(Solemnidad de la Ascensión del Señor A 2023)

Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,1-11)

“En mi primer libro, querido Teófilo, escribí de todo lo que Jesús fue haciendo y enseñando hasta el día en que dio instrucciones a los apóstoles, que había escogido movido por el Espíritu Santo, y ascendió al cielo. Se les presentó después de su pasión, dándoles numerosas pruebas de que estaba vivo y, apareciéndoseles durante cuarenta días, les habló del reino de Dios.

Una vez que comían juntos les recomendó:

– No se alejen de Jerusalén; aguarden a que se cumpla la promesa de mi Padre, de la que yo les he hablado. Juan bautizó con agua; dentro de pocos días, ustedes serán bautizados con Espíritu Santo.

Ellos le rodearon preguntándoles:

– Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?

Jesús contestó:

– No les toca a ustedes conocer los tiempos y las fechas que el Padre ha establecido con su autoridad. Cuando el Espíritu Santo descienda sobre ustedes, recibirán fuerza para ser mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo.

Dicho esto, lo vieron levantarse hasta que una nube se lo quitó de la vista. Mientras miraban fijos al cielo, viéndolo irse, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron:

– Galileos, ¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que les ha dejado para subir al cielo volverá como le han visto marcharse.”

Salmo Responsorial (Salmo 46)

R/. Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas.

Pueblos todos, agiten palmas,
aclamen a Dios con gritos de júbilo;
porque el Señor es sublime y terrible,
emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones,
el Señor, al son de trompetas,
toquen para Dios, toquen,
toquen para nuestro Rey, toquen.

Porque Dios es el rey del mundo;
toquen con maestría.
Dios reina sobre las naciones,
Dios se sienta en su trono sagrado.

Carta de san Pablo a los Efesios (Ef 1,17-23)

“Hermanos: Que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, les dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de su corazón para que comprendan cuál es la esperanza a la que les llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros, los que creemos, según la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su derecha en el cielo, por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido no sólo en este mundo, sino en el futuro.

Y todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia, como Cabeza, sobre todo. Ella es su cuerpo, plenitud, del que lo acaba todo en todos”.

Aleluya

Aleluya, aleluya.

“Vayan y hagan discípulos de todos los pueblos, dice el Señor. Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.

Aleluya.

Evangelio de san Mateo (Mt 28,16-20)

“En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.

Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban.

Acercándose a ellos, Jesús les dijo:

– Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que les he mandado.

Y sepan que yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo.”

Reflexión

¡Hoy estamos celebrando el Misterio de la Ascensión del Señor! ¡Un verdadero misterio! Misterio en lo que se refiere a Cristo; misterio por el modo con que todavía nos es permitido pensar y tener presente su figura divina y humana, y misterio por la influencia que este extremo y supremo destino de Cristo tiene sobre el destino de la Humanidad, sobre la Iglesia fundada por Él, sobre la Tierra y sobre cada una de nuestras vidas.

¡Este acontecimiento es verdaderamente un misterio! Cristo es sustraído a nuestra conversación terrena y misteriosamente desaparece de nuestra mirada sensible.

El evangelista san Lucas nos ha dejado dos narraciones de la ascensión, que presentan el mismo acontecimiento con una luz diversa: en su evangelio la narración constituye casi una doxología: el final glorioso de la vida pública de Jesús; en el Libro de los Hechos de los Apóstoles la Ascensión es vista como el punto de partida de la expansión misionera de la Iglesia, visión que también tienen los evangelios de Mateo y Marcos.

Recordemos la brevísima, pero sorprendente, narración del hecho de la ascensión del Señor a los cielos, tal como nos lo ha transmitido san Lucas en el primer capítulo de los Hechos de los Apóstoles, cuya lectura lacónica, pero maravillosa, leemos en este día; después de saludar por última vez a los apóstoles, con la promesa profética del envío del Espíritu Santo y de la difusión del Evangelio entre los pueblos, Jesús, «mientras ellos lo miraban, se elevó hacia las alturas y una nubecilla lo ocultó a sus ojos» (Hch 1,8-9).

Veamos brevemente en el primer aspecto del acontecimiento: Jesús se eleva, es decir, se aleja de la Tierra, y desaparece, se oculta; nuestros ojos arderán con un deseo permanente de verlo de nuevo, de verlo una vez más; pero hasta su aparición final, en un mundo completamente distinto del nuestro, ¡no lo veremos más! la generación de los apóstoles desaparecerá, sin que la tensión de su ansia quede satisfecha; lo mismo para las demás generaciones sucesivas, e igual para nuestra generación presente, que todavía vive de su recuerdo y, una vez más, espera su reaparición triunfal y final, Jesús permanece invisible.

