(IV° Dom. de Cuaresma B 2024)

Segundo libro de las Crónicas (2Cro 36,14-16.19-23)

“En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la casa del Señor que él se había construido en Jerusalén.

El Señor, Dios de sus padres, les envío desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su Morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio.

Los caldeos incendiaron la Casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén; pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos hasta la llegada del reino de los persas; para que se cumpliera lo que dijo Dios por boca del profeta Jeremías: “Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta años.”

En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la palabra del Señor, por boca de Jeremías movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: “Así habla Ciro, rey de Persia: El Señor, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra.

Él me ha encargado que le edifique una Casa en Jerusalén, en Judá. Quien de entre ustedes pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él y suba!”

Salmo Responsorial (Salmo 136)

R/. Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti.

Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras.

Allí los que nos deportaron nos invitaban a cantar,
nuestros opresores, a divertirlos:
“Cántenos un cantar de Sión.”

¡Como cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me paralice la mano derecha.

Que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mis alegrías.

Carta de san Pablo a los Efesios (Ef 2,4-10)

“Hermanos: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó: estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo -por pura gracia están salvados-, nos has resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Así muestra en todos los tiempos la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque están salvados por su gracia y mediante su fe. Y no se debe a ustedes, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Somos, pues, obra suya. Dios nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él determinó practicásemos.”

Versículo para antes del Evangelio

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único. Todos los que creen en Él tienen vida eterna.”

Evangelio de san Juan (Jn 3,14-21)

“En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.

Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.

El que cree en él no será condenado; el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.

Esta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.

Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por las obras.

En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.”

Reflexión

Al hablar del amor de Dios, en la Iglesia se nos ha inculcado siempre el amor que nosotros le debemos tener a Él. Se nos ha enseñado insistentemente el primer mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con todas tus fuerzas, con todo tu ser. ¡Bien! ¡Muy bien!… Pero se nos hablaba muy poco del Amor que Dios nos ha tenido a nosotros, y hemos tenido muy olvidada la palabra del apóstol San Juan: ¡Dios nos Amó primero! Sin la mirada amorosa y sonriente de Él, no hubiéramos sido capaces de sonreírle jamás.

Porque nos Ama Dios, Él nos creó. Y nos Amó antes de que existiéramos.

Porque Dios nos Ama, nos mandó su Hijo hecho hombre y nacido de María: para ser uno más de nosotros.

Porque Dios nos Ama, entregó a su Hijo sacrosanto para que muriendo en la cruz y resucitando, no pereciera ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna” (Jn. 3,16).

Porque Dios nos Ama, nos ha hecho hijos suyos.

Porque Dios nos Ama, nos ofrece y nos da su gloria, y sueña con vernos allá seguros para siempre.

Por esto, si alguien se pierde no es porque Dios no le Ame ni haga todo lo que Dios puede hacer para salvarlo. Quien se pierde es porque rechaza la Luz y la Vida que Dios le brinda con generosidad infinita.

Con seguridad, sin ninguna duda, tenemos que exclamar siempre: ¡Dios me Ama! ¡Gracias, Señor! Gracias porque me has revelado, me has enseñado con hechos contundentes y de una manera absoluta, contundente, que cada uno(a) de nosotros es objeto de su Amor infinito.

¡Con qué seguridad puedo caminar ahora por la vida, sabiendo que Dios me lleva de su mano! Si Dios me lleva en sus manos, porque me Ama, ¿cómo no voy a Amar también a mi Dios?

Escuchamos este anuncio consolador en un momento en el que dolorosas situaciones amenazan la esperanza en un futuro mejor de muchas personas, familias, pueblos y países. Dios “Amó tanto al mundo…”, afirma Jesús. Por tanto, el Amor del Padre llega a todo ser humano que vive en el mundo. ¿Cómo no ver el compromiso que brota de esa iniciativa de Dios? El ser humano, consciente de un Amor tan grande, no puede menos de abrirse a una actitud de acogida fraterna con respecto a sus semejantes.

Dios “Amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único…” -lo dijimos antes-. Eso es lo que sucedió en el sacrificio del Calvario: Cristo murió y resucitó por nosotros, sellando con su sangre la nueva y definitiva alianza con la humanidad.

Lo mismo que los israelitas al mirar la serpiente de bronce quedaban curados de las consecuencias de su pecado (Núm 21,4-9), así también nosotros hemos de mirar a Cristo levantado en la cruz. Estas últimas semanas de cuaresma son ante todo para mirar abundantemente al crucificado con actitud de fe contemplativa: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37). Sólo salva la cruz de Cristo (Gál 6,14) y sólo mirándola con fe podremos quedar limpios de nuestros pecados. La contemplación de la cruz tiene que llevar a contemplar el Amor que está escondido tras ella e infunde la seguridad de saberse amados: “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rm 8,31-35). Junto con la contemplación de este amor personal hemos de contemplar que Dios Ama al mundo, el único que existe, tal como es, con todos sus males y pecados. Gracias a este Amor más fuerte que el pecado y que la muerte, el mundo tiene remedio, todo hombre puede tener esperanza, en cualquier situación en que se encuentre. Por el contrario –según las expresiones de san Juan–, el que no quiere creer en el crucificado ni en el Amor del Padre que nos lo entrega, ese ya está condenado, en la medida en que da la espalda al Único que salva (cfr. He 4,12).