“Nadie ha subido al cielo sino Aquél que ha bajado del cielo”

(Fiesta de la Ascensión del Señor C 2022)

Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,1-11)

“En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios.

Una vez que comían juntos les recomendó:

– No se alejen de Jerusalén; aguarden a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que les he hablado. Juan bautizó con agua; dentro de pocos días, ustedes serán bautizados con Espíritu Santo.

Ellos le rodearon preguntándole:

– Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?

Jesús contestó:

– No les toca a ustedes conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, recibirán fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.

Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron:

– Galileos, ¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que los ha dejado para subir al cielo volverá como le han visto marcharse.”

Salmo Responsorial (Salmo 46)

R/. Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas.

Pueblos todos, batan palmas,
aclamen a Dios con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible,
emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones,
el Señor, al son de trompetas,
toquen para Dios, toquen,
toquen para nuestro Rey, toquen.

Porque Dios es el rey del mundo;
toquen con maestría.
Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono sagrado.

Carta a los Hebreos (Hb 9,24-48; 10,19-23)

“Cristo no ha entrado en un santuario construido por hombres -imagen del auténtico-, sino en el mismo cielo, para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros.

Tampoco se ofrece a sí mismo muchas veces -como el sumo sacerdote que entraba en el santuario todos los años y ofrecía sangre ajena. Si hubiese sido así, Cristo tendría que haber padecido muchas veces, desde el principio del mundo-. De hecho, él se ha manifestado una sola vez, en el momento culminante de la historia, para destruir el pecado con el sacrificio de sí mismo.

El destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio.

De la misma manera, Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos.

La segunda vez aparecerá, sin ninguna relación al pecado, para salvar definitivamente a los que lo esperan.

Teniendo entrada libre al santuario, en virtud de la sangre de Jesús; contando con el camino nuevo y vivo que él ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne; y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura.

Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa.”

Aleluya

Aleluya, aleluya

“Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos, dice el Señor. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.

Aleluya.

Evangelio de san Lucas (Lc 24,46-53)

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

– Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén.

Y ustedes son testigos de esto. Yo les enviaré lo que mi Padre ha prometido; ustedes quédense en la ciudad, hasta que se revistan de la fuerza de lo alto.

Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo.

Y mientras los bendecía, se separó de ellos (subiendo hacia el cielo).

Ellos volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.”

Reflexión

¡Hermanos! prosigue la alegría y la paz de la Pascua, pues, la Resurrección es su plena manifestación.

Por la Resurrección Jesús glorificado inaugura una vida nueva: el Reino de Dios. Jesús es el Hombre Nuevo, ascendiendo, promocionando, elevando a la vida de Dios. “Él para nosotros… Nosotros con Él”.

¡Hoy estamos celebrando el Misterio de la Ascensión del Señor! ¡Un verdadero misterio! Misterio en lo que se refiere a Cristo; misterio por el modo con que todavía nos es permitido pensar y tener presente su figura divina y humana, y misterio por la influencia que éste extremo y supremo destino de Cristo tiene sobre el destino de la Humanidad, sobre la Iglesia fundada por Él, sobre la Tierra y sobre cada una de nuestras vidas.

¡Este acontecimiento es verdaderamente un misterio! Cristo es sustraído a nuestra conversación terrena y misteriosamente desaparece de nuestra mirada sensible.

San Lucas nos ha dejado dos narraciones de la ascensión, que presentan el mismo acontecimiento con una luz diversa: *En su evangelio la narración constituye casi una doxología (forma de alabanza a la Sma. Trinidad): el final glorioso de la vida pública de Jesús. *En el Libro de los Hechos de los Apóstoles la Ascensión es vista como el punto de partida de la expansión misionera de la Iglesia (ésta es la visión que también tiene en su evangelio san Mateo -Mt 28,1ss- y san Marcos -Mc 16,1ss-).

Recordemos la brevísima, pero sorprendente, narración del acontecimiento, tal como nos lo ha transmitido San Lucas en el primer capítulo del Libro de  los Hechos de los Apóstoles, cuya lectura breve, pero maravillosa, se lee en este domingo; después de saludar por última vez a los apóstoles, con la promesa profética del envío del Espíritu Santo y de la difusión del Evangelio entre los pueblos, Jesús, «mientras ellos lo miraban, se elevó hacia las alturas y una nubecilla lo ocultó a sus ojos» (Hch 1,8-9).

Jesús se eleva, es decir, se aleja de la Tierra, y desaparece, se oculta; nuestros ojos arderán con un deseo permanente de verlo de nuevo, de verlo una vez más; pero hasta su «parusía», es decir, hasta su aparición final y apocalíptica, en un mundo completamente distinto del nuestro, ¡no lo veremos más! La generación de los apóstoles desaparecerá, sin que la tensión de su ansia quede satisfecha; lo mismo para todas las generaciones sucesivas e igualmente para nuestra generación presente, que todavía vive de su recuerdo y, una vez más, espera su reaparición triunfal y final, Jesús permanece invisible.

