Píldora de Meditación 553
En la tarde de nuestra vida y que da comienzo a la vida o a la muerte eterna, seremos juzgados sobre el amor (cfr. Mt 25). Ciertamente en ese momento, el amor al prójimo será un test infalible. No podemos amar a Dios que no se ve, si no amamos al hermano cercano a quien vemos. En esta ley van comprendidas o intuidas todas las minucias o exigencias del amor. Van comprendidos todos los mensajes que Dios nos ha enviado a lo largo de nuestra existencia. Dios, que en Jesucristo y en el Espíritu Santo, va dándonos las indicaciones precisas necesarias para avanzar en nuestro largo caminar.
El Amor del que nos habla el Evangelio es impaciente, exigente, determinado e insistente. Es el Amor hacia los más necesitados y que se encuentran muy cerca de cada uno de nosotros; es el Amor a los pobres no sólo de dinero sino de certeza de no ser inútil, que carecen de motivos y esperanza para vivir…
Al final de los tiempos es el AMOR viviente que es persona -Jesucristo- quien viene a juzgarnos sobre la vivencia del Amor. En ese momento constataremos sin posibilidad de disculpas y de máscaras, si le hemos acogido o rechazado. El estilo de Dios es el de un Dios Omnipotente que se hace fragilidad y pobreza. Este estilo de ternura permanece sólo en aquellos que desocupan su interior de todo lo que no es de Dios y abren su corazón al AMOR.
Esta iniciativa de ternura llega a ser tan exigente como lo ha sido la entrega del Señor hasta la muerte en cruz, hasta el fin, misericordia que no se cansa de perdonar.
Cada uno será juzgado según los dones que ha recibido. Como lo explica aquella parábola de los talentos… “el amor que no crece, que queda estático, se cansa, muere”.
Cada uno será juzgado con base a la fe, la esperanza, la caridad, la pertenencia a la Iglesia, la práctica religiosa, etc. que ha recibido gustosamente o que ha rehusado recibir de Dios y a vivir como respuesta a Dios.
Tengamos presente: Después de la muerte no habrá más libertad de escoger o de decidir. En el instante de la muerte, la libertad humana se fijará para siempre sobre el bien o sobre el mal que ha escogido o elegido, de hecho, como su absoluto. A este elemento dramático de nuestra libertad alude el Concilio Vaticano II cuando habla del «único curso de nuestra vida terrena» (LG, 48e).
La existencia terrena puede cambiar de objeto de amor. Puede decidir por la santidad más excelsa o por el daño más ingrato y obstinado. Oscila. Y a ello es dado la capacidad de escoger entre la luz y las tinieblas, entre la gracia y el pecado, entre la vida y la muerte, entre Dios y la imposibilidad de la nada.
¿La libertad puede abstenerse de decidir su propio destino? ¡No! Dios no es facultativo. Y en esto está la responsabilidad de la vida. También el desinterés es decisión en contra. Porque en lo más íntimo tenemos una necesidad de Dios. Podemos secundar esta exigencia. La podemos contrariar. No la podemos destruir. Somos vacío que pide ser colmado. Somos inquietud que invoca ser calmada. A nosotros nuestra suerte, está en nuestras manos.
La vida tiene una orientación de fondo que está formada y se expresa en decisiones singulares, en gestos particulares. Pero tales decisiones y tales gestos son coordinados de tal forma que el bien y el mal llegan a ser siempre más fácil, casi instintivo. Sin negar la posibilidad de revisión. Pero también sin afirmarla con excesiva desenvoltura en todo momento.
Aunque el momento de la muerte sea el acto de libertad más completo y más puro, no debemos olvidar que en la vida diaria sobre la tierra tenemos momentos de decisión que condicionan para siempre a la persona. La vigilancia de que habla el evangelio, no se refiere solo a la muerte que puede llegar en cualquier momento. Se refiere también al instante que está viviendo, que pasa, y que puede determinar la bienaventuranza o la condena eterna.
