(VI° Dom. Pascua A 2023)

Libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 8,5-8.14-17)

“En aquellos días, Felipe bajó a la ciudad de Samaria y predicaba allí a Cristo. El gentío escuchaba con aprobación lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. La ciudad se llenó de alegría.

Cuando los apóstoles, que estaban en Jerusalén, se enteraron de que Samaria había recibido la palabra de Dios, enviaron a Pedro y a Juan; ellos bajaron hasta allí y oraron por los fieles, para que recibieran el Espíritu Santo; aún no había bajado sobre ninguno, estaban sólo bautizados en el nombre del Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo.”

Salmo Responsorial (Salmo 65)

R/. Aclamen al Señor, tierra entera.

Aclamen al Señor, tierra entera;
toquen en honor de su nombre,
canten himnos a su gloria.
Digan a Dios: ¡Qué temibles son tus obras!

Que se postre ante ti la tierra entera,
que toquen en tu honor, que toquen para tu nombre.
Vengan a ver las obras de Dios,
sus temibles proezas en favor de los hombres.

Transformó el mar en tierra firme,
a pie atravesaron el río.
Alegrémonos con Dios,
que con su poder gobierna eternamente.

Fieles de Dios, vengan a escuchar,
les contaré lo que ha hecho conmigo.
Bendito sea Dios,
que no rechazó mi súplica ni me retiró su favor.

Primera Carta de san Pedo (1Pe 3,15-18)

“Queridos hermanos:

Glorifiquen en sus corazones a Cristo Señor y estén siempre prontos para dar razón de su esperanza a todo el que se la pidiere; pero con mansedumbre y respeto y en buena conciencia, para que en aquello mismo en que son calumniados queden confundidos los que denigran su buena conducta en Cristo; que mejor es padecer haciendo el bien, si tal es la voluntad de Dios, que padecer haciendo el mal.

Porque también Cristo murió por los pecados una vez para siempre: el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios. Como era hombre, lo mataron; pero, como poseía el Espíritu, fue devuelto a la vida.”

Aleluya

Aleluya, aleluya.

“El que me ama guardará mi palabra -dice el Señor-, y mi Padre lo amará, y vendremos a él.”

Aleluya.

Evangelio de san Juan (Jn 14,15-21)

“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

– Si me aman, guardarán mis mandamientos. Yo le pediré al Padre que les dé otro defensor, que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce; ustedes, en cambio, lo conocen, porque vive con ustedes y está con ustedes.

No les dejaré huérfanos, volveré. Dentro de poco el mundo no me verá, pero ustedes me verán y vivirán, porque yo sigo viviendo. Entonces sabrán que yo estoy con mi Padre, y ustedes conmigo y yo con vustedes. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése me ama; al que me ama lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y me revelaré a él.”

Reflexión

Al leer el evangelio de este sexto domingo de Pascua, aparece el deseo amoroso de Jesús por tranquilizar a sus discípulos ante su «regreso al Padre».

Cuando el evangelista san Juan escribió estas palabras tan consoladoras, no eran sólo promesas bonitas sino algo que ya estaban disfrutando las distintas comunidades cristianas, esparcidas por distintos lugares e integradas a veces por pocas personas y hostigadas o perseguidas furiosamente. Ellas tenían conciencia que contaban con la presencia misteriosa de Dios. No estaban solos en la vida. Sobre ellos recaía la mirada cariñosa de nuestro Dios. Eran una comunidad de creyentes en Jesús de Nazaret, donde actúa misteriosamente el Espíritu de Dios: «El mundo no puede recibirlo… pero ustedes lo conocen porque vive con ustedes y está con ustedes». Esa irrupción del Espíritu es lo que cuenta la primera lectura de este domingo, del Libro de los Hechos de los apóstoles. El diácono Felipe predicaba a Jesús en la ciudad de Samaría, donde en los recién convertidos a la fe ocurren cosas maravillosas que provocan admiración. Algo hermoso estaba empezando en el corazón de aquellas personas. Los Apóstoles se enteran en Jerusalén y envían allí a Pedro y a Juan a confirmar la fe de los samaritanos. Ahora me imagino el encuentro de ellos con Pedro y Juan como un encuentro feliz y emocionante. El libro de Hechos sólo cuenta con lenguaje sencillo y sin descender a detalles que Pedro y Juan bajaron allí, oraron por los fieles para que recibieran el Espíritu Santo y que después de imponerles las manos, recibieron el Espíritu de Dios. Y esta misma experiencia gratificante y transformadora fue repitiéndose en todas las comunidades cristianas que fueron apareciendo.

El evangelio de este domingo con todo su contenido es el reflejo de la experiencia maravillosa que ocurre en el corazón de aquellas gentes: «No les dejaré desamparados… ustedes me verán y entonces sabrán que yo estoy con el Padre, ustedes conmigo y yo con ustedes.”

A más de dos mil años de distancia, esta realidad quiere decirnos lo mismo que a esos cristianos. Nosotros también somos una pequeña comunidad cristiana a la que el Señor mira con inmenso cariño. No estamos abandonados de Dios, su Espíritu anda con nosotros y nuestra vida va adquiriendo los rasgos de Jesús, que son la manifestación del Amor del Padre.

Amar es lo mismo que cumplir los mandamientos. Pero Amar es también conocer a al Padre y a su Hijo, pues este conocimiento no es meramente intelectual, especulativo, sino comunión y participación. Jesús mide el Amor de los suyos por la observancia de los mandamientos, -y viceversa-.

El Señor vino a decirnos tres cosas esenciales:

         – Que Dios nos Ama como Padre.

         – Que debemos Amarnos como hermanos.

         – Que Cristo nos ofrece una resurrección a una Vida Eterna.

Jesús nos revela un Dios acogedor, un Dios capaz de enjugar nuestras lágrimas; un Dios capaz de compartir con nosotros los valores y ambigüedades de la vida presente; un Dios que es nuestro Padre. ¿Quién no le ha experimentado así? Acaso por nuestro alejamiento por el pecado no le reconocemos verdaderamente como es.

Hoy se nos ha sido proclamado con toda sencillez y con toda exigencia, la norma de conducta básica de nuestra fe, el mandamiento nuevo. Si Jesús -con su vida, muerte y resurrección- es el signo palpable del don gratuito de Dios, nos corresponde también a nosotros sus discípulos ser signos de gratuidad. ¿Qué actividades, qué esfuerzos, qué apuros esparcidos a lo largo de la semana podemos presentar a nuestra propia conciencia como signos gratuitos en bien de los demás?

Cristo nos ha revelado a Dios como Padre y lo es verdaderamente y por toda la eternidad. Estamos llamados a la Vida y nos sentimos en ella. Porque el Señor lo dice: «Ya no existirán muerte, ni duelo, ni penas, ni llantos. Ahora yo voy a hacer nuevas todas las cosas».

Tenemos que no olvidar que tú y todos los cristianos no somos de madera diferente a la de aquellos cristianos de Listra, Iconio y Antioquía. Como ellos, también necesitamos conformarnos mutuamente y exhortarnos para mantenernos fieles. La participación en la Eucaristía es el momento privilegiado para confrontar y ser constantes en la fidelidad. La presencia de Jesús, el Señor, entre nosotros nos hace palpar estas grandes afirmaciones que sólo pueden ser alcanzadas desde la perspectiva de la fe.