(XXIX° Dom. Ord. A 2023)

Libro del Profeta Isaías (Is 45,1.4-6)

“Así dice el Señor a su Ungido, a Ciro, a quien lleva de la mano:

Doblegaré ante él las naciones, desceñiré las cinturas de los reyes, abriré ante él las puertas, los batientes no se le cerrarán.

Por mi siervo Jacob, por mi escogido Israel, te llamé por tu nombre, te di un título, aunque no me conocías.

Yo soy el Señor y no hay otro; fuera de mí, no hay dios.

Te pongo la insignia, aunque no me conoces, para que sepan de Oriente a Occidente que no hay otro fuera de mí.

Yo soy el Señor, y no hay otro.”

Salmo Responsorial (Salmo 95)

R/. Aclamen la gloria y el poder del Señor.

Canten al Señor un cántico nuevo,
canten al Señor, toda la tierra.
Cuenten a los pueblos su gloria,
sus maravillas a todas las naciones. .

Porque es grande el Señor, y muy digno de alabanza,
más temible que todos los dioses.
Pues los dioses de los gentiles son apariencia,
mientras que el Señor ha hecho el cielo.

Familias de los pueblos, aclamen al Señor,
aclamen la gloria y el poder del Señor,
aclamen la gloria del nombre del Señor,
entren en sus atrios trayéndole ofrendas.

Póstrense ante el Señor en el atrio sagrado,
tiemble en su presencia la tierra toda;
digan a los pueblos: “El Señor es rey,
él gobierna a los pueblos rectamente”.

Primera Carta de Pablo a los Tesalonicenses (1Tes 1,1-5b)

“Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de los tesalonicenses, en Dios Padre y en el Señor Jesucristo. A ustedes, gracia y paz.

Siempre damos gracias a Dios por todos ustedes y los tenemos presentes en nuestras oraciones.

Ante Dios, nuestro Padre, recordamos sin cesar la actividad de su fe, el esfuerzo de su amor y el aguante de su esperanza en Jesucristo, nuestro Señor.

Bien sabemos, hermanos amados de Dios, que él los ha elegido y que cuando se proclamó el Evangelio entre ustedes, no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda, como muy bien lo saben.”

Aleluya

Aleluya, aleluya.

“Brillarás como lumbreras del mundo, mostrando una razón para vivir”.

Aleluya.

Evangelio de san Mateo (Mt 22,15-21)

“En aquel tiempo, se retiraron los fariseos y llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron:

– Maestro, sabemos que eres sincero y que enseñas el camino de Dios conforme a la verdad; sin que te importe nadie, porque no te fijas en las apariencias. Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?

Comprendiendo su mala voluntad, les dijo Jesús:

– ¡Hipócritas!, ¿por qué me tientan? Enséñenme la moneda del impuesto.

Le presentaron un denario. Él les preguntó:

– ¿De quién son esta cara y esta inscripción?

Le respondieron:

– Del César.

Entonces les replicó:

– Pues páguenle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.”

Reflexión

Dice el evangelio que los fariseos querían «comprometer» a Jesús con la pregunta de si había que pagar o no impuestos al emperador romano. En aquellos momentos la respuesta a esta pregunta era comprometedora y peligrosa porque se vivía en un ambiente de exaltación nacionalista. Muchos judíos no podían ver con buenos ojos a los romanos y no tenían ninguna gana de pagarles impuestos. Otros, quizás porque en aquel régimen les iba bien, eran partidarios de pagar impuestos y servían con gusto al dominador extranjero. Eran, como decimos ahora, colaboradores. La confrontación entre estas dos posturas radicales parece que marcaba la vida política de mucha gente en Israel y creaba divisiones profundas en el pueblo.

A Jesús también quieren implicarlo en esta confrontación y piden que se defina políticamente: o a favor del régimen establecido o a favor de la resistencia. Pero resulta curioso que Jesús eluda esa polarización radicalizada, a pesar de las condiciones objetivas de la vida de Israel en aquellos momentos. Creo que esta posición de Jesús debería hacer pensar a aquellas personas que ahora ponen un nacionalismo enfermizo como componente esencial de su fe cristiana.

Leyendo el evangelio, parece que Jesús tenía otros objetivos más profundos de liberación que no coincidían con expulsar a los romanos o soportarlos. Jesús tenía otras prioridades. La actuación de Jesús es una invitación a reflexionar serenamente, algo nos quiere decir con su forma de actuar.

