(4° Dom. de Cuaresma C 2025)
Libro de Josué (Jo 5,9a.10-12)
“En aquellos días, el Señor dijo a Josué:
- «Hoy los he despojado del oprobio de Egipto».
Los israelitas acamparon en Guilgal y celebraron la Pascua al atardecer del día catorce del mes, en la estepa de Jericó.
El día siguiente a la Pascua, ese mismo día, comieron del fruto de la tierra: panes ázimos y espigas fritas.
Cuando comenzaron a comer del fruto de la tierra, cesó el maná. Los israelitas ya no tuvieron maná, sino que aquel año comieron de la cosecha de la tierra de Canaán.”
Salmo responsorial (Salmo 33)
R/. Gusten y vean qué bueno es el Señor.
Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren.
Proclamen conmigo la grandeza del Señor,
ensalcemos juntos su nombre.
Yo consulté al Señor, y me respondió,
me libró de todas mis ansias.
Contémplenlo, y quedarán radiantes,
su rostro no se avergonzará.
Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha
y lo salva de sus angustias.
Segunda carta de san Pablo a los Corintios (2Cor 5,17-21)
“Hermanos: El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Todo esto viene de Dios, que por medio de Cristo nos reconcilió consigo y nos encargó el ministerio de la reconciliación. Es decir, Dios mismo estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, sin pedirle cuentas de sus pecados, y a nosotros nos ha confiado el mensaje de la reconciliación.
Por eso, nosotros actuamos como enviados de Cristo, y es como si Dios mismo les exhortara por nuestro medio. En nombre de Cristo les pedimos que se reconcilien con Dios. Al que no había pecado Dios lo hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios.”
Versículo para antes del Evangelio
Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré:
«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti».
Evangelio según san Lucas (Lc 15,1-3.11-32)
“En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos:
- «Ése acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola: - «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre:
«Padre, dame la parte que me toca de la fortuna».
El padre les repartió los bienes.
No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente.
Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.
Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.
Recapacitando entonces, se dijo:
«Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros».
Se puso en camino a donde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.
Su hijo le dijo:
«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo».
Pero el padre dijo a sus criados:
«Saquen en seguida el mejor traje y vístanlo; pónganle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traigan el ternero cebado y mátenlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado».
Y empezaron el banquete.
Su hijo mayor estaba en el campo.
Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba.
Éste le contesto:
«Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud».
Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo.
Y él replicó a su padre:
«Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado».
El padre le dijo:
«Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado»».
Reflexión
Si observamos el contenido de las principales noticias locales, nacionales, internacionales, si miramos la realidad del medio familiar, social y laboral en el que nos encontramos, se observa este aspecto triste y desesperanzador: nos ha invadido la injusticia, la insolidaridad, la violencia, el odio, la envida, la brutalidad, el egoísmo, el deseo de poder, la corrupción, la intolerancia, la infidelidad, el despilfarro, el asesinato, el secuestro, el robo, la trampa. Toda esta vergüenza para la sociedad actual, es consecuencia del pecado que ha oscurecido la Luz de Dios.
¿Qué hacer ante esta grave situación? La palabra de Dios nos ayuda a encontrar la respuesta correcta.
San Lucas nos presenta hoy la “parábola del hijo pródigo”, o la “parábola del Padre misericordioso”. Esta preciosa parábola, para muchos la más hermosa y la más tierna de todas, forma parte de un pequeño grupo de parábolas que tienen como tema común objetos perdidos. Son las parábolas “de la dracma perdida”, “de la oveja perdida” y “del hijo perdido”. Tres objetos, preciosos a los ojos del dueño, que estaban perdidos, son recobrados sanos y salvos con inefable alegría y gozo del poseedor. Comunicativa la alegría de la mujer que encuentra su dracma; emocionante el gozo del pastor que vuelve con la oveja descarriada; conmovedoras, hasta el extremo, las lágrimas incontenibles del padre que recobra al hijo con vida. Hoy leemos la última de ellas.
Las primeras líneas del Evangelio nos ponen en contexto: “solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Éste acoge a los pecadores y come con ellos” (Lc 15, 1).
Los fariseos acusan a Jesús; más aún, lo condenan. Aquel hombre, que rompe el sábado y anda de continuo con los pecadores y publicanos, no puede ser un hombre de Dios; es un falsario. Si fuera un profeta, sabría que aquellos hombres con quienes trata son aborrecidos por Dios. ¡Nada más equivocado! No sabían los pobres que Cristo representaba y practicaba la misericordia divina, y que ésta era infinita. Dios ama tiernamente al hombre y lo llama, por pecador que sea, continuamente a su amistad. Dios es más misericordioso que las personas. Él vino a curar a los enfermos, no a los sanos. La misericordia nos asemeja a Dios, no la severidad del juez.
Dios respeta la voluntad libre del hombre -varón y mujer-, aunque con frecuencia condena sus actos. Por ello es que el padre acepta la petición del hijo, en la parábola. El hombre ha recibido de Dios bienes de toda clase, materiales y espirituales, del cuerpo y del espíritu. El hombre, que se aleja de la casa del padre lo hace para malgastar los bienes; al malgastarlos, se aleja. El mal uso de los bienes, no elevan al hombre; antes bien lo degradan, lo envilecen. Compárense los extremos, la casa del padre y la guarda de puercos o cerdos. Alguno le susurró al oído: Aléjate, lleva tu propia vida; no vivas como un niño, siempre a la sombra del padre; ya eres mayor, disfruta tú solo de tus bienes, independízate. Nos recuerda la tentación del diablo en el Paraíso: Seréis como dioses… y acabaron desnudos. Así para el hijo pródigo en la medida en que desaparecen los dineros, desaparecen los amigos.
