(XXX° Dom. Ord. B 2024)

Libro del profeta Jeremías (Jr 31,7-9)

“Esto dice el Señor: Griten de alegría por Jacob, regocíjense por el mejor de los pueblos; proclamen, alaben y digan: el Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel.

Miren que yo los traeré del país del Norte, los congregaré de los confines de la tierra. Entre ellos hay ciegos y cojos, preñadas y paridas: una gran multitud retorna. Se marcharon llorando, los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en que no tropezarán. Seré un padre para Israel, Efraín será mi primogénito.”

Salmo Responsorial (Salmo 125)

R/. El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres.

Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar:
La boca se nos llenaba de risas,
la lengua de cantares.

Hasta los gentiles decían:
“El Señor ha estado grande con ellos”
El Señor ha estado grande con nosotros,
y estamos alegres.

Que el Señor cambie nuestra suerte,
como los torrentes del Negueb.
Los que sembraban con lágrimas,
cosechan entre cantares.

Al ir, iba llorando,
llevando la semilla;
al volver, vuelve cantando,
trayendo sus gavillas.

Carta a los Hebreos (Hb 5,1-6)

“Hermanos: El Sumo Sacerdote, escogido entre los hombres, está puesto para representar a los hombres en el culto a Dios: para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades. A causa de ellas tiene que ofrecer sacrificios por sus propios pecados, como por los del pueblo.

Nadie puede arrogarse este honor: Dios es quien llama, como en el caso de Aarón. Tampoco Cristo se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote, sino Aquel que le dijo “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy” o como dice otro pasaje de la Escritura: “Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.”

Aleluya

Aleluya, aleluya.

“Nuestro Salvador Jesucristo destruyó la muerte, y por medio del Evangelio sacó a la luz la vida.”

Aleluya.

Evangelio de san Marcos (Mc 14,46-52)

“En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo (el hijo de Timeo) estaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar:

– Hijo de David, ten compasión de mí.

Muchos le regañaban para que se callara. Pero él gritaba más fuerte.

– Hijo de David, ten compasión de mí.

Jesús se detuvo y dijo:

– Llámenlo.

Llamaron al ciego diciéndole:

– Ánimo, levántate, que te llama.

Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.

Jesús le dijo:

– Anda, tu fe te ha curado.

Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.”

Reflexión

Este es el mensaje de la Sagrada Escritura para este trigésimo domingo del tiempo ordinario:

Israel, por ser un pueblo desterrado y disperso (como lo afirma el profeta Jeremías 31,7-9), entendió la salvación en términos de retorno a la patria, a través de un desierto transformado. El que anuncia este acontecimiento, canta gozoso la salvación que, antes de recorrer el camino, ya ha tenido lugar, en la esperanza.

En el texto de Hebreos (Hb 5,1-6) se afirma que el sacerdote no es un hombre separado, sino un miembro de la comunidad, con la que comparte lo bueno y lo malo. Precisamente por participar de la misma condición humana de los demás puede cumplir con su tarea de mediador entre Dios y los hombres.

San Marcos en el evangelio (Mc 14,46-52) nos deja esta enseñanza: Como siempre, es la fe la que únicamente puede captar el sentido de un signo milagroso: el ciego Bartimeo no creyó porque fue curado, sino al contrario, fue curado porque tenía fe.

Así pues, hay una interacción mutua entre fe y realidad salvadora. La fe es causa de salvación, y la salvación aumenta la fe. La esperanza de liberación que animó al pueblo Israel provocó esa misma salvación y la alegría con que se celebra, es una alegría anticipada y anticipadora. En el caso de la curación del ciego Bartimeo, es la fe, anterior a la curación, la que le sana. Pero, por otra parte, esa salvación hace que Israel descubra en Dios al Padre y que el ciego Bartimeo, recobrada la vista, siga decidido el camino de Jesús.

La fe comienza con una manifestación de Jesús en la vida de cada persona: es necesario que Cristo pase por ella (cfr. Mt 20,30). Pero esta manifestación es misteriosa: el ciego que representa a cada uno en la vida de la fe, no ve a Jesús; intuye solamente la presencia del Señor en lo que escucha, pero manifiesta ya su fe dejándose llevar por la iniciativa de Dios. Por ello es que Jesús va a pronunciar esta hermosa bienaventuranza al apóstol Tomás después de la resurrección: “bienaventurados los que sin ver han creído”. Esta apertura a Dios es contestada de inmediato por el mundo que lo circunda y es necesario todo el coraje para mantener el propósito de apertura del hombre a Dios.

Al aclamar, el ciego Bartimeo, a Jesús como Hijo de David, aclama en él al Mesías. Y Cristo, que había sido enviado a anunciar la salvación de Dios a los pobres, se detuvo y lo mando llamar. Lejos de prohibirle pronunciar un título mesiánico referido a su persona, como hizo otras veces, le pregunta: ¿Qué quieres que haga por ti? La respuesta del ciego es obvia: “Maestro, que pueda ver”. A lo que Jesús replicó: Anda, tu fe te ha curado. Esto es lo que quería dejar patente el Señor: la fe del suplicante, que desencadena el favor divino. Restituida la vista al ciego como una visión de la fe, esta gracia o fuerza del Espíritu le induce inmediatamente a «seguir» a Jesús por el camino que Él nos ha trazado: “¿quieres seguirme? Toma la cruz y sígame”. El ciego Bartimeo sigue a Jesús, no sin haber abandonado antes el manto -lo único que tenía-, igual que otros dejaron la camilla o las muletas, signo de la vida anterior y de las falsas seguridades de nuestra pobre condición humana.

Creer para ver y amar para creer. He aquí los dos tiempos de un mismo ritmo. Para lograr esto es necesario repetir con frecuencia la oración de fe del ciego Bartimeo: Señor, que yo pueda ver, que te vea presente en el curso de la vida, en las mujeres y varones y en los hechos diarios para descubrir los signos de tu presencia y de tu llamada.

Bartimeo es un signo del ser humano, desamparado y ciego. Pero es también un modelo de fe, un hombre resuelto y tenaz, que no se avergüenza de gritar y reconocerse limitado. El camino de la fe no es el camino más fácil.