(Dom. de Ramos 2024)

Evangelio según san Marcos (Mc 11,1-10)

“Se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, y Jesús mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles:

– Vayan a la aldea de enfrente y, en cuanto entren, encontrarán un borrico atado, que nadie ha montado todavía. Desátenlo y tráiganmelo. Y, si alguien les pregunta por qué lo hacen, contéstenle: “El Señor lo necesitaba, y lo devolverá pronto.”

Fueron y encontraron el borrico en la calle atado a una puerta; y lo soltaron. Algunos de los presentes les preguntaron:

– ¿Por qué tienen que desatar el borrico?

Ellos contestaron como había dicho Jesús; y se lo permitieron.

Llevaron el Borrico, le echaron encima los matos, y Jesús se montó. Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante y detrás gritaban:

– ¡Viva! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!

Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David.

¡Viva el Altísimo!”

Reflexión

¿Qué nos recuerda el ramo de olivos, la rama de la palma o una plantita que llevamos en la mano, a la procesión de ramos? Recuerda un hecho singular del Evangelio: la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, cinco días antes de ser condenado a muerte y crucificado en el monte Calvario.

Te invito a ubicarnos en Betania, a pocos kilómetros de Jerusalén, una aldea sobre la vertiente oriental del Monte de los Olivos, donde estaba la residencia de las hermanas Marta y María, y de su hermano Lázaro, recientemente resucitado por Jesús, y donde las personas curiosas se agolpaban sorprendidas y excitadas; allí estaban los amigos, los discípulos, con los que admiraban a Lázaro revivido, y allí estaban los enemigos furiosos por la popularidad que Jesús iba conquistando, y decididos a suprimir tanto a Jesús como a Lázaro, para poner fin al éxito creciente del Maestro (cfr. Jn 12,10).

En este ambiente pleno de entusiasmo explosivo por una parte, y de odio radical y soterrado por otra, se formó un grupo que acompañó a Jesús en su recorrido jubiloso hacia Jerusalén, transformándose en un corto recorrido en una manifestación popular que, a pesar de su pobre sencillez, adquirió solemnidad por dos situaciones; la muchedumbre de personas acampadas en torno a Jerusalén con motivo de la Pascua hebrea, y procedentes de la ciudad rebosante de nacidos en Jerusalén y forasteros, que en su totalidad corrieron hacia donde entraba el Maestro y quienes le acompañaban; y, las aclamaciones espontáneas y jubilosas de todas aquellas gentes que aplaudían con gritos muy significativos, y muy molestos para los enemigos de Jesús; «¡Hosanna! Bendito el que viene en nombre del Señor».

Este recibimiento, tan jubiloso y tan multitudinario, se convirtió en el reconocimiento y en la proclamación del carácter mesiánico de Jesús. Jesús el que debía venir, está ahí, en medio de todos. ¡Él es el hijo de David! ¡Él es el Cristo! ¡el enviado por Dios, Él es el Salvador. Él es el Mesías. Él es el centro de la historia. Él es el rey de los judíos.

Nuestra celebración del Domingo de Ramos, que se refiere a la proclamación de Jesús como Mesías; de Jesús, el Cristo; de Jesús, Salvador nuestro; afecta también nuestro destino, nuestra opción primera. Reflexionemos sobre el episodio decisivo que estamos celebrando: Jesús reconocido por el pueblo y al mismo tiempo perseguido, y después hecho matar por los jefes del mismo pueblo que no quisieron acogerlo ni prestarle fe; ni siquiera después de la resurrección de Lázaro ni de su entrada triunfal y humilde como Mesías en Jerusalén.

Recordemos, cómo fue el pueblo, los humildes, los jóvenes, quienes tuvieron la intuición de que Jesús de Nazaret, el Maestro extraordinariamente sabio, milagroso y misericordioso, peregrino y predicador por Palestina, era el Mesías en persona, el hijo de David, el Salvador esperado y prometido. Ellos fueron los que adivinaron, ellos fueron los heraldos del Mesías. Ellos se comprometieron con señales de audacia, de felicidad, de alegría. Ellos comprendieron que aquel momento era la hora de Dios, la hora esperada, suspirada y bendita de la llegada del Mesías; y fue entonces cuando, agitando ramas de olivo y palmas y poniendo sus mantos en el piso, proclamaron a Jesús, Mesías, Príncipe de la Paz (cfr. Is 9,6); fue su primer triunfo popular e incontenible (cfr. Lc 19,39-40).

A ti y a mí nos corresponde hoy hacernos eco de las aclamaciones de Jesús, reconocido como Cristo, como Salvador y Señor. Dios quiera que seamos los privilegiados en comprender que el Jesús del Evangelio es precisamente el que inaugura y abre el Reino de la Salvación y se encuentra entre nosotros, en el pobre y necesitado. Una presencia que ha de inundar nuestro corazón con el valor y la paz.