Con motivo del 105° aniversario de la coronación de la Imagen de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, el próximo domingo 9 de julio, deseo unirme espiritualmente a todos los fervientes hijos de la Madre del cielo, para rendir homenaje a nuestra Reina y Patrona de Colombia y expresar, una vez más, a Nuestra Señora y Madre, todo el afecto y devoción que le profesamos, como herencia preciosa del que le ha profesado a través de los siglos. Y, al mismo tiempo, dar gracias al Señor por el don de la fe y por la continua presencia de la Virgen María en la historia de Colombia desde el inicio de nuestra nacionalidad.
La Fiesta de la Virgen de Chiquinquirá, del 9 de julio, no se trata de una celebración como quien se vuelve al pasado para recordar un acontecimiento sucedido en 1919 en la emblemática Plaza Simón Bolívar de Bogotá, sino que queremos ver, más aún, vivir su realidad de la presencia de la Santísima Virgen María, en la vida cristiana de nuestras familias, de nuestras comunidades, de nuestras parroquias, de nuestras diócesis. Su maternal misión ha sido y sigue siendo mostrarnos a Jesús y llevarnos a Él. Ella, la Madre de Jesús, ha sido en los hogares, donde le hemos dejado entrar, verdadero Sol de la familia, la que nos precede y acompaña continuamente en la peregrinación de la fe y de la esperanza hacia la Patria celestial.
El día 9 de julio, como todos los días del año, la Casa de la Virgen María Santísima, la Virgen del Rosario de Chiquinquirá, colmada de la luz de la fe y la esperanza, acoge alborozada el corazón de todos sus hijos que hacemos silencio, al lado de nuestra Madre, para escuchar las palabras del Hijo Santo de Dios: palabras amorosas, palabras de consuelo, palabras de alegría, palabras de esperanza, palabras de verdad, palabras de vida eterna.
El encuentro con nuestra Madre, quien nos contempla y ama llevándonos en sus maternales brazos, se da de manera singular en el Encuentro con Cristo en la Eucaristía.
Cristo, el Hijo de Dios que se hace hombre para salvarnos, es expresión personal del Amor de Dios a nosotros, es nuestro Salvador y Mediador perfecto. Es quien, siendo nuestra Cabeza, glorifica perfectamente al Padre. Todo lo que viene a nosotros desde Dios, todo, lo hemos recibido por Él; todo lo que desde nosotros va hacia Dios, nuestra adoración, nuestra alabanza, nuestras ofrendas, nuestras peticiones, todo, va al Padre por medio de Él.
Jesucristo, Dios infinito, es al mismo tiempo hombre auténtico, hermano nuestro, carne y sangre como nosotros. Hijo de un pueblo, de una familia, de una mujer. Esta mujer, María, fue escogida por Dios desde la eternidad para que, de parte de la humanidad, diera su aceptación, su cooperación a esta maravilla de maravillas: Dios se hace hombre. María está, pues, «indisolublemente unida a la obra salvífica de su Hijo» (SC, 103).
Ella, la humilde sierva del Señor tiene como misión guiarnos hacia Cristo, darnos a Cristo, como lo dio a Isabel y a Juan Bautista, a los pastores, a los Magos de Oriente. Ella es la Madre que nos dio Cristo desde la Cruz. Ella, indispensablemente presente en el nacimiento histórico de Cristo, también fue indispensable en el nacimiento de la Iglesia -Cuerpo de Cristo- en la Cruz, en Pentecostés, y sigue siendo indispensable en el nacimiento de Cristo en cualquier comunidad, en cualquier persona.
María vio nuestra pequeñez y vino a hacer cosas grandes entre nosotros: sólo miremos la cantidad de gracias que, a manos llenas, por 437 años, desde aquel 26 de diciembre de 1586 día de la Renovación, viene derramado en Colombia.
Ella quiso plantar su morada entre nosotros, en Chiquinquirá, y a través de su santa imagen, quedarse con nosotros hasta llevarnos cerca de su Hijo en la Patria de los bienaventurados. Llegó hace mucho tiempo, y quiere seguir estando cerca de nosotros, porque para ella somos sus hijos pequeños necesitados de sus cuidados maternales.
Ella, que estuvo presente cuando nacía nuestra Patria, presidió el origen de nuestra independencia y ha estado en los acontecimientos centrales de nuestra historia colombiana, grandiosos o mezquinos, luminosos u obscuros, gozosos o tristes. La madre siempre es la madre. Ella nos sigue dando a Cristo. Ella nos sigue diciendo como en Caná de Galilea: «Hagan lo que él les diga». Ella sigue siendo para nosotros Madre, Maestra, Modelo, Guía, Ayuda, Consuelo y Alegría.
Ella sigue pidiendo que nuestra vida cristiana sea una realidad viva y efectiva, no sólo una herencia o una costumbre. Nos sigue pidiendo que conozcamos más a su Hijo Jesucristo. Que le seamos más fieles. Que seamos perseverantes en nuestro compromiso cristiano. Que construyamos el Reino de Dios con bases de humildad, comprensión y solidaridad, justicia, honradez, rectitud, responsabilidad y trabajo.
