas expresiones con las palabras del evangelio de san Lucas que leemos este domingo? ¿»Piensan que yo he venido a traer paz sobre la tierra? Les digo que no, sino división» (Lc 12,49-53).

El anuncio de la verdad suscita oposición. Las palabras de Jesús están llenas de un profundo realismo: su Reino traerá nuevas divisiones. Quien lo acoge no entra en un estado de paz paradisíaca, sino desde el principio prueba en sí mismo la guerra y la división. Él no puede aceptar la ambigüedad del compromiso, no puede vivir el bien y el mal, encontrar un acuerdo entre lo verdadero y lo falso, no puede confiarse totalmente a las certezas humanas, debe abandonar continuamente la tierra de las tranquilas costumbres por la incertidumbre de una tierra que no posee.

Es cosa extraña que la fe en Cristo crea enemigos, ponga obstáculos. Esto es verdad porque el amor y la verdad tienen en la cruz su precio y su verificación. No hay amor verdadero que no lleve consigo el sufrimiento, no hay verdad que no hiera. Si el amor es don gratuito no puede no ser separación de sí mismo. Si la verdad es descubierta no puede no ser un juicio sobre nuestras acciones, y un esfuerzo por nuevas y más incómodos horizontes.

Profeta es aquel que anuncia la verdad profunda de los hechos. Porque la realidad de los hechos es la acción imprevisible de Dios que mueve hacia la libertad, ella suscita siempre en el hombre la duda, el miedo del riesgo, la oposición con que el orgullo y el pecado se manifiestan. Por la verdad nace la incertidumbre porque el hombre prefiere fiarse de la seguridad de la prudencia humana más que abandonarse a lo imprevisible de Dios. Jeremías anuncia el plan de Dios y es acusado de derrotismo (cfr. Jr 38,4-6.8-10). Esto es verdad también para quien va al estadio a conquistar una victoria. El ponerse en la línea de partida conlleva una competitividad, una lucha, tener enemigos. En las tribunas hay quien le aplaude y quien hace de todo para desanimarle (cfr. Hb 12,1-4).

Decidirse por Jesucristo en un mundo dominado por el pecado es conseguirse enemigos. El cristiano que se pone de parte de Cristo entra por esto mismo en el combate y en la lucha. No se puede considerar ni es tenido neutral: para muchos es un enemigo, aun cuando él quiera ser «hermano universal». La historia de la humanidad puede hacer cuenta sobre la voluntad de comunión, de esfuerzo, de colaboración del cristiano, pero su proyecto de liberación, su utopía de un amor sin confines no puede no suscitar rechazo en la familia, entre los amigos, en la sociedad, le impone decisión que le quitará la tranquilidad para muchos.

El cristiano supera la división y alcanza la unidad con el amor gratuito. Él encuentra la paz con quien como él acepta la propia muerte para que el otro viva y encuentra la comunión con quien vive en la esperanza. En cambio, con quien no busca la verdad, el amor y la justicia, él se encontrará dividido y experimentará la realidad de las palabras de Cristo: «Piensas que he venido a traer paz sobre la tierra? No, sino división» (Lc 12,51). Como Jesús, el Maestro, que «ha derribado el muro, la enemistad, haciendo paz en la sangre de su cruz» (cfr. Ef 2,14.16), así también el cristiano es portador de amor a todas partes.