Con una moneda del impuesto en su mano, Jesús pronunció estas palabras: «Den a Dios, lo que es de Dios; y al César, lo que es del César». Seguro que esta contestación dejaba insatisfechos a los nacionalistas de turno, pero para nosotros tiene un mensaje hermoso: no debemos confundir a Dios con ningún hombre ni confundir a ningún hombre con Dios. Los cristianos no podemos aceptar ningún endiosamiento. El profeta Isaías nos dice: «Yo soy el Señor y no hay otro. Fuera de mí no hay otro Dios». Es un mandamiento básico de nuestra fe. Jesús quería alejar de nosotros todo intento de endiosamiento. Sin embargo, esos intentos se han repetido por parte de muchas personas a lo largo de la historia, coincidiendo casi siempre con dictadores y tiranos. Sabemos que hay endiosamiento en esas personas, subidas al poder, que exigen una sumisión total como si en sus vidas no hubiera sitio para el error o el pecado. Y no andan lejos del endiosamiento o de la divinización todas esas personas que se hacen aclamar como «enviados de Dios», «santos», “redentores”, «hombres providenciales», «representantes de Dios», «salvadores» o puestos en el mundo «por la gracia de Dios». Los católicos hemos aprendido a dar al César lo que es del César. No divinizamos a nadie ni dentro ni fuera de la Iglesia que no sea nuestro Señor Jesucristo. Jesús, que no hizo alarde de Dios, dirige nuestras vidas. Lo que importa es el Reino de Dios. Este es el único fin que debemos buscar.

Las palabras de Jesús: «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», sirvieron posteriormente para iluminar el contenido de la definición del término “justicia”: «dar a cada uno lo suyo, dar a cada persona lo que le corresponde”.

Así, pues, nuestra tarea es darle a Dios lo que es de Dios, esto es, alabanza y acción de gracias; y a los hombres lo que es de ellos, es decir, el Amor misericordioso que Dios mismo nos ha dado para que lo distribuyamos entre los más necesitados. La medida de esta justicia la encontramos en la misma persona de Cristo, quien se ha solidarizado con nuestra condición humana menos en el pecado, manifestando así la misericordia de Dios Padre como en la “parábola del hijo pródigo” o curando las enfermedades antes que pedir el cambio de vida. A Dios hay que darle lo suyo y esto es su Amor hacia los hermanos. Es bueno recordar que nuestro Amor hacia los demás no nos pertenece, es de ellos. La misericordia y la justicia que debemos a las otras personas es algo que Dios les ha dado a través nuestro. Son de ellas. Todos los dones que Dios nos concede son para que los pongamos al servicio de los demás.

Esto nos hace recordar que no es correcto dar a los demás lo que a nosotros nos sobra… las sobras no son para los hermanos y hermanas. Fijémonos cómo Dios Padre no nos ha dado sobrados; nos ha dado todo su Amor, su Gracia, su Bendición.

Para poder darle a Dios lo que es de Dios –dar el Amor de Dios a los hermanos–, es necesario dejarnos llenar de su Amor y que Dios actúe en el interior de cada persona y permitir que la gracia de Dios se extienda por todo nuestro ser. Al igual que la Virgen María, nuestra mejor actitud es no poner trabas para evitar que Cristo entre y haga su morada en nuestro corazón y, así poder un día exclamar como lo hizo san Pablo: “no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. Esto es, ser cristianos plenos de Gracia, ser santos.

Es oportuno recordar ahora que cuando una persona se acerca a ti, a tu casa, busca un santo, no un título o una dignidad; busca un hermano o una hermana; además, esa santidad que Dios te ha dado no es tuya, es de los otros.

Darle al otro lo suyo es darle comprensión, solidaridad, compañía, ayuda real, fraternidad, alegría, amor, paz. En esto consiste la fe, la esperanza y la caridad. Esto es ser cristiano. “Dar a Dios lo que es de Dios” es semejante a: “lo que hagas a estos los más pequeños, conmigo lo has hecho” (Mt 25,1ss). El Señor está en el pobre y el pobre (Cristo) pide lo que le corresponde y eso es Amor, Acción de gracias. Hay necesidad de agradecer al pobre que viene a tu encuentro, porque es el momento excepcional para dar a Dios lo que le es suyo.

El cristiano no puede separar su vida humana de su vida de fe. Ha de dar lo que le corresponde: en el dominio del César y en el de Dios; debe ser integralmente un justo. Sólo así podrá celebrar con los hermanos la muerte y la resurrección del Justo por excelencia.

Una persona cristiana, al llegar a casa da a quienes allí se encuentran, lo que el Señor nos pide en el otro: cariño, comprensión, alegría, paz, equilibrio, ánimo y optimismo, mucho amor y misericordia tan grande y tan profundo como el Amor que Dios nos tiene y que nos regala a manos llenas: Él entrega su vida por ti, por mí, por toda la humanidad y se queda como alimento en la Eucaristía. Él se me entrega totalmente para inflamado mi corazón de su Amor, pueda yo ser Amor para los necesitados. De ahí que «si alguien llega a ti, no lo dejes ir de ti sin ser mejor y más feliz» (Madre Teresa de Calcuta).