Por eso la Iglesia ve en María «el fruto más espléndido de la redención» (SC, 103), y la ve como a la primera de los cristianos, el modelo más cumplido de cómo seguir a Cristo fiel, total y con sencillez. «La contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que Ella misma, toda entera, ansía y espera ser» (SC, 103).
Ella nos enseña con su vida que tenemos que estar siempre atentos al deseo de su Santísimo Hijo. Ahora, Ella nos recuerda, en su silencio maternal, que escuchemos lo que Él nos dice.
El mensaje de Cristo es exigente. No se trata de adherirnos a una doctrina, sino a una persona; no es impostar un modo de pensar, sino de orientar un modo de vivir. Cuando uno decide “seguir” a Cristo, decide “andar” a donde va Él, hacer aquello que hace Él, como lo hace Él. El Señor corta de inmediato toda ilusión: para seguirle es necesario mirar antes la condición en que Él se encuentra y no tener miedo de la inseguridad de su vida. Naturalmente son muchos los modos de “seguirlo”: hay quien deja todo para retirarse a un claustro monástico, quien se dedica a un apostolado intenso en los hospitales o entre los más desprotegidos, quien se prodiga por la educación de la juventud, quien se esfuerza en la acción política o social, quien se dedica a la catequesis en la comunidad parroquial, o en otras formas de trabajo. Lo importante es que sea un “seguirlo” verdaderamente. Un cristiano que se contenta con “no hacer mal a ninguno”, ¿cómo puede decir “que sigue” a un Maestro cuya vida fue esencialmente un “ser para los otros”? Si queremos saber cómo ha de ser nuestro seguimiento al Señor, sólo tenemos que mirar a nuestra Señora y Madre, quien es Modelo y Maestra del seguimiento de Cristo.
No se puede anunciar a Jesucristo, Dios y hombre verdadero, sin hablar de la Virgen María su Madre. No se puede confesar la fe en la Encarnación sin proclamar, como hace la Iglesia desde la antigüedad en el Credo -Símbolo Apostólico-, que el Hijo de Dios «fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo, nació de Santa María Virgen». No se puede contemplar el misterio de la muerte salvadora de Cristo sin recordar que Jesús mismo, desde la cruz, nos la dio como Madre y nos la encomendó para que la acogiésemos entre los dones más preciosos que Él mismo nos regala. De este modo, con el Evangelio de Jesús, la Iglesia recibe el anuncio de la presencia materna de María en la vida de los cristianos.
Es necesario anunciar incansablemente a Jesucristo para que su mensaje de salvación penetre en las conciencias y en la vida de todos, convierta los corazones y renueve la fe y la esperanza en nuestras familias y en las estructuras de la sociedad. Para ello María nos ofrece a Cristo como fundamento esencial de la paz y convivencia fraterna. ¡Sólo hay paz cuando Jesucristo viva en nuestro corazón!
Hoy están en juego muchos valores que afectan a la dignidad de la persona humana. La defensa y promoción de los mismos depende en gran parte de la vida de fe y de la coherencia de los cristianos con las verdades que profesamos. Entre estos valores cabe destacar el respeto por la vida y la dignidad de la persona, la garantía efectiva de los derechos fundamentales de la persona –de los niños, de los jóvenes, de los adultos, de los enfermos y ancianos…), la santidad del sacramento del matrimonio, así como la estabilidad y dignidad de la familia.
La devoción a la Santísima Virgen María exige hoy de todos nosotros un claro y valiente testimonio de amor a Cristo, que certifique la identidad personal y social de los cristianos contra los peligros del mundo actual, y al mismo tiempo favorezca en las familias las virtudes cristianas que ayuden a superar el dolor que la violencia, la injusticia, la corrupción, el narcotráfico, han sembrado en tantos hogares de Colombia y del mundo y se experimente así el Amor de Dios que cura el odio y la venganza. De esta manera podremos ser para los demás, luz del mundo y sal de la tierra.
Colmados del renovado dinamismo de la gracia, afiancemos en todos, la devoción a Nuestra Señora y que el rezo del santo Rosario, sea fuente de renovación cristiana de cada uno y de nuestros hogares, que peregrinamos hacia el Padre celestial.
GOZOS EN HONOR A NUESTRA SEÑORA DE CHIQUINQUIRÁ
V/. Pues eres de los pecadores
el consuelo y la alegría,
R/. ¡Oh Madre clemente y pía
escucha nuestros clamores!
Si en su imagen hermosa
de Chiquinquirá encontramos
todo el bien que deseamos
en esta vida penosa;
si en todos tiempos graciosa
dispensas sus favores
con franca soberanía:
Todo el que imploró confiado
y con sincera intención
su amparo y protección,
salió siempre consolado.
Infinitos han cambiado
en delicias sus dolores,
porque te buscaron por guía:
No hay enfermedad penosa,
no hay trabajo ni desgracia
que Tú, con pronta eficacia,
no remedies generosa;
si es que con fe fervorosa,
quien busca sus amores,
de los vicios se desvía:
¡Pueblo de Chiquinquirá,
tierra mil veces dichosa!
¡Qué riqueza tan preciosa
Dios en su campo nos da!
¡Oh! qué celestial maná,
de tan infinitos sabores,
vierte en su imagen María:
V/. Pues eres de los pecadores
El consuelo y la alegría,
R/. ¡Oh Madre clemente y pía,
escucha nuestros clamores!