El próximo martes 9 de julio, la Iglesia en Colombia celebra con filial devoción el 105° aniversario de la coronación del Lienzo bendito de la Imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá.

Nos unimos a todos los fervientes hijos de la “Rosa del cielo”, para rendir homenaje a nuestra Reina y Patrona de Colombia y expresar, una vez más, a Nuestra Señora y Madre, todo el afecto y devoción que le profesamos, como herencia preciosa del que le ha profesado a través de casi cuatro siglos y medio. Y, al mismo tiempo, dar gracias al Señor por el don de la fe y por la continua presencia de Santísima Virgen María en nuestra patria desde el inicio de nuestra nacionalidad.

La Fiesta de la Virgen de Chiquinquirá, del 9 de julio, no se trata de una celebración como quien se vuelve al pasado para recordar un acontecimiento sucedido en 1919 en la emblemática Plaza Simón Bolívar de Bogotá, sino que queremos ver, más aún, vivir su realidad de la presencia de la Santísima Virgen María, en la vida cristiana de nuestras familias, de nuestras comunidades, de nuestras parroquias, de nuestras diócesis. Su maternal misión ha sido y sigue siendo mostrarnos a Jesús y llevarnos a Él. Ella, la Madre de Jesús, ha sido en los hogares, donde le hemos dejado entrar, verdadero sol de la familia, la que nos precede y acompaña continuamente en la peregrinación de la fe y de la esperanza hacia la Patria celestial.

El día 9 de julio, como todos los días del año, la Casa de la Virgen María, nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, inundada de la luz de la fe y la esperanza, acoge alborozada el corazón de todos sus hijos que hacemos silencio, al lado de nuestra Madre, para escuchar las palabras del Hijo Santo de Dios: palabras amorosas, palabras de consuelo, palabras de alegría, palabras de esperanza, palabras de verdad, palabras de vida eterna.

La Virgen de Chiquinquirá vio nuestra pequeñez y vino a hacer cosas grandes entre nosotros, desde aquella mañana del 26 de diciembre de 1586 cuando se dio el grandioso prodigio de la Renovación de su Imagen bendita. Ella quiso plantar su morada entre nosotros en Chiquinquirá y, a través de su santa imagen, permanecer cerca de nosotros tan necesitados de sus cuidados maternales.

Ella, que estuvo presente cuando nacía nuestra Patria, presidió el origen de nuestra independencia y ha estado en los acontecimientos centrales de nuestra historia colombiana, grandiosos o mezquinos, luminosos u obscuros, gozosos o tristes. La madre siempre es la madre. Ella nos sigue dando a Cristo. Ella nos sigue diciendo como en Caná de Galilea: «Hagan lo que él les diga». Ella sigue siendo para nosotros Madre, Maestra, Modelo, Guía, Ayuda, Consuelo y Alegría.

El mensaje de Cristo es exigente. No se trata de adherirnos a una doctrina, sino a una persona; no es reforzar un modo de pensar, sino de orientar un modo de vivir. Cuando se decide “seguir” a Cristo, se toma la decisión de “andar” a donde va Él, hacer aquello que hace Él, como lo hace Él. El Señor corta de inmediato toda ilusión: para seguirle es necesario mirar antes la condición en que Él se encuentra y no tener miedo de la inseguridad de su vida. Naturalmente son muchos los modos de “seguirlo”: hay quien deja todo para retirarse a un claustro monástico, quien se dedica a un apostolado intenso en los hospitales o entre los más desprotegidos, quien se prodiga por la educación de la juventud, quien se esfuerza en la acción política o social, quien se dedica a la catequesis en la comunidad parroquial, o en otras formas de trabajo. Lo importante es que le sigamos verdaderamente. Un cristiano que se contenta con “no hacer mal a ninguno”, ¿cómo puede decir “que sigue” a un Maestro cuya vida fue esencialmente un “ser para los otros”? Si queremos saber cómo ha de ser nuestro seguimiento a Jesucristo, sólo tenemos que mirar a nuestra Señora y Madre, quien es Modelo y Maestra del seguimiento del Señor.

No se puede anunciar a Jesucristo, Dios y hombre verdadero, sin hablar de la Virgen María su Madre. No se puede confesar la fe en la Encarnación sin proclamar, como hace la Iglesia Católica desde la antigüedad en el Símbolo Apostólico o “Credo”, que el Hijo de Dios «fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y que nació de Santa María Virgen». No se puede contemplar el misterio de la muerte salvadora de Cristo sin recordar que Jesús mismo, desde la cruz, nos dio a María como Madre y nos la encomendó para que la acogiésemos entre los dones más preciosos que Él mismo nos regala. De este modo, con el Evangelio de Jesús, la Iglesia recibe el anuncio de la presencia materna de María en la vida de los cristianos.

En momentos en que el mundo es azotado por atroces situaciones de injusticia, corrupción, narcotráfico, violencia y muerte, que resquebraja nuestra fe y destruye nuestra esperanza, María nos ofrece a su Hijo santísimo como fundamento esencial de la paz y la convivencia fraternal. Sólo hay paz cuando Jesucristo viva en nuestro corazón.

Hoy están en juego muchos valores que afectan a la dignidad de la persona humana. La defensa y promoción de estos valores depende en gran parte de la vida de fe y de la coherencia de los cristianos con las verdades que profesamos. Entre estos valores cabe destacar el respeto por la vida, la garantía efectiva de los derechos fundamentales de la persona -de los niños, de los jóvenes, de los ancianos, de los enfermos…-, la santidad del sacramento del matrimonio y la estabilidad y dignidad de la familia, núcleo vital de la sociedad y de la Iglesia.

Colmados del renovado dinamismo de la Gracia, seamos los primeros promotores de la devoción a Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, y con el rezo del Santo Rosario, fuente de renovación cristiana en el corazón de cada uno y de nuestros hogares, digámosle confiados y llenos de esperanza a nuestra Madre y Reina de Colombia:

Pues eres de los pecadores el consuelo y la alegría,

¡Oh Madre clemente y pía, escucha nuestros clamores!

Fr. Luis Francisco Sastoque, o.p.