La verdadera opción es el Amor. Quien ha inspirado su existencia con el Amor del Señor y lo ha puesto en práctica, poco importa la forma concreta como lo haya hecho. Quien haya hecho un acto de caridad por el prójimo, puede mirar con confiada serenidad el juicio divino. Aquel que nos juzgará, Aquel que encontraremos en el acto del juicio es Aquel que nos ama personalmente y nos ha mandado amarnos fraternalmente entre nosotros. El hombre que ha amado con el Amor del Señor, no deberá sentir miedo alguno ante la mirada omnisciente del AMOR.
El juicio particular, en fin, debe ser considerado por el cristiano que en este mundo de corrupción y mentira ha sido despreciado, desprestigiado, perseguido y ha sido víctima por cualquier clase de violencia e injusticia. En aquel juicio, el asesino, el corrupto, el traficante de personas y de droga, el violento, el injusto, no podrá triunfar sobre su víctima, y ésta no podrá amargamente sucumbir; el mentiroso será desenmascarado en su secreta corrupción, y la verdad no será más humillada y pisoteada; quien ha oprimido y destruido al hermano, demasiado solo con el rol sofisticado y elegante de la cultura y de la marginación no violenta, aparecerá en su desamor, desnudo de todo mérito. También se dará la victoria y el realce del derecho sobre la injusticia. Aquel día será motivo de esperanza para los que han sido calumniados y desplazados o desheredados. Para todos, el juicio final venidero, debe ser estímulo a considerar la seriedad intrínseca de la vida presente, la única que tenemos y en la que, día tras día, decidimos nuestra situación eterna.
También el juicio final particular, que vendrá y se hará sobre la base del Amor, nos demuestra cuáles valores debemos escoger en este mundo que pasa, y cuáles batallas debemos afrontar, sostener y amar.
Hoy, cuando todo se tiende a concentrar en el propio interés en esta vida y sus problemas y no gusta de hablar de aquello que vendrá después, es necesario hablar más frecuentemente de la vida eterna y de la esperanza. Debemos hablar de la vida eterna, pero de manera justa y según el evangelio, presentando la verdadera naturaleza del mensaje de gloria y gozo y de esperanza. En efecto, la vida eterna es esencialmente el Paraíso, esto es, el estar «con» Cristo en la gloria bienaventurada del Padre celestial (cfr. 1Cor 2,9). Es necesario hablar con mayor frecuencia de la vida eterna y hacerlo con gran sobriedad…
La vida eterna no es la continuación de la vida presente, llena de necesidades físicas y espirituales y de la muerte: Dios secará toda lágrima… (Apc. 21,4). La vida eterna es un misterio, es otra realidad. Todo lo que pensemos de ella son símbolos que expresan de manera analógica una realidad inexpresable: así los símbolos de jardín, banquete de bodas para indicar el Paraíso y el símbolo del fuego para indicar el sufrimiento que causa la pérdida eterna de Dios. Así es aún el «juicio final» para indicar el modo y el momento en que Dios revela a cada hombre en particular el sentido de la propia vida y su destino de salvación o de condenación.
La verdad escatológica no son verdades abstractas, neutras, que pueden ser interesante conocerlas, sino verdades que nos tocan y nos interpelan. Ellas, en efecto, representan nuestro destino último y definitivo futuro: la vida humana no termina con la muerte.
El hombre por tener conciencia de la muerte, ésta se le presenta como un problema. Propiamente hablando, sólo el hombre «muere». Para los demás seres la muerte es un «accidente biológico», mientras para el hombre, más allá de ser un futuro biológico es un futuro espiritual, porque mientras los otros caen en la muerte sin darse cuenta, el hombre «vive» la propia muerte, vive esperando la muerte y con la conciencia de tener que morir. Sólo el hombre vive la angustia de la muerte. Angustia que puede ser eliminada por la escatología, la verdad futura, haciendo soportable y esperanzador este momento de la muerte.
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