La «ascensión» del Señor resucitado al cielo, «cuarenta días» después de la Pascua, son solo un modo para indicar la conclusión de una fase de la historia de la salvación y el inicio de otra. Aquel Jesús con el cual los discípulos han «comido y bebido» continúa su permanencia invisible en la Iglesia. Ella es llamada a continuar la misión y la predicación de Cristo y recibe la misión de anunciar el Reino y dar testimonio al Señor. Por esto los ángeles, después de la Ascensión del resucitado, invitan a los apóstoles a no quedarse mirando al cielo: el acontecimiento al que han asistido no los envuelve solamente a ellos; al contrario, de él toma el dinamismo universal, «salvífico» y «misionero» que será animado por el Espíritu Santo, como lo leemos en el texto de Hechos de los Apóstoles.

Por la fuerza de este Espíritu, Cristo glorificado y constituido Señor universal (cfr. Ef 1,20-21), Cabeza del Cuerpo de la Iglesia y del Cuerpo-humanidad (Ef 1,22-23), atrae hacia sí a todos sus miembros para que asciendan, con Él y por Él, a la vida en el Padre.

Tengamos siempre presente esto: Jesucristo está invisible, pero no ausente. Jesús, en los discursos de la noche anterior a su pasión y muerte, declaró: «Yo volveré de nuevo a ustedes y su corazón saltará de gozo, y nadie podrá quitarles su alegría… Yo salí del Padre y vine a este mundo; de nuevo dejo el mundo y marcho al Padre» (Jn 16,22,28); «es conveniente para ustedes que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes» (Jn 16,7).

Así como Jesús mientras estaba entre los hombres no dejó de estar en el Padre, ahora que está en el Padre no deja de estar entre nosotros. Qué hermoso misterio que inunda de alegría nuestro corazón y le da un gran soporte a nuestra esperanza. Nos encontramos aquí en una atmósfera de misterio. Y es posible asalte a nuestra mente muchas preguntas. Pero, Jesús no está ausente, mejor dicho, sigue estando con nosotros; sí, con nosotros, para quien está atento a captar en el signo, es decir, en el sacramento de su palabra (Jn 8,25), o bien de su imagen reflejada en la humanidad que sufre (Mt 25,40), o bien en su Iglesia viviente y que da testimonio (cfr. L.G. 1; Hch 9,4), y finalmente en la realidad sacramental y sacrificial eucarística su presencia multiforme; de la misma forma que Él en la última despedida, había afirmado: «He aquí que estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Pero, ¿cómo? ¿cómo verlo? ¿cómo reconocerlo? ¿cómo volver a escuchar su voz? ¿cómo abrirle nuestro corazón?, si los caminos naturales de nuestra conversación son incapaces de superar el abismo que el misterio de la Ascensión ha excavado entre Él y nosotros?

Lo sabemos. Jesús se ha ocultado, a fin de que lo busquemos. Y nosotros sabemos cuál es el medio, la virtud que nos capacita para esta búsqueda de la presencia misteriosa de Cristo entre nosotros. Es la Fe, que nos ha sido infundida en el bautismo, que, en su ejercicio, tiene también sus ojos; ejercitada con amor y por amor a la divina verdad, con los «ojos del corazón», crece en su certeza, profundiza su visión, y se convierte en una exigencia de acción. Por esto, la fiesta de la Ascensión, es la Fiesta de la Fe; una fe que abre las ventanas sobre el más allá respecto a Cristo crucificado, dejándonos vislumbrar algo de su gloria inmortal; y sobre el más allá de la tumba respecto a nosotros, que tenemos que morir, pero que estamos destinados, al final de nuestros días en el tiempo, a la supervivencia en la comunión de los Santos y a la resurrección del último día para la eternidad. La Fe entonces se convierte en Esperanza (Hch 11,1), una esperanza que no nos defrauda.

Esta Fiesta de la Ascensión del Señor a los cielos, ilumina la conciencia del creyente para encontrar claridad ante los grandes interrogantes de la existencia humana: ¿Quién soy? ¿Para qué vivo? ¿Cuál es el fin de la existencia? ¿A dónde va a parar la historia?… Ayer como hoy, el problema fundamental del hombre es el sentido de su vida. Nuestro punto de partida es la persona y el pensamiento de Cristo. A partir de Él, elaboramos nuestro proyecto de hombre (varón y mujer) y de historia.

Señor Jesús, tú que por Amor descendiste hasta nosotros, haz que nosotros, por Amor, ascendamos hasta ti.