El dolor es síntoma de enfermedad. El dolor nos obliga a confesarnos enfermos. Sin el dolor moriríamos sin darnos cuenta. El hambre y el abandono le hacen al hijo reflexionar sobre su infortunio. La experiencia de la ruina le hace ver la magnitud de su locura. Las imágenes del pasado feliz se le agolpan y amontonan en la mente. ¡Qué era y qué es ahora! Ni siquiera la comida de los cerdos puede llenar su estómago vacío. ¡Qué desilusión haber abandonado al padre! Su espíritu vuelve a cobrar esperanza: Me levantaré e iré al padre y le diré: He pecado contra el cielo y contra ti… El hijo está contrito y humillado. Ha comenzado la conversión. Ese es el proceso: sentir el pecado, admitirlo como propio, levantar la mirada a Dios, confesar el delito. La desgracia acompaña al que abandona a Dios, la gracia al que lo encuentra. ¿Hubiera sentido el hijo la necesidad de ir al padre, de no haber sufrido el hambre y el abandono? El sufrimiento nos acerca a Dios.
La figura del padre es conmovedora. El pensamiento no se ha separado del hijo errante. Sintió el abandono de su casa. Desea su vuelta. La espera todos los días. Mira sin descanso el horizonte. Puede que venga y no lo encuentre a él. Pero un día salta de repente su corazón, adivinando, en aquella figura andrajosa que se divisa a lo lejos, la persona de su hijo. Corre, lo abraza, lo besa y sus lágrimas de gozo se mezclan con las amargas de su hijo. No le deja hablar. Lo levanta del suelo, lo estrecha entre sus brazos y comienza a llamar a los siervos. Hay que preparar un banquete, una fiesta: ¡El hijo perdido ha vuelto! Ni un reproche, ni una insinuación a su pecado. Todo lo contrario: el gozo del padre es indescriptible, su alegría sin límites.
La figura del hermano mayor ensombrece un tanto la escena. Pero es para realzar con más fuerza la luz. La postura del hermano obliga a definir la actitud del padre: Tú estabas conmigo; todo lo mío es tuyo; tuya debe ser también mi alegría; el hijo perdido ha vuelto.
¿Dónde está el pecado del hijo? No aparece expresamente. Lo que pidió al padre, le pertenecía; ni hizo nada injusto. Sí que es una cosa mala el malgasto de los bienes. Pero no está ahí propiamente el pecado. El malgasto de los bienes es consecuencia y expresión de una actitud interna irregular. El verdadero pecado está aquí: marcharse de casa. Al hijo no le importó la casa, no le importó el padre; la convivencia con él le pareció superflua y despreciable. Ese es el mal. Rompió con el padre, despreciando así su condición de hijo. Acabó siervo y esclavo de señores ajenos. Se apartó de la vida y cayó en la miseria más absoluta. De nuevo recordamos la desgracia de Adán y Eva. El camino ha sido el mismo. El mismo ha de ser el camino para encontrar al padre de nuevo: reconocer nuestro pecado, volver al padre, reconciliarnos con él y vivir con él siempre.
Así pues, la solución a los graves problemas que envuelve nuestra vida, es la Misericordia de Dios cuando se toma verdaderamente la decisión de dejar que el Amor de Dios llene el vació de nuestro corazón. Nosotros no podemos vivir sin el Dios que nos creó; ni el hijo lejos del padre que lo ha engendrado. Caminar sin dirección ni rumbo a merced de nuestros propios caprichos y veleidades, malgastando los bienes que Dios misericordiosamente nos había concedido, nos ha lanzado al desorden de la humanidad en que ahora nos encontramos. Es una situación desesperada. Pero, Cristo se alza entonces, como reconciliador entre el Dios que nos ha creado y el hombre que lo había ofendido. La misericordia de Dios lo dispuso así. En su muerte nos ha librado del castigo que merecían nuestras culpas; él mismo ocupó nuestro lugar y nos arrancó de las fauces de la muerte. De siervos que éramos fuimos elevados a la dignidad de hijos, de la situación de extraños pasamos a la de amigos, de ofensores a la de herederos y a la de confidentes de Dios. El bautismo en Cristo nos ha reconciliado con Dios. La reconciliación empeña toda la vida, vida por cierto nueva en Cristo, como lo afirma san Pablo.
La parábola del Hijo pródigo nos describe la situación del que se aparta de Dios. A pesar de nuestro bautismo, a pesar de nuestras promesas de cambiar de vida, a pesar de las comunicaciones divinas que hemos recibido, seguimos claudicando. Somos con frecuencia hijos pródigos, alejados del Padre. ¿Vamos a estar siempre apacentando los cerdos de nuestras pasiones, cuando podíamos ser, en casa del Padre, señores de nosotros mismos? Es menester levantarse de nuevo y dirigirse al Padre para pedirle perdón. Él nos espera con los brazos abiertos. Para él es una alegría vernos de nuevo a su lado. Es que realmente nos ama. No quiere nuestra perdición, sino nuestra salvación. ¿No dio Cristo la vida por nosotros? ¡Qué esperamos, entonces! Es necesario reconocerse enfermo, pecador; de lo contrario no daremos un paso. Este es el tiempo oportuno para pensarlo. Las desgracias e infortunios desempeñan, a veces, el papel de hacernos sentir la necesidad de acudir a Dios. El salmo responsorial canta alborozado, fruto de la experiencia de muchos, el gozo de estar unido a Dios: ¡Gusten y vean qué bueno es el Señor!
El tiempo pasa y se aproxima la Pascua ¡Tiempo de alegría! Para llegar verdaderamente a esta meta es necesario pasar por el camino de la penitencia, de la reconciliación y de la caridad fraterna.
La Misericordia es el camino del perdón, es el camino a la libertad para ser más misericordioso.