Las lecturas de este domingo nos invitan a caminar hacia el acontecimiento de la Ascensión descrito en términos espacio-temporales: la «ascensión» al cielo del Señor resucitado, los «cuarenta días» después de la Pascua, son solo un modo para indicar la conclusión de una fase de la historia de la salvación y el inicio de otra.

Aquel Jesús con el cual los discípulos han «comido y bebido» continúa su permanencia invisible en la Iglesia, llamada a continuar la misión y la predicación de Cristo y recibe la misión de anunciar el Reino y dar testimonio del Señor. Por esto los ángeles, después de la Ascensión del resucitado, invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al cielo: el acontecimiento al que han asistido no los envuelve solamente a ellos. Al contrario, de él toma el dinamismo universal, «salvífico» y «misionero» que será animado por el Espíritu Santo (cfr. Hch 1, 5).

Por la fuerza de este Espíritu, Jesucristo glorificado y constituido Señor universal (cfr. Hb 10,20-21), Cabeza del Cuerpo de la Iglesia y del Cuerpo-humanidad (cfr. Hb 10,22-23), atrae hacia sí a todos sus miembros para que asciendan, con Él y por Él, a la vida en el Padre. Así, nuestra comunidad de creyentes, conocedora de haber recibido un poder divino, pleno de vitalidad misionera y de gozo pascual, llega a ser en el mundo testimonio de la nueva realidad de vida realizada en Cristo Señor.

Esta separación última y definitiva de Jesús, es ya en sí una configuración de su divinidad, es una garantía de su designio salvífico en la historia universal de la Humanidad. Jesús, en los discursos en la noche anterior a su pasión y muerte, había declarado: «Yo volveré de nuevo a ustedes y su corazón saltará de gozo, y nadie podrá quitarles su alegría… Yo salí del Padre y vine a este mundo; de nuevo dejo el mundo y marcho al Padre» (Jn 16,22,28); «es conveniente para ustedes que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito, el Espíritu Santo, (¡qué gran anuncio hizo!) no vendrá a ustedes» (Jn 16,7).

Nos encontramos aquí en una atmósfera misteriosa. Y es posible que surjan en nuestra mente muchas preguntas ¿Será verdadero?, ¿acaso no carece de pruebas racionales?; olvidando de este modo que Jesús no está ausente, mejor dicho, sigue estando con nosotros. ¡Sí!, con nosotros, para quien está atento a captar en el signo, es decir, en el sacramento de su palabra (Jn 8,25), o bien de su imagen reflejada en la Humanidad que sufre (Mt 25,40), o en su Iglesia viviente y que da testimonio (cf LG, 1; Hch 9,4), y finalmente en la realidad sacramental y sacrificial eucarística su presencia multiforme; de la misma forma que Él en la última despedida, había afirmado: «He aquí que estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Pero, ¿cómo? ¿cómo verlo? ¿cómo reconocerlo? ¿cómo volver a escuchar su voz? ¿cómo abrirle nuestro corazón, si los caminos naturales de nuestra conversación son incapaces de superar el abismo que el misterio de la Ascensión ha excavado entre Él y nosotros?

Ya lo sabemos. Jesús se ha “escondido u ocultado”, a fin de que lo buscáramos. Y nosotros sabemos cuál es la virtud que nos capacita para esta búsqueda de la presencia misteriosa de Cristo entre nosotros. Es la FE, que nos ha sido infundida en el bautismo; la fe, que, en su ejercicio, tiene también sus ojos; ejercitada con amor y por amor a la divina verdad, con los «ojos del corazón», crece en su certeza, profundiza su visión, y se convierte en una exigencia de acción.

La Ascensión del Señor a los cielos es la Fiesta de la fe. De una fe que abre las ventanas sobre el más allá respecto a Cristo crucificado, dejándonos vislumbrar algo de su gloria inmortal; y sobre el más allá de la tumba respecto a nosotros, que tenemos que morir, pero que estamos destinados, al final de nuestros días en el tiempo, a la supervivencia en la comunión de los Santos y a la resurrección del último día para la eternidad. La Fe entonces se convierte en Esperanza (Hch 11,1). Una Esperanza victoriosa fluye del misterio de la Ascensión, fuente y ejemplo de nuestro futuro destino, y que puede y debe apoyar la fatigosa marcha de nuestra peregrinación terrena. ¡Y la Esperanza no defrauda!

El simbolismo de la Ascensión significa la glorificación de Jesucristo, y supone, además, que ha llegado el momento de la responsabilidad y la misión de los discípulos. El Maestro se oculta, aunque no se aleja. Es la hora de la Iglesia. Cuando los Apóstoles creen que todo ha concluido y pueden descansar mirando al cielo hasta que Jesús vuelva pronto, es cuando empieza su tarea. La Iglesia debe vivir mirando al cielo y contemplando al Señor que sube al Padre, pero ello no es alejándose de los desesperados, desamparados y marginados de la tierra, donde Él nos espera (Mt 25).