(Solemnidad de Pentecostés C 2022)

Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2,1-11)

“Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería.

Se encontraban entonces en Jerusalén judíos devotos de todas las naciones de la tierra. Al oír el ruido, acudieron en masa y quedaron desconcertados, porque cada uno los oís hablar en su propio idioma. Enormemente sorprendidos preguntaban:

– ¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno los oye hablar en nuestra lengua nativa?

Entre nosotros hay partos, medos y elamitas, otros vivimos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia o en Panfilia, en Egipto o en la zona de Libia que limita con Cirene; algunos somos forasteros de Roma, otros judíos o prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua.”

Salmo Responsorial (Salmo 103)

R/. Envía tu espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.

Bendice, alma mía, al Señor:
¡Dios mío, qué grande eres!
Cuántas son tus obras, Señor;
la tierra está llena de tus criaturas.

Les retiras el aliento, y expiran,
y vuelven a ser polvo;
envías tu aliento y los creas,
y repueblas la faz de la tierra.

Gloria a Dios para siempre,
goce el Señor con sus obras.
Que le sea agradable mi poema,
y yo me alegraré con el Señor.

Carta de san Pablo a los Gálatas (Gál 5,16-25)

“Hermanos: Anden según el Espíritu y no realicen los deseos de la carne; pues la carne desea contra el Espíritu y el Espíritu contra la carne. Hay entre ellos un antagonismo tal, que no hacen lo que quisieran. Pero si les guía el Espíritu, no están bajo el dominio de la ley.

Las obras de la carne están patentes: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, envidias, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo, discordias, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Y los prevengo, como ya los previne, que los que así obran no heredarán el reino de Dios.

En cambio, el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí. Contra esto no va la ley. Y los que son de Cristo Jesús han crucificado su carne, con sus pasiones y sus deseos. Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu.”

Secuencia

“Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
Don, en tus dones espléndido;
Luz que penetra las almas;
Fuente del mayor consuelo

Ven, dulce huésped del alma.
Descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
Divina luz, y enriquécenos.
mira el vacío del hombre
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.

Aleluya

Aleluya, aleluya.

Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor.

Aleluya.

Evangelio de san Juan (Jn 15,26-27)

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

– Cuando venga el defensor, que les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí; y también ustedes darán testimonio, porque desde el principio están conmigo.

Muchas cosas me quedan por decirles, pero no pueden cargar con ellas por ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, les guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y les comunicará lo que está por venir.

El me glorificará, porque recibirá de mí lo que les irá comunicando.

Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso les he dicho que tomará de lo mío y se lo anunciará.”

Reflexión

Todos proclamamos nuestra fe en el Espíritu Santo con estas palabras del Credo: “Creo en el Espíritu Santo Señor y dador de vida”. Fe que nace de la experiencia apostólica de Pentecostés.

El pasaje de los Hechos de los Apóstoles, que hoy se nos propone para meditación, recuerda efectivamente las maravillas realizadas el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles constataron con gran asombro el cumplimiento de las palabras de Jesús la víspera de su pasión: “Yo le pediré al Padre que les dé otro Consolador que esté siempre con ustedes” (Jn 14, 16). Este “Consolador, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien les enseñe todo y les vaya recordando todo lo que les he dicho” (Jn 14,26).

Esta promesa se cumplió precisamente el día de Pentecostés: el Espíritu, bajando con fuerza extraordinaria sobre los Apóstoles, les dio la Luz y los hizo capaces de anunciar a todo el mundo la enseñanza de Cristo Jesús y los guio en el anuncio del Evangelio a todos los hombres -varones y mujeres-, enseñándoles la Verdad.

El testimonio del Espíritu es divino en sí mismo: proviene de la profundidad del misterio de la Santísima Trinidad. El testimonio de los Apóstoles es humano: transmite, a la luz de la revelación, su experiencia de vida junto a Jesús. Poniendo los fundamentos de la Iglesia, Cristo atribuye gran importancia al testimonio humano de los Apóstoles y por esto les dice: “También ustedes darán testimonio” (Jn 15,27). Él quiere que la Iglesia viva de la verdad histórica de su Encarnación, para que, por obra de los testigos, en ella esté siempre viva y operante la memoria de su muerte en la cruz y de su resurrección.

La Iglesia, animada por el don del Espíritu, siempre ha sentido vivamente este compromiso y ha proclamado fielmente el mensaje evangélico en todo tiempo y en todos los lugares. Lo ha hecho respetando la dignidad de los pueblos, su cultura y sus tradiciones, pues sabe bien que el mensaje divino que se le ha confiado no se opone a las aspiraciones más profundas del hombre; antes bien, ha sido revelado por Dios para colmar, por encima de cualquier expectativa, el hambre y la sed de la mente y el corazón humano. Por esto, la Iglesia no impone el Evangelio, sino que lo propone a toda la humanidad, porque sólo puede desarrollar su eficacia si es aceptado libremente y abrazado con amor por los seres humanos.

Lo mismo que sucedió en Jerusalén con ocasión del primer Pentecostés, acontece en todas las épocas: los testigos de Cristo, llenos del Espíritu Santo, se han sentido impulsados a ir al encuentro de los demás para expresarles en las diversas lenguas las maravillas realizadas por Dios. Eso sigue sucediendo también en nuestros días y exige que cada uno se ponga a la escucha de cuanto el Espíritu puede sugerir también a los «demás».

Por otra parte, lo que sigue siendo decisivo para la eficacia del anuncio es el testimonio vivido. Sólo el creyente que vive lo que profesa con los labios, tiene esperanzas de ser escuchado. Además, en muchos lugares y circunstancias no se permite el anuncio explícito de Jesucristo como Señor y Salvador de todos. En este caso, el testimonio de la santidad, aunque se dé en silencio, puede manifestar toda su fuerza de convicción.

No hay que olvidar que, si permanecemos abiertos a la acción del Espíritu Santo, Él nos ayudará a comunicar, respetando las convicciones religiosas de los demás, el mensaje salvífico único y universal de Jesucristo, nuestro Señor.

En el día de Pentecostés, día en que celebramos el acontecimiento del nacimiento de la Iglesia, queremos invitarles a elevar una ferviente acción de gracias a Dios por este testimonio que abraza a la Iglesia desde su nacimiento en el Cenáculo. Demos gracias por el testimonio de la primera comunidad de Jerusalén, que, a través de las generaciones de los mártires y de los confesores, ha llegado a ser a lo largo de los siglos, la herencia de innumerables seres humanos -varones y mujeres- de todo el mundo. Les invito a decir desde lo más profundo de nuestro ser: “Ven, Espíritu Santo, enciende en los corazones de tus fieles la llama de